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[Nombres sin cuerpo, cuerpos sin nombre]. Por Víctor Quezada

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El trabajo del colectivo de artistas chilenas Menos cóndor más huemul se inscribe en un horizonte de producción transdisciplinario para re-escribir, mediante un conjunto de obras artístico-visuales, la historia reciente de Chile. Tal trabajo tiene como su objeto principal la llamada Operación Colombo (1975), la que (secundada por la prensa escrita chilena y por publicaciones internacionales de existencia dudosa) fue un intento de la dictadura cívico-militar de explicar la desaparición de 119 ciudadanos chilenos, en su mayor parte militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). El relato conformado por diarios como El Mercurio de Santiago, La Tercera y La Segunda quiso torcer la verdad de la desaparición y muerte de los 119 además de limpiar la imagen internacional de la dictadura borrando su culpabilidad en la desaparición.



Nombres sin cuerpo, cuerpos sin nombre

…el año 1975 tres cuerpos fueron encontrados en la ciudad de Buenos Aires. […] Se informó que los cuerpos venían acompañados por escritos y documentos que indicaban que los fallecidos eran chilenos, militantes del MIR [Movimiento de Izquierda Revolucionaria] y que habían sido ultimados por el mismo movimiento, con motivo de una venganza interna. A pesar de la dificultad para identificar rasgos, los familiares de los tres desaparecidos cuyos nombres fueron vinculados a estos restos mortales, no identificaron los cuerpos pues presentaban características que sus seres queridos no poseían. […] La colaboración de los organismos de inteligencia de ambos países era un hecho: mientras en Chile se tenían nombres sin cuerpo, los de Argentina tenían cuerpos sin nombres.
Arrieta y Shuffer (2012)

En este sentido entendemos el trabajo del colectivo Menos cóndor más huemul: como un trabajo histórico no narrativo, un trabajo de la historia en imágenes. Dos preguntas complementarias surgen inmediatamente al enfrentar este conjunto de obras: ¿cómo describir su resto histórico?, ¿qué interpretación del pasado realizan?
En las imágenes de la historia queda un resto que podemos llamar, a grandes rasgos, estético; el que se manifestaría en modos particulares de representación de la realidad que referirían a la materialidad de las imágenes: sus elementos compositivos, su articulación con un medio y/o soporte, pero también, a esa otra materialidad que indica su inscripción enunciativa: la presencia de las figuras complejas de un enunciador y un co-enunciador. En términos de Peirce, podríamos decir que en las imágenes del pasado sobrevive la relación del signo consigo mismo.
Sin embargo, es necesario constatar una obviedad: las imágenes artísticas, a la vez que encarnan una interpretación de los hechos de la historia, también se diferencian de las imágenes del pasado. Esto, principalmente, porque las imágenes que produce el trabajo estético no son aquellas que podríamos llamar históricas en un sentido estricto, pues carecen de una relación de contigüidad existencial con los hechos del pasado que tratan de interpretar. No obstante, si extendemos los alcances de nuestra reflexión, podríamos decir que en la medida en que interpretan imágenes y hechos del pasado, recogen aquellos rasgos formales que se preservan en el presente como resto. En otras palabras, entre las imágenes del pasado y las imágenes artísticas se construye una relación entre formas que son leídas y formas que leen; visibles que engendran visibilidad.
MERCURIO. DIANA NAVARRETE ASTROZA. CARBÓN SOBRE PAPEL. 2O12
La obra de Diana Navarrete Astroza, por ejemplo, se construye como una “re-edición” de la portada de El Mercurio del día 16 de julio de 1975 en la que se publicó el siguiente título en referencia a la Operación Colombo:

Miristas Muertos
En Argentina Eran
Buscados en Chile

A través de una operación de borradura, el contexto informativo de la portada se desvanece y sobre su superficie intervenida sólo leemos el título ya citado y el nombre del diario. La borradura, entonces, pone en evidencia la relación indisoluble entre título y diario, entre la construcción del acontecimiento e institución, refiriéndose uno a otro en un espacio de co-existencia definitivo. Este proceso de borradura y relieve funciona como una denuncia en la que se liga el enunciado a un enunciador definido como agente de la borradura de la historia de Chile.
CARTOGRAFÍAS DE QUIEBRES, DEL HACER VISIBLES NUESTRAS CICATRICES. ELISA MUÑOZ ELGUETA. BORDADO SOBRE LINO. 2012
En otro sentido, la obra de Elisa Muñoz Elgueta utiliza la cartografía como metáfora del texto histórico, un texto que es en términos compositivos tejido, sutura y desgaje sobre la superficie geopolítica de Chile, Argentina y Brasil.
La Operación Colombo, como dijimos más arriba, fue un elaborado montaje de la dictadura chilena para encubrir la desaparición de 119 personas. En el plan de blanqueo de su responsabilidad criminal, la enunciación mediática fue una de sus estrategias principales. Para esto, en vinculación con organismos de inteligencia de Brasil y Argentina, la dictadura chilena creó dos publicaciones “fantasmas”: la revista LEA (Argentina) y el diario O’Dia (Brasil). Ambas publicaciones tuvieron un único número.
En la revista LEA se publicó el 15 de julio de 1975 la noticia titulada “La ‘vendetta’ chilena”, en donde se consignó: “Alrededor de sesenta extremistas chilenos han sido eliminados en los últimos tres meses por sus compañeros de lucha”, de lado de una fotografía de Salvador Allende con la siguiente leyenda: “Salvador Allende. El ‘Padrino’ mata desde la tumba”.
El 17 de julio de 1975 el diario O’Dia publicó una nota fechada en Buenos Aires con el título “Terroristas chilenos no interior da Argentina”. La información afirma que 59 extremistas chilenos fueron identificados entre los “guerrilleros” que murieron en enfrentamientos con efectivos policiales en la provincia de Salta. Y termina con una lista de 59 nombres de ciudadanos chilenos.
Ambas publicaciones, aunque desacreditadas por la comunidad internacional, fueron reproducidas por los medios de prensa oficialistas en Chile y sirvieron para paliar dos problemas inmediatos de la dictadura chilena: primero, convencer a la ciudadanía de que el caso de los 119 no era responsabilidad del gobierno, desacreditando de paso a los militantes de la izquierda chilena; y, segundo, responder ante la presión internacional por las constantes denuncias de desapariciones y violaciones a los derechos humanos.
El mapa geopolítico del Cono Sur, así, es interpretado por Muñoz en virtud de re-construir las relaciones de encubrimiento y colaboración de los tres países y sus efectos. Relaciones que en la superficie del mapa se manifiestan como heridas sobre el territorio. Esta operación de tejido y sutura es interesante por su ambivalencia: la sutura a la vez que “cose” una herida y vuelve a unir la piel dañada, no puede hacerlo sino desgajando el cuerpo del territorio y transformándolo en otro. Si para Charles S. Peirce los mapas fueron un ejemplo predilecto en su intento de dar cuenta del proceso de semiosis infinita, Muñoz aquí logra “fijar” la movilidad del mapa sudamericano al representar la desaparición y el desgajamiento, pero también introduciendo la conciencia de esas transformaciones. La operación de sutura / desgaje es, en otro nivel, una operación política que insta a reflexionar sobre la herida en la superficie de un(os) cuerpo(s) nacional(es), razón por la cual el hecho de la desaparición de 119 ciudadanos chilenos abandona su representación contingente (la que vio aparición en dichas publicaciones fantasmas de las que hablamos y en su repercusión en la prensa oficialista de Chile) para situarse en un nivel de abstracción que obliga a repensar la historia y la geopolítica en su carácter móvil y, por tanto, no definitivo, siempre susceptible de transformaciones que cubren un amplio rango: desde la construcción de un acontecimiento periodístico hasta las relaciones internacionales de connivencia y encubrimiento.
IMPRESIONES DE MEMORIA. CYNTHIA SHUFFER. VIDEO. 2O12
En la revisión de estas dos obras reconocimos el privilegio de la iconicidad de los objetos que refieren (la portada de El Mercurio y el mapa de Sudamérica considerados en sus aspectos formales) y, en este sentido, al referir a dichos objetos, la construcción de dos operaciones de asignación de sentido: una operación de borradura y otra de sutura / desgaje que se presentan en las superficies de las obras mediante la relación de semejanza que traban con sus referentes. El trabajo de Cynthia Shuffer, a este respecto, pareciera proponer superficies distintas y, por tanto, otras relaciones.
Impresiones de memoria es un video en el que se muestra un pedazo de papel sobre un lavamanos que se va deshaciendo a medida que el agua corre. En ese papel se observa el siguiente texto manuscrito:

Todos creímos porque en una forma uno está como mentalmente echa para creer todo lo que está escrito, por lo menos antes era así. Entonces yo lo sentí muerto al tiro, dije: “Está muerto” [sic].

Estas palabras son parte del testimonio de Magdalena Navarrete (12 abril de 2011, archivo Londres 38), madre de uno de los 119 desaparecidos. En él hace referencia a esa trama de discursos montados desde el aparato represor del Estado de Chile. Si en la obra de Muñoz las heridas se materializaban por el desgaje de los cuerpos nacionales, en Impresiones de memoria el testimonio es quien se deshace, desplegando la acción de su deshacerse las marcas del descreimiento y sus efectos sobre la subjetividad y la configuración del mundo cotidiano, donde memoria política e intimidad permanecen entrelazadas de manera profunda.
Dijimos que la obra de Shuffer pareciera proponer distintas relaciones con la historia, pero sin embargo, la elección tipográfica (el manuscrito) viene a representar (metafóricamente) una relación de semejanza que refuerza la idea misma de un sujeto testimonial que escribe su vida. Esta operación del manuscrito posiciona la acción de un enunciador como índice de un cuerpo afectado. Lo manuscrito en Impresiones de memoria se deshace, pero lo cotidiano, que parece ser la superficie del discurso, no se rompe, continúa a pesar de todo, así como el agua cae por el lavamanos.
119 ESPACIOS VIVOS. PAULA ARRIETA. PROYECTO PARTICIPATIVO EN PROCESO
119 espacios vivos de Paula Arrieta Gutiérrez es quizás el proyecto de obra más ambicioso de los que configuran el trabajo histórico de Menos cóndor más huemul. Como proyecto participativo, recoge las estrategias de los espacios de memoria que vinculan nombre propio y rostro, desplazando su ocurrencia desde los lugares físicos en los que se erigen, hacia la intención de hacer de las personas un espacio de memoria.
El proyecto consiste en una convocatoria en la que se invita a 119 personas de nacionalidad chilena con igual profesión que los desaparecidos de la Operación Colombo a ocupar su lugar en el espacio de memoria con el objeto de activar su recuerdo. La obra, pensada en una primera instancia para la Web (http://119.paula-arrieta.org/index.html), pretende en su finalización derivar en 119 fotografías, además de una lista donde consten los datos de los participantes: su nombre completo, su ocupación y fecha de nacimiento, en contraste con la lista de los desaparecidos a quienes vienen a re-presentar.
El trabajo de Arrieta sitúa su pertinencia en cierto aspecto paradojal del espacio de memoria y sus estrategias, las que, en la medida en que denominan a las víctimas de la represión militar como “detenidos desaparecidos”, cumplen con su desaparición. En palabras de Sergio Rojas, la expresión “detenidos desaparecidos” y la operación de denominación de la que es marca, “llega a ocupar en cierto sentido el ‘lugar’ de la ausencia que ella misma nombra. Así, los desaparecidos desaparecen en ‘los desaparecidos’” (Rojas: 202).
119 espacios vivos actualiza la relación entre nombre propio y rostro de la estrategia de memoria, desplaza el vínculo entre denominación y desaparición, para re-situar (a la vez que remueve el espacio del desaparecido en el memorial, el que puede, de manera peligrosa, vaciarse) el rostro y el cuerpo de la desaparición en otro rostro y otro cuerpo que se espera politizado y andante.

Notas finales
El conjunto de obras revisadas rescatan ciertos modos de representación de las imágenes históricas y los materiales de archivo para re-significarlos. Vimos que distintas superficies (la portada de un diario, un mapa de Sudamérica, un testimonio manuscrito, el espacio de memoria) son revitalizadas en virtud de proponer una nueva interpretación de los hechos de la historia. Una interpretación que recogiendo el aspecto icónico devenido resto histórico de tales superficies, vuelve a posar su mirada sobre los hechos de la historia, y se preocupa, por una parte, de identificar a los agentes de la borradura de la historia de Chile, poner en evidencia los desgajes y las desapariciones y, por otra, de re-introducir los discursos de la memoria en el espacio cotidiano y vital de los ciudadanos de Chile.


Bibliografía

-Arrieta, Paula y Shuffer, Cynthia (12, octubre, 2012). “Sentidos colectivos e inestables. La memoria como material del arte”. La calle Passy 061. URL: http://lacallepassy061.blogspot.com.ar/2012/10/sentidos-colectivos-e-inestables-la.html
-“Caso de los 119, operación Colombo”. Exilio chileno. URL: http://chile.exilio.free.fr/chap06b.htm
-“Operación Colombo: el caso de los 119”. Memoria Mir. URL: http://www.memoriamir.cl/pagina/colombo.htm
-Rojas, Sergio (2001). “La visualidad de lo fatal: historia e imagen”; “Cuerpo, lenguaje, desaparición”. Materiales para una historia de la subjetividad. Santiago de Chile: Editorial La Blanca Montaña.

Fuente de las imágenes
Rufián Revista, N°15: Esta historia es sin olvido. Chile, 40 años. Web: www.rufianrevista.org 

[Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una reactualización de la Mística Negativa]. Por Manuel Naranjo Igartiburu

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Autor de un libro difícil, "oscuro", de apenas 53 páginas, Omar Cáceres es uno de los poetas chilenos menos conocidos de la primera parte del siglo XX. Defensa del ídolo fue su único libro publicado, aunque Andrés Sabella cuenta que dejó una "colección de cuentos imaginativos" y una biografía del crítico Eliodoro Astorquiza. Para saber más sobre Cáceres, a continuación un minucioso texto escrito por Manuel Naranjo Igartiburu.



Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una reactualización de la Mística Negativa

1. La muerte de Dios, el desierto y las vanguardias [1]

El vuelo de los dioses debe ser experimentado y soportado
Martin Heidegger

Las razones por las cuales una voz escritural o un determinado grupo poético importante no trascienden su tiempo o contexto de producción, siendo posteriormente olvidados o ignorados tanto por los estudios literarios como por los lectores, son variadas y complejas. Sin profundizar demasiado en el tema de la recepción de la poesía chilena durante el siglo XX es posible explicar estas sistemáticas exclusiones, sin jerarquizar y pretender abarcar todo el fenómeno, por el excesivo realce que la crítica literaria y el mercado editorial han hecho de ciertas figuras consagradas (el caso de Neruda es paradigmático en ese sentido), al papel social y político (extrapoético, por cierto) que estos autores renombrados han desempeñado en la sociedad lo que les ha dado una gran visibilidad pública, a los obstáculos existentes para acceder a textos publicados por editoriales independientes de limitado tiraje, o simplemente a la tendencia que tiene el canon literario chileno de silenciar o rechazar a todos los discursos considerados extraños, peligrosos o desestabilizadores, ya sea por su transgresión de los valores culturales, políticos, sociales y religiosos defendidos por las clases letradas o de poder o por su resistencia para ser comprendidos, clasificados (y domesticados) de acuerdo a los marcos teóricos e institucionales aceptados y establecidos.
Esta reflexión inicial surge a partir de la poética de Omar Cáceres (1906-1943), un poeta ya casi olvidado de un período de la historia literaria chilena denominado como “Segunda Vanguardia”, cuya obra compuesta por un único libro (Defensa del ídolo de 1934) ha sido históricamente calificada como “impenetrable”, “secreta” y “oscura”, es decir, destinada sólo para minorías compuestas por “iniciados” (juicio casi incuestionable que ha contribuido a su desconocimiento e incomprensión [2]). El presente trabajo pretende explicar o develar su cuestionado hermetismo por medio de la constatación e interpretación del vínculo que ésta establece con algunos lenguajes religiosos tradicionales, en especial con la llamada “Mística Negativa” de Pseudo Dionisio Areopagita. Dicha ligazón (que relativizaría también la supuesta ruptura con la tradición llevada a cabo por las vanguardias) se manifiesta de distintas maneras, entre éstas, la misma visión de Dios como lo radicalmente otro, como aquello que rebasa cualquier concepto e intento de representación; el uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción; la disolución del sujeto como reflejo de su inmersión o descenso en lo incierto, que es donde se halla el verdadero sentido de las cosas, paradójicamente; y la progresiva utilización de imágenes y elementos escatológicos tradicionales en un intento desesperado por dar cuenta de ese centro velado intuido, lo que convierte a sus textos en verdaderos campos de batalla entre imaginarios modernos y antiguos, en una irreconciliable dialéctica entre el nihilismo y la fe.
Ahora bien, esta conexión –que relaciona en perpetua tensión al mundo moderno con el antiguo que se niega a morir– no es exclusiva de Cáceres. Como numerosos estudios provenientes de distintos campos del conocimiento lo han demostrado en el último tiempo [3], en muchas de las expresiones del pensamiento y arte contemporáneo habitan de manera soterrada y fragmentaria una serie de elementos religiosos (imágenes, alegorías, etc.) procedentes de distintas tradiciones espirituales, sin los cuales no podrían haberse configurado ni tampoco comprenderse (sean éstos reactualizados en clave irónica o no). Esta situación, que puede darse de manera consciente o inconsciente, obedece principalmente al profundo proceso de secularización que la cultura occidental ha venido experimentando los últimos siglos producto del hipercriticismo de la razón, el que, entre otras cosas, ha desterrado la dimensión de lo sagrado y roto los puentes con el más allá, con la consiguiente “muerte” de Dios y desacralización de todo. Sin embargo, la persistencia de estos elementos sacros, de estos vestigios o restos de lo divino en diversas expresiones contemporáneas, demuestran que aún no ha penetrado en ellas (y en nosotros) la “hazaña” del deicidio, que seguimos sin ser capaces de experimentar verdaderamente la ausencia de Dios como ausencia (pese a que conozcamos el dato de su muerte), que todavía no podemos pensar nuestro universo sin la hipótesis de su existencia. Así, su “desaparición” ha extendido la sombra y el desierto por el mundo mas ésta no ha podido evitar su recuerdo y el deseo de reencontrarse con él, por más que ahora sea huella, nada y silencio.
No es de extrañar entonces que aquellas reflexiones filosóficas o artísticas, que por una u otra razón, han intentado referirse a tal centro vaciado o abismo tengan una estrecha relación con las operaciones “negativas” del lenguaje y la representación (referentes tanto a Dios como al sujeto) empleadas por las tradiciones, decididamente premodernas, de la Mística Negativa y de ciertas corrientes de la Cábala, las cuales, más allá de sus aparentes diferencias, tienen en común la tentativa de llevar el pensamiento hasta el límite, hasta una zona ciega donde la razón se pone en cuestión a sí misma con tal de expresar lo inefable, lo radicalmente otro.
En el caso de las vanguardias y particularmente del surrealismo, la permanente preocupación y/o reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades para representar aquello que se ubica en el límite de lo pensable por medio de imágenes paradójicas y la manifestación en el discurso de sujetos que tienden a fragmentarse y a desaparecer a medida que se internan en dicha frontera, no están demasiado lejos de la desposesión, de la desubjetivización de la lengua, del radical abandono de sí que postula una tradición mística para acercarse a Dios. Es este hecho el que ha llevado a afirmar a distintos investigadores, como Victoria Cirlot y Amador Vega, que en un contexto en que las religiones históricas estaban sumidas en una profunda crisis de representatividad y de significación no muy distinto del actual, ha sido el arte de las vanguardias el que ha asumido la naturaleza predicativa de los símbolos sagrados; el único que ha sido “capaz de preservar, en el interior de sus formas profanas, el elemento religioso de la conciencia humana” (Vega: 265), por medio de su lenguaje nihilista de la destrucción y la negatividad (tan similar al que propone el Areopagita para referirse a la Divinidad), el que paradójicamente muestra una asombrosa capacidad simbólica y sacramental para acoger al Misterio, a la pura alteridad (antes exclusivo derecho de los discursos religiosos).

2. Pseudo Dionisio Areopagita: el Dios sin verdad y la hipernegación

Pero, ¿quién es Pseudo Dionisio Areopagita y cuáles son los planteamientos de la Mística Negativa que Cáceres reactualizaría en su obra bajo ropajes modernos? Respecto al primer punto, señalar que el misterioso Pseudo Dionisio (probablemente un monje de origen sirio que vivió en torno al siglo VI d.C. y que adoptó su identidad de aquel ateniense convertido por san Pablo en el Areópago, allá donde se adoraba al Dios Desconocido, tal y como se narra en el cap. 17 de los Hechos de los Apóstoles) es el padre de la llamada mística “negativa” o “apofática”. Su sorprendente y singular obra (consistente en los tratados La jerarquía espiritual, La jerarquía eclesial, Los nombres de Dios y Teología mística, además de un total de diez cartas) ha sido últimamente “redescubierta” y valorada por importantes estudios que no sólo han demostrado la gran influencia que ejerció en la mística cristiana (desde Juan Escoto Eriúgena a Thomas Merton, pasando evidentemente por Meister Eckhart y San Juan de la Cruz), sino que ha sido considerada clave en la constitución del pensamiento de filósofos contemporáneos de la talla de Heidegger, Blanchot, Lévinas, Derrida, Vitiello y Nancy, entre otros, con los cuales ésta establece notables conexiones no siempre explicitadas o reconocidas [4].
En cuanto a lo segundo, decir que la Mística Negativa se refiere a una tradición teológica que reflexiona sobre Dios e insiste en que lo divino, al ser radicalmente trascendente, no debe ser aproximado a través de un lenguaje positivo sino a través del uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la trascendencia divina. Si bien el platonismo introduce algunos elementos importantes en la teología negativa (como el concepto de conocimiento a través de la abstracción y la purificación) es en el neoplatonismo que la vía negativa se articula de manera más explícita. Dice Zenia Yébenes al respecto:

La noción del Uno —un origen absolutamente trascendente que trasciende todo ser pero del cual dependen los seres para sobrevivir— lleva a Plotino a introducir la idea de que las fórmulas negativas constituyen una forma superior de conocimiento y que la negación puede ser utilizada para afirmar su trascendencia. Proclo radicalizará aún más esta tendencia al señalar que las negaciones mismas deberán ser negadas porque en tanto producto de la lógica y del lenguaje no revelan nada del Uno. Si ni la afirmación ni la negación pueden darnos acceso a la realidad —será su conclusión— su única misión habrá de ser conducirnos al silencio. La clave no radicará entonces, señalará Damascio, en profesar conocimiento o ignorancia acerca del Uno sino en adquirir un estado de "hiperignorancia epistemológica" donde se pueda reconocer el límite de lo que se puede saber y de lo que no (177-178).

La mística negativa emergerá, como tradición distintiva, en el encuentro entre este concepto neoplatónico de trascendencia del Uno y el concepto cristiano de la revelación de Cristo. El neoplatonismo cristiano oscila entre un Dios que se ha revelado al hombre a través de las Escrituras y de su encarnación; y un Dios neoplatónico, más allá del ser y del cual emana, jerárquicamente, la creación entera. En el neoplatonismo cristiano Dios es revelado como visible, legible, repetible (a través de la Escritura y la liturgia) y al mismo tiempo como el Uno trascendente, inefable e irreductible. Si Dios es simultáneamente revelado y trascendente, hay por lo menos dos maneras de referirse a Él: la catafática o positiva, que subraya lo que podemos decir de Dios a través de las Escrituras, de la liturgia y del estudio de la creación; y la apofática o negativa que subraya su absoluta trascendencia. Por un lado, Dios es inefable y, por otro lado, tiene muchos nombres; Dios es la afirmación de todas las cosas y simultáneamente su negación.
Es en este punto que el pensamiento del Pseudo Dionisio, que es la culminación de esta tradición, cobra importancia, especialmente porque estableció una tercera manera para referirse a Dios con el propósito de lograr una verdadera unión con Él, la que supuso una superación de la anterior aporía: la “hipernegación”. Si bien varios son los aportes que el Areopagita ha hecho a la teología cristiana (como el haber sido el primer autor en exponer una concepción jerárquica de la realidad, profundamente dialéctica y neoplatónica, donde ésta es vista como un movimiento divino de procesión y retorno), ha sido este modo de revelar lo inefable el que mayor impacto ha tenido en la historia de las religiones, trascendiendo incluso dicho ámbito para instalarse en cierta filosofía y en cierto arte que cuestiona permanentemente los límites del lenguaje y su capacidad para representar las experiencias de la alteridad.
Pero, ¿qué es la “negación de la negación” o “hipernegación”? Conforme a lo expuesto en Los nombres de Dios y Teología mística existen tres modos para referirse o nombrar a Dios, a los que hay que observar como enlazándose continuamente: el modo afirmativo o catafático, el modo negativo o apofático y finalmente el modo místico o hipernegación, los que respectivamente responden a su vez a tres estadios del progreso o ascenso del alma en su regreso hacia Dios: la purgación de la materialidad de los símbolos, la iluminación de la significación de los símbolos y la perfección por el abandono de la significación en ascensión a la próxima jerarquía, a un símbolo más alto. Cabe señalar que cada estadio está relacionado con la estructura epistemológica, de modo que la purgación es la remoción de la ignorancia, la iluminación es la recepción del nuevo conocimiento y la perfección es el abandono del conocimiento presente para progresar hacia la unión con Aquél que está más allá de todo lo concebible.
De acuerdo a este esquema, el lenguaje catafático es el que nombra o afirma algo de Dios mediante el uso de imágenes, símbolos y metáforas (provenientes especialmente de la Biblia) con el fin de unificar al hombre con los principios más elevados via analogiae. Este modo, que corresponde a “un momento de salida de sí y procesión de lo divino en el cosmos, y señalaría el éxtasis divino” (Yébenes: 54), afirma que Dios se ha auto-revelado en la historia y en todas las cosas que Él ha creado (siendo su punto culminante la persona de Jesucristo) y que por lo tanto las imágenes y símbolos (que no son simples reflejos de la realidad sino que son un acceso profundo al misterio de ésta) pueden ser la clave para descubrir su presencia.
El lenguaje apofático por otro lado “articula y promueve el movimiento de regreso del alma creada más allá de sí (hacia la trascendencia divina) y señala el éxtasis de la criatura” (Yébenes: 54). Contrariamente a la vía catafática, este modo (que niega lo que ha sido afirmado previamente) enfatiza el misterio inefable e inabarcable de Dios. Valora la experiencia de Dios por sobre el conocimiento. Puesto que Dios trasciende a cualquier cosa creada por Él, la mejor forma de conocerlo es mediante la negación y la tachadura. Al hablar de Dios, por ejemplo, es más apropiado decir “qué no es Dios” en lugar de “qué es Dios”. Finalmente, el lenguaje místico o hipernegación apunta “a la consumación inefable de una unión en la que la criatura se abandona a sí misma en el Dios que está más allá del Ser; señalando así el momento en el que el éxtasis divino (que llama a ser a todas las criaturas) y el éxtasis humano (que responde a dicha llamada) son uno” (Yébenes: 54). Este modo por lo tanto es el último estadio del movimiento anagógico que se venía gestando anteriormente, es la expresión conceptual y lingüística del reencuentro de Dios con el hombre, de su unión inenarrable. Pero, ¿cómo es posible hablar y pensar acerca de una trascendencia que se mostrará, por definición, inconcebible e inefable? ¿Cómo es posible superar la dialéctica positiva-negativa que establecían los anteriores métodos para hablar de Dios? Por medio de una negación de todo lo que ha sido negado, a través del abandono de todos los conceptos interpretativos, de un desconocimiento, de una kénosis, de un no-saber:

Cuando libre el espíritu, y despojado de todo cuanto ve y es visto, penetra en las misteriosas tinieblas del no-saber. Allí, renunciando a todo lo que pueda la mente concebir, abismado totalmente en lo que no percibe ni comprende, se abandona por completo en aquel que está más allá de todo ser. Allí, sin pertenecerse a sí mismo ni a nadie, renunciando a todo conocimiento, queda unido por lo más noble de su ser con Aquel que es totalmente incognoscible (Pseudo Dionisio Areopagita: 373).

La negación dionisiana por lo tanto no es un simple reverso de la afirmación. La negación de la negación (que aquí hemos llamado “hipernegación” siguiendo a Zenia Yébenes que utiliza el prefijo híper para dar énfasis a la naturaleza trascendente de lo divino y para subrayar que ésta se trata de una segunda negación que escapa de convertirse en una doble negación –y en una síntesis– como sucedería en el caso de Hegel) tratará de apuntar a un Dios que es la causa de todas las cosas, pero no una cosa entre las cosas; a la fuente de todo ser, que sin embargo está más allá del ser y del no ser. Este radical abandono de toda operación intelectual, esta inmersión en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, no debe interpretarse por consiguiente en sentido negativo, como si ésta fuera sólo privación o anulación. Al contrario, la hipernegación o no-saber constituye el conocimiento más adecuado para referirse y unirse a un Dios trascendente que muestra su irreductibilidad ante nuestras categorías de “verdad”. Si la teología catafática opera a través de las afirmaciones que se derivan de los seres causados, y si la teología apofática opera negando estas afirmaciones en un movimiento más allá de los seres creados, la teología mística “opera a través de una hipernegación que pretende ir más allá de la alternativa afirmación-negación. Este más allá apunta a lo que está radicalmente antes, indica la prioridad irreductible de la Causa frente a todo pensamiento, lenguaje o verdad” (Yébenes: 68). Esta anterioridad de la Causa trascendente ante cualquier oposición categórica y binaria entre la afirmación y la negación queda claramente establecida cuando el Areopagita señala que ésta:

No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad (…) No tiene razón, ni nombre, ni conocimiento. No es tiniebla ni luz, ni error ni verdad. Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de ella. Cuando afirmamos o negamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni le quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo (Pseudo Dionisio Areopagita: 379).

A modo de conclusión, podemos decir entonces que la hipernegación dionisiana supondrá no sólo una ruptura radical con uno mismo, producto del abandono del yo y de toda operación intelectual para ver y conocer lo invisible y lo incognoscible (lo que hace que su discurso teológico vaya de la mano con una antropología negativa [5]), sino que también una puesta en juego incesante del lenguaje para representar a un Dios que se mueve de manera incomprensible entre la presencia y la sustracción (al igual que el ser humano que se halla suspendido entre su inmersión en lo imaginario y su movimiento hacia lo inimaginable). Como la trascendencia de los seres y el conocimiento (imposible) de Dios sólo se logra a través de la negación y del abandono del yo, la plenitud del lenguaje falla al tratar de capturar aquello que lo funda. El “yo” como el ser hablante, pensante y deseante que es, no está ahí para experimentar la unión mística, que solamente puede darse en la muerte. Como lo señala Zenia Yébenes “la unión mística que me consagraría, me priva, sin embargo, del poder de decir «yo» y me sumerge en el anonimato radical de una trascendencia irreductible” (Yébenes: 70) que obliga a volverse nómada del lenguaje sin poder encontrar domicilio en el desierto, lo que recuerda las siguientes palabras de Dios cuando Moisés le pidió que se revelara en todo su esplendor: “No puedes verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20).
Esta ligazón implícita entre la comprensión dionisiana de la negatividad y la muerte obedece a que esta última es, como el Dios sin verdad, lo radicalmente otro, la pura alteridad. El deseo de conocerlo y de fundirse con Él es por lo tanto siempre un deseo de morir, de atravesar la distancia, de cruzar el último límite. Pero como la muerte y Dios rebasan cualquier tentativa de comprensión y de descripción (ya que ello supondría acceder a una realidad que está más allá de las palabras que la asedian) este deseo será siempre un agónico e imposible “morir sin morir”, será siempre un anhelo que nunca se podrá experimentar como un presente, ni en la conciencia, ni en el conocimiento, ni en el lenguaje, ni en la expresión: el desconocimiento místico de un Dios que es nada nos arroja hacia esa unidad imposible donde el yo no se reconoce al no ser el mismo, pero tampoco otro, permaneciendo interminablemente y devorado por un deseo inagotable en “la muerte misma, privado de la muerte” (Blanchot, Thomas el oscuro: 31).
De esta manera, la esencia de la mística dionisiana consistiría en pasar del lenguaje a lo indecible que se dice, en hacer visible por medio de la escritura la oscuridad de lo elemental, de testimoniar la presencia de la ausencia. Y sin embargo, esto no supone la dialéctica, porque de esta alternancia de contrarios en la que uno sumerge al otro, no se despeja ya un plan de pensamiento donde dicha alternancia se remonte y donde la contradicción se atenúe. Si el pensamiento tuviera que despejar este plan o elevarse a una síntesis, todavía permaneceríamos en el mundo, sobre el terreno de las posibilidades y de las iniciativas humanas, en la acción y la sensatez. El Areopagita nos arroja, sin embargo, a un margen donde ningún pensamiento puede arribar, nos arroja a lo impensable, a ese divino “rayo de tinieblas”, oxímoron infranqueable que crea una fisura en el lenguaje, recortando en él el lugar de un indecible.

3. Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una renuncia de lo conocido para sumergirse en lo incierto

Todo descenso en sí es al mismo tiempo una asunción hacia la realidad exterior
Novalis
Tomando en consideración lo anterior, veremos a continuación cómo estos antiguos planteamientos se reactualizan en tres textos de Defensa del ídolo, comenzando por el poema que inicia este viaje sin retorno, el que no sólo supondrá un progresivo descenso en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, sino que también (y en consecuencia de lo anterior) un paulatino abandono del yo racional –limitado y castrante– que se desdoblará y desintegrará para finalmente desaparecer con tal de expandir sus propios límites y así poder dar cabida a lo invisible e incognoscible [6]:

Mansión de Espuma
Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
apaciento los bríos absolutos de estas estampas - perdurable;
huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.

Un pueblo (Azul), trabajosamente inundado.
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes.
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ser mi cielo.
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.

Muda voz que habita debajo de mis sueños,
mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
junto al balcón de luz disciplinada, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.

Revestido de distancias, entre hombre a hombre – magro,
todo naufraga bajo el pendón de su “postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.

Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.
(Cáceres: 9-10)

La configuración ficticia de esta expedición determinada por la experiencia de lo numinoso [7] se perfila nítidamente en estos memorables versos iniciales, los que no sólo anuncian los principales rasgos que caracterizarán a Defensa del ídolo y su posterior derrotero, sino que también la incertidumbre con que la que el sujeto del discurso se referirá a lo innombrable. La manifiesta e infructuosa intención por aprehender y representar lo que por definición es inasible e indescriptible se refleja en este poema tanto en el plano de lo discursivo (a través de la desarticulación sintáctica de una puntuación cortante que intensifica un ritmo extrañamente abrupto, intenso y disonante, ritmo que acentúa la dislocación del decir del sujeto, que distanciándose de la falsa estabilidad que ofrece el lenguaje convencional, intenta decir lo indecible) como en el plano de las imágenes, cuya permanente contradicción, aparte de revelar una tensa dialéctica entre la presencia y la ausencia, entre la fe y el escepticismo, establecen una sistemática ruptura con nuestros parámetros no sólo espaciales, sino que temporales de captación de lo real. Este desmoronamiento de la imagen usual del mundo que se presenta como un espacio terminal, desolado y catastrófico de “árboles caídos” donde “todo naufraga” por el influjo de una inundación permanente que adquiere por lo tanto los rasgos de un diluvio de resonancias bíblicas [8], es contrarrestado sin embargo por una serie de imágenes o espacios del “cobijo” (según el decir de Bachelard) en las que el sujeto del discurso intenta refugiarse o resguardarse de la confusión y el caos imperante, intento que no logra no obstante conciliar la dicotomía que se establece entre la devastación y lo que puede restaurar el orden perdido debido a que ambos movimientos se auto-anulan mutuamente, imposibilitando una síntesis que pueda atenuar la contradicción, al igual que la hipernegación dionisiana.
La primera de ellas es la “sombra ilimitada” en la que el sujeto del discurso “apacienta sus bríos” e intenta encontrar consuelo ante la catástrofe antes descrita. Ésta (que prefigura al “Ídolo ignoto” que interpretaremos más adelante) es interesante no sólo porque da cuenta de una dimensión trascendente, pero desconocida y oculta que se sustrae del accidentado devenir del mundo exterior (dimensión a la que por tanto es necesario descender para encontrar las tan esquivas respuestas), sino porque sus características suponen una directa inversión de los valores del imaginario, junto con un evidente paralelismo con el Dios sin verdad del Pseudo Dionisio. La transmutación aludida se produce por el hecho de que la usual connotación negativa que tiene este símbolo por ser aquello que se opone a la luz (tradicional símbolo del conocimiento y de lo divino de acuerdo al Régimen Diurno de la imagen explicado por Durand) es subvertida en este texto al ser considerada como una entidad positiva que puede cumplir la misma función de aquello que se contrapone a ella. Esta total inversión de la actitud representativa en la que la inmersión en la oscuridad es también un camino hacia lo sagrado, es decir, hacia aquello que puede aminorar el terror y la angustia que provoca el devorador paso del tiempo y la inminencia de la muerte (que ya anunciamos en una anterior nota al pie) es propia de lo que Durand denomina el Régimen Nocturno de la imagen, el que es indicativo de toda una mentalidad, o sea, de “todo un arsenal de procesos lógicos y símbolos que se opone radicalmente a la actitud diairética, al fariseísmo y el catarismo intelectual y moral del intransigente Régimen Diurno de la imagen” (Durand: 211). A diferencia de esta última constelación del imaginario que busca mediante la antítesis, el contraste y la separación exorcizar el inevitable fluir del tiempo y la muerte basándose en un juego de imágenes antagónicas (luz-oscuridad, día-noche, bueno-malo, alma-cuerpo, etc.), el Régimen Nocturno enfrentará las tenebrosas caras del tiempo a través de otra actitud imaginativa consistente en transmutar los ídolos mortíferos de Cronos en talismanes benéficos por medio de un proceso de eufemización (constituido por la inversión del valor afectivo atribuido a las caras del tiempo que dejan de ser amenazantes, pese a que de igual modo conservan un resto de su origen aterrador) y de doble negación (procedimiento en que lo positivo se reconstituye a través de lo negativo o en el que por una negación o un acto negativo se destruye el efecto de la primera negatividad, realizándose así un verdadero vuelco dialéctico en el que “ligo al ligador, mato a la muerte, utilizo las propias armas del adversario (..) y de este modo, simpatizo con la totalidad, o una parte, del comportamiento del adversario”, Durand: 211) [9]. De esta manera, el antídoto que utilizará el Régimen Nocturno para combatir el tiempo no será ya buscado en el nivel sobrehumano de la trascendencia y de la pureza de las esencias como lo hace el Régimen Diurno, sino que en la cálida intimidad de la sustancia, en las propias profundidades del ser, donde la noche reemplaza al día y la caída se eufemiza en descenso (lo que hace que las técnicas ascensionales sean reemplazadas por técnicas de excavación). La “sombra” a la que alude Cáceres debe interpretarse entonces como parte de una espeleología espiritual enmarcada en estas coordenadas y no como la expresión de un malditismo hermético y maniqueo que glorifica lo “tenebroso” en vez de lo “claro” de lo que supuestamente se excluye (achaque recurrente de la crítica). Al revés, una búsqueda como esta centrada en dar cuenta de lo radicalmente otro por medio del desplazamiento hacia lo que no es accesible para los sentidos y la razón permite superar la visión dicotómica de la realidad y estrechar por tanto el abismo que existe entre el yo y la alteridad. En ese sentido, que esta “sombra” en la que se busca refugio y consuelo sea “ilimitada” no indica, en consecuencia, una sumisión a un orden oscuro, inconmensurable y negativo que reniega de la luz, sino que lo desconocido, que lo otro es y será inaprensible para cualquier categoría de pensamiento por su ausencia de fronteras y referentes, situación que demanda un auto-sacrificio, un vaciamiento, una transformación interior basada en la renuncia de lo conocido en la que el “yo” aislado y racional debe morir para reintegrarse o unirse en la otredad donde las discontinuidades y diferencias se disuelven.
Pero es en la última estrofa del poema donde se revela con mayor precisión quién es o cómo se denominará definitivamente a ese ser auténtico anhelado que ya se venía anunciando por medio de la imagen de la “sombra ilimitada”: “Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?/ Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso, / confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo”. Estos versos finales, que podríamos catalogar como capitales debido a que en ellos se sintetizan con absoluta claridad las razones que detonan este descenso en lo desconocido junto con sus alcances, confirman, que el viaje propuesto en Defensa del ídolo que inaugura este poema es una peregrinación o trayecto mediante el cual se pretende restablecer el vínculo roto o interrumpido con Dios o lo sagrado (un ídolo es en su definición más simple la imagen de una deidad a la que se adora puesto que contiene una verdad), intento de religación que no se afinca en ninguna convención religiosa en particular que pudiera condicionar la visión y comprensión de lo trascendente y que es fruto de una introspección radical y libre en la que se hace evidente la escisión del hombre de lo Único que constituye su verdadero hogar, situación que lo condena a la muerte y al desarraigo si no elimina las imágenes e ilusiones que lo ocultan y regresa a él.
Pero, ¿por qué el sujeto del discurso decide utilizar finalmente un concepto “estable” y “cerrado” como el de “ídolo” para referirse a lo divino y no otro que diese mejor cuenta de su radical otredad? Esta elección en una primera lectura no deja de sorprender, en especial si se considera que el ídolo es literalmente comprendido como “lo que se ve” (eidôlon), como lo representado y fijado por la mirada misma y por ello el fin de toda transparencia, de todo desbordamiento de lo visible hacia un más allá. ¿Por qué no usó por ejemplo el concepto de “ícono” que contrariamente acomete su representación de lo divino intentando volver visible lo invisible, en la medida en que convoca la mirada a sobrepasarse sin fijarse jamás sobre algo visible, pues lo visible no se presenta sino como paso a lo invisible? Respuesta: porque esta “idolización” conceptual de Dios (propia por ejemplo de aquella “ciencia” teológica cristiana –como la de Tomás de Aquino– que cree que éste es representable como objeto de la metafísica), le permite a través de su posterior negación o destrucción socavar esa concepción racional y pretenciosa de lo sagrado y demostrar la imposibilidad de reducir a Dios a nuestros esquemas de comprensión metafísica bajo la forma de una representación concreta y lógicamente establecida (realizando así un procedimiento similar a la hipernegación dionisiana). Es decir: el sujeto del discurso primero nombra o se refiere a Dios a través del concepto de “ídolo” (modo catafático), a continuación niega o anula las características recién expuestas de éste por medio del adjetivo “ignoto” que lo acompaña [10] (modo apofático), tensión irreconciliable entre ambas maneras de dar cuenta de lo divino que hace imposible llegar a una síntesis final y que invita a pensar en un Dios inconcebible e inefable, que si bien es la causa y fuente de todo, se muestra irreductible ante nuestras categorías de pensamiento al estar más allá de la afirmación y la negación, de la presencia y la ausencia (modo místico o hipernegación) [11].
De esta manera, el deseo imposible del sujeto del discurso por intentar presentar a través de la escritura un Dios inaprehensible e irrepresentable que rebasa cualquier dialéctica y antinomia (Neti neti: “ni esto ni eso”, enseñaron los Vedas subrayando que nada se puede afirmar acerca de la divinidad; “ni eso, ni esotro” escribió miles de años después San Juan de la Cruz en el dibujo que hizo de la Subida del Monte Carmelo) no sólo desliza una crítica velada a la vanidad de querer captar a lo radicalmente otro bajo las estructuras de lo conceptualizable [12], sino que más profundamente y a raíz de la anterior deconstrucción de la noción de “ídolo”, propone o avizora otra forma de entender la “muerte de Dios” tan en boga en su tiempo (y cuyas consecuencias todavía se experimentan en el nuestro). Al contrario de la interpretación nihilista (y hegemónica) de esa frase de Nietzsche que se ha entendido como el declinar o el ocaso de lo divino, lo que el sujeto del discurso estaría insinuando aquí (y a través de él Cáceres) sería que la captación de la desaparición de Dios no es producto de su fallecimiento, sino que a un momento peculiar de su manifestación basado en una especie de juego recíproco entre la plenitud y la vacuidad, en el que la presencia de lo divino luciría paradójicamente sobre un fondo de ausencia. De este modo, la “muerte de Dios” para el sujeto caceriano, contrariamente a la experiencia moderna, escondería tras de sí la posibilidad de volver a formular a Dios como cuestión, lo que no sólo lo relacionaría directamente con el pensamiento tardío de Heidegger, quien afirma que el pensar sobre el Ser es la apertura verdadera para una nueva experiencia de lo divino y que para incorporarse totalmente a dicho pensar es preciso apartarse de toda seguridad metafísica y abandonándose a lo sin fundamento, a la nada, “librarse de los ídolos que todos tenemos y en los que solemos evadirnos” (Heidegger: 13), sino que también anticiparía las ideas de pensadores más contemporáneos como Jean-Luc Marion quien declara que “la ausencia de lo divino llega a constituir el centro mismo de la pregunta por su manifestación” (El ídolo y la distancia: 32).
Ahora bien, lo anterior no evita que esta intuición persistente acerca de Dios como un otro del que no hay evidencias, sino huellas [13] (un presentimiento viejo y nuevo, como hemos visto) sea una experiencia incierta y numinosa plagada de riesgos e incertezas. Ésta convierte al discurso de Defensa del ídolo en particular y a todo discurso que pretenda abarcarlo o nombrarlo en una tarea destinada a la paradoja y a la indeterminación desde un principio, con la consiguiente angustia del sujeto, que no sólo es consciente de la infinita distancia que lo separa de Él, sino que también intuye que la alteridad no se ofrece “como una presencia positiva –como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente como la ausencia que se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en la señal que emite, para que se avance hacia ella como si fuera posible alcanzarla” (Foucault: 34). De esta manera, la tentativa de captar la trascendencia sin reducirla o suprimirla por medio de la hipernegación es la expresión de una tensión extrema hacia una exterioridad que se desvela incansablemente irreductible, es iniciar un viaje hacia el lugar de “ninguna parte” (como lo diría Thomas Merton en su extenso poema Cables to the Ace (14)), donde se instaura un lenguaje “en el que ni el no ni el sí son la primera palabra, sino la interrogación. Interrogación no teórica, sin embargo, cuestión total, desamparo e indigencia, súplica” (Derrida: 130). La desgarrada pregunta que se hace el sujeto del discurso al final del poema (“¿Qué he de hacer para besarlo?”) sería en ese sentido una clara constatación de lo anterior: ésta no sólo revelaría la radical soledad y orfandad en la que se encuentra éste y su deseo (forzosamente inconcluso) de sortear el abismo infranqueable que lo separa de lo divino para así fusionar ambos “espacios”, sino que también demostraría la imposibilidad de asir y besar esa nada desconocida, ese cuerpo ausente (15) por medio de la escritura debido a que el referente aludido permanece, estrictamente hablando, “más allá del pensamiento y del lenguaje, más allá de la experiencia ordinaria, más allá, en pocas palabras, de la verdad del sujeto presente a sí mismo en el pensamiento y el lenguaje” (Yébenes: 17).
Esta inadecuación del lenguaje referencial, esta “herida del pensamiento” (Blanchot, Thomas el oscuro: 15) que se observa en el discurso caceriano comprobaría entonces lo señalado por Harold Bloom en La Cábala y la Crítica: que toda escritura, que toda poesía, como reflejo de la catástrofe que supone el auto-exilio de Dios, es un proceso incesante, pero fallido por restituir aquello que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por sustituir la ausencia del significado original [16]. Y sin embargo, esta interpretación aún reposa sobre la certidumbre (quizás algo acomodaticia y simplificadora) de la imposibilidad. La radical ambigüedad e indeterminación en la que se funda este texto (la que se explicita en el último verso del poema cuando el sujeto del discurso señala que despliega sus palabras en “las rompientes de su alcohol de piedra”, es decir, en un espacio intersticial donde el elemento ígneo y líquido representado por el alcohol [17] se une y se separa a la vez del elemento sólido que simboliza la piedra, espacio u orilla que por lo tanto no le pertenece ni a uno ni a otro y en el que sólo queda el eco de un estruendo que surge y desaparece fugazmente) obliga a considerar, tal vez, que este éxodo inconcluso, que este intento aparentemente fracasado por representar o hacer presente por medio del lenguaje aquello que no puede ser nombrado (ya sea el significado o Dios), es, paradójicamente, la mejor manera de dar cuenta de Él al ser Éste el Abandono y el Olvido, la Retracción misma [18]. Así, el permanente enfrentamiento entre conceptos e imágenes irreconciliables que se plasma en el texto [19], junto con la progresiva pérdida del sujeto y la supresión del objeto, obedecería entonces a un intento deliberado por crear un hueco, una fisura, un espacio vacío en el lenguaje para que la “muda voz” de lo indecible hable o se exprese a través de él (proceso abierto que sólo se consumaría extratextualmente en el interior de sus potenciales lectores, quienes enfrentados a esta propuesta límite que pretende ir más allá de la presencia y la ausencia, de la afirmación y la negación, deben perderse para completar el inaudito sentido faltante que se encuentra entre o por encima de ambas opciones, experiencia incierta que no sólo les haría padecer la misma tensión que siente el sujeto del discurso, sino que también les permitiría vislumbrar o presentir, sin imágenes ni palabras, lo inconcebible e inefable, el Misterio [20]). La intensa originalidad de Defensa del ídolo (por lo menos dentro del ámbito poético chileno, ya que tentativas como ésta ya se habían realizado previamente en otras partes del mundo; baste recordar el Libro de Mallarmé, por ejemplo) radicaría por lo tanto en que el foco de su atención no estaría puesto tanto en lo que se dice sino en lo que no se dice o entrevé a través de la apertura que genera la auto-anulación de las imágenes y la negación del propio discurso. Invitación al abismo y al vacío, sí, pero a un vacío lleno semejante a un éxtasis oscuro [21].
En “Palabras a un Espejo” por su parte, el poema más antologado de Defensa del ídolo –presumiblemente por ser éste un soneto, tradicional forma poética rescatada por los modernistas que supuestamente haría más fácil la comprensión de su “extraño” contenido, el que sin embargo sigue intacto–, la infinita distancia que separa al sujeto del discurso de lo que se halla detrás del Ídolo se manifiesta dramáticamente por medio de una apelación directa dirigida hacia Él o Aquello, llamamiento que subraya tanto su vocación por encontrar el verdadero sentido de las cosas que se oculta tras lo aparente y superficial [22], como la incertidumbre que una búsqueda de estas características le genera:
Hermano, yo jamás llegaré a comprenderte;
veo en ti tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.

En mis manos te adueñas del mundo sin moverte,
con el hondo estupor de un hondo paroxismo;
e impasible me dices: “conócete a ti mismo”,
como si alguna vez dejara de creerte!...

De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;
nadie deja de amarte, todo rostro afligido
derrama su amargura dentro de tu fuente clara.

Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda a conocer su cara?
(Cáceres: 13-14)
 
Este intento de diálogo que el sujeto del discurso pretende establecer con lo indecible e inabordable frente a un espejo (diálogo que queda inconcluso debido a que la única respuesta que obtiene es un silencio atronador lleno de sentido que puede ser interpretado, nuevamente, de dos maneras contrarias: como la constatación de la ausencia definitiva de lo divino o como la paradójica manifestación de Dios como vacío o desencuentro), es revelador porque esta superficie, que actúa como un instrumento de iluminación, sabiduría y conocimiento al tener la facultad de reflectar la verdad del microcosmos y del macrocosmos al mismo tiempo (otra de las acepciones de este símbolo destacadas tanto por Chevalier: 477 como por Durand [23]), le permite no sólo conocer, sin máscaras ni mentiras, en una introspección radical, sus propios límites y el verdadero estado en el que se encuentra (un estado de “paroxismo”, aflicción y agonía cercano a la muerte simbólica que ocurrirá más adelante), sino que también le posibilita tener una visión de lo Otro frente al cual tomará, pese a su ambigüedad inherente, una actitud bien definida que decidirá su definitiva inmersión en lo incierto, inquietante territorio de umbrales y orillas donde la única certeza posible radica en el mismo hecho de transitar de un lugar a otro.
Respecto a este último punto, es notable observar que la percepción que tiene el sujeto del discurso de aquello que se cree bajo el nombre de Dios se va modificando a medida que lo reflejado por el espejo, que actúa como la superficie de las aguas, se va “clarificando” progresivamente [24]. En una primera instancia éste le devuelve, como es de esperar, una imagen familiar: la de él mismo, situación que explica la razón por lo cual éste lo denomina inicialmente como “hermano”. Sin embargo, esta figura cercana y accesible pronto se difumina y contradice en el discurso tanto por la inmediata declaración del sujeto que señala que jamás llegará a comprenderlo (negación que no sólo cuestionaría su propia capacidad para percibir lo Otro y por ende la posibilidad de representarlo a través del discurso, sino que también la misma facultad del espejo de reflejar la verdad, relativizando lo dicho anteriormente, a no ser que Éste sea justamente lo No-Identificable por antonomasia [25]), como por el posterior surgimiento de una serie de imágenes que van en contra de esa noción que minimiza, ilusoriamente, las incertidumbres. Lo anterior se produce específicamente a través de dos figuras que transfiguran abruptamente su propio reflejo, el que adquiere de un momento a otro extrañas características que hacen que éste pierda sus rasgos humanos, dando paso a lo indefinido (repitiéndose así el mismo proceso deconstructivo que se viera en “Mansión de Espuma” en torno al concepto de Ídolo, pero en este caso aplicado a la representación del “yo”). Estas figuras, que fragmentan y borran el reflejo del sujeto entreabriendo a partir de sus despojos una grieta que proporciona una visión del inconmensurable Misterio, se explicitan en el siguiente pasaje: “veo en ti tan profundo y extraño fatalismo, / que bien puede que fueras un ojo del Abismo, / o una lágrima muerta que llorara la Muerte”. Esta visión de lo Otro cuya inaudita profundidad y “fatalismo” [26] hacen que el sujeto del discurso lo compare con el abismo y la muerte (quizás de todas las palabras que ofrece el lenguaje las más apropiadas para referirse a lo que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad) es particularmente significativa no sólo porque en ésta se manifiesta de manera expresa la vacilación que experimenta el sujeto al tratar de comprender y de verbalizar aquello que precisamente no puede serlo (vacilación que se subraya por la conjugación del verbo ser en un tiempo especialmente ambiguo, este es el pretérito imperfecto del modo subjuntivo), sino que también porque estas figuras “extrañas” y “oscuras” que delinean o configuran indirectamente la visión de lo que está afuera o más allá del propio ser, le confirman (pese a que éstas son sólo aproximaciones de algo que permanece inalterablemente aparte u oculto) que la única vía para acceder a lo que por definición no tiene referente consiste en abandonarse en la pura indeterminación, sacrificando por ello no sólo todo saber sino que la vida misma (por lo menos tal como era ésta hasta entonces).
Este arriesgado salto al vacío, que no asegura nada y que va en contra de cualquier lógica racional, se sustenta sin embargo en la frágil y paradójica apuesta de que en las honduras de ese centro o espacio velado (que ni siquiera puede establecerse con exactitud si existe o no al rebasar la clásica distinción presencia/ausencia), se encuentra el verdadero sentido de las cosas, es decir, aquello que puede explicar lo inexplicable y que puede aminorar el dolor que supone estar separado de la plenitud al permitir el reencuentro con ella: “De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;/ nadie deja de amarte, todo rostro afligido/ derrama su amargura dentro de tu fuente clara”. Frente a esta “promesa” de reintegración con el cosmos (promesa que sin embargo se funda en nada) el sujeto del discurso manifestará en la última parte del poema su definitiva decisión de cruzar el umbral que lo llevará al encuentro con lo incierto mediante la expresión de la máxima entrega y renuncia: la desnudez. Este estado iniciático, que se anuncia específicamente en el texto cuando el sujeto señala que su cuerpo ha perecido para que su “alma desnuda” pueda conocer su verdadero rostro, no sólo revela su irrevocable deseo de otredad, sino que está preparado para cumplir con el mandato tácito que este extraño sendero le demanda en este punto de extrema tensión: morir, es decir, abandonar su anterior vida (y con ello sus creencias, saberes y hasta su propia identidad) para nacer nuevamente, sin trabas ni distancias, en el mismo Misterio, que concibe como su auténtico origen [27]. La aniquilación del último vestigio de su “yo” (su misma alma) será la marca concluyente que determinará si este anhelado y temido paso final es llevado a cabo o no por parte de él.
La tan esperada consumación de la muerte simbólica del sujeto (y por ende de su entrada definitiva al Misterio) se efectúa, finalmente, en el poema que se titula “Anclas Opuestas”. En éste la representación de su inexorable desplazamiento al reino interior donde habita lo indecible e inabarcable se expresa mediante un discurso entrecortado y desestructurado que trastoca el tiempo y el espacio, el que no sólo acentúa la vertiginosidad de su descenso (que en este punto se asemeja a una caída libre), sino que revela también las dificultades y contradicciones que se presentan en el lenguaje al tratar de transmitir esa experiencia imposible [28]:

Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros
(mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.

(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez.)
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros
(propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos
(y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante
de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada
(de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí…
(Cáceres: 19-20)
 
La manifiesta intención del sujeto del discurso por expresar en este poema nada menos que su muerte y posterior segundo nacimiento en lo infinitamente-otro (ambas experiencias que por definición son inalcanzables e inenarrables en vida) hace que en este texto la tensa y permanente dialéctica presencia/ausencia que hemos venido observando e interpretando a lo largo de esta obra se muestre en su máxima expresión, la que, como es de esperar, saca de quicio al discurso no sólo porque éste es despojado en todo momento de lo dicho, sino que del mismo poder de enunciarlo (situación que convierte a esta representación más que en un extático reingreso a la raíz de todo, en un salto hacia el vacío, a la pura incertidumbre –acaso el verdadero indicador de la entrada a lo que no puede tener ni concepto ni identidad). Desde el escueto, pero rotundo anuncio de que “el camino ha muerto” que encabeza el texto (señal inequívoca de que el sujeto del discurso ha traspasado el último límite que lo separaba de lo trascendente por medio de su propio deceso, el cual le permite, paradójicamente, relacionarse directamente con aquello e iniciar de este modo una nueva vida desprendida de “los atuendos más externos de su ser”, Gomes: 27) estas contradicciones se hacen presentes: la conjugación verbal con la que está estructurada esta oración (en pretérito perfecto) indica que esta acción, que este cruce a lo insondable, ya sucedió, y que por lo tanto estas palabras forman parte de un instante inmediatamente posterior, que como tal, no da cuenta del momento exacto en que ambos “espacios” se fusionaron, sino que revela los efectos que este hecho le genera al sujeto en el presente o “ahora”, los cuales pueden sintetizarse por la angustiosa sensación de estar perdiendo la identidad para convertirse en lo otro (sensación de vértigo que se explicita y desarrolla a continuación a través de la figura de un automóvil que se interna a velocidades impensables en el “helado camino de las ánimas” [29]). Este obligado paso ulterior, este desfase que hace que el momento preciso en que acontece la unión del sujeto con la absoluta alteridad o Dios sea inaccesible para el lenguaje origina, nuevamente, el enfrentamiento de dos interpretaciones antagónicas que imposibilitan la obtención de una síntesis final que pueda aunarlas, indefinición que no sólo acrecienta la ambigüedad del texto al no encontrarse en éste un sentido unívoco en el que se pueda sostener una certidumbre, sino que también el desamparo del propio sujeto del discurso, quien, pese a señalar que ha atravesado el umbral que le permitirá reencontrarse con el objeto de su deseo, se siente “estrechamente solo”.
De acuerdo a la primera, este retardo comprobaría lo que planteara más atrás Harold Bloom, es decir, que toda creación poética es un proceso incesante, pero fallido por verbalizar aquello que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por restaurar la presencia de aquello que se oculta y se fractura en cada representación como resultado de su propio auto-exilio: el significado trascendente u original que en última instancia es Dios. Esta omisión (hábilmente sorteada en el texto) sería entonces un testimonio más de la diáspora y ausencia del sentido, de la incapacidad del lenguaje humano para llenar el vacío que supone su irremediable pérdida, de la permanente suspensión de la plenitud que se anuncia pero nunca acontece. Para la segunda lectura en cambio, este silencio, esta imposibilidad de dar cuenta por medio de las palabras del momento y del espacio donde se da la unición del sujeto con lo divino, no es la manifestación de un fracaso o de una catástrofe, sino que sería, contraria y paradójicamente, la manera más adecuada para expresar dicho encuentro con lo absolutamente otro, con aquello que está radicalmente antes de todo pensamiento, lenguaje o verdad. La indecibilidad de tal misterio obedecería desde esta perspectiva a una renuncia deliberada por intentar captar (y reducir) ese más allá previo e inimaginable bajo las pobres estructuras de lo conceptualizable y al consiguiente deseo de que éste emerja sin mutilaciones a través del único recurso que puede evocar su invisible visibilidad, su absoluta ausencia de límites: el espacio en blanco. Esta máxima expresión de anulación y despojo indicaría por lo tanto que el desistimiento de revelar en el texto el señalado encuentro con lo desconocido correspondería más que a una imposibilidad, a un intento por “describirlo” con mayor veracidad a través de la creación de una fisura infranqueable que no sólo conciliaría cualquier dicotomía o contradicción [30], sino que permitiría atisbar sin develar a un Dios que no se inscribe en ningún horizonte representable [31]. Aún así, la inaudita confluencia en el texto de dos puntos de vistas tan radicalmente opuestos para interpretar un mismo fenómeno hace que ni siquiera esta lectura que ofrece una nueva percepción de lo trascendente pueda ser aceptada sin dudar (incluso si ésta se genera a partir de la auto-conciencia de la indigencia de la comprensión y del lenguaje). De lo otro no sabemos nada, de aquello no tenemos conciencia alguna. Todas las tentativas que pretendan apresar y explicar su irreductible alteridad, su infinita desmesura (incluidas aquellas que bordean los límites de lo ininteligible) serán precisamente eso: intentos o aproximaciones, que como tales, siempre ignorarán o escamotearán alguno de sus elementos. La única certeza que podría extraerse de este incierto salto al vacío sería entonces que la búsqueda del sentido, del significado o Dios es una tarea que está abocada desde el comienzo a la paradoja y a la incompletitud, al incesante enfrentamiento de ideas e imágenes contrarias, a la desgarrada constatación de que en medio de ellas siempre habrá algo que se escapará a toda determinación. Ni apertura ni cerrazón: la lacerante cuestión que hiere al intelecto y a la escritura de los místicos no sería por lo tanto solamente que su meta, es decir, ese Dios sin verdad, ese Ídolo ignoto no puede ser identificado, sino que esa misma circunstancia hace que su itinerario desestabilice y favorezca las orillas, los umbrales, los momentos de tránsito, en fin, lo que no es ni lo uno ni lo otro, siendo este cruce, intersticio o no-lugar lo único verificable y/o revelable, tal como el sujeto del discurso lo expresara al final del poema cuando señalara que la ruta seguida por el automóvil (figura con la que representa su entrada definitiva al Misterio) atestigua “las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí”, evidenciándose que él se encuentra en un punto incierto donde lo humano y lo divino conceptualizable se une y se separa a la vez, no perteneciendo a ninguno de estos dos espacios (idea ya planteada desde el título del texto). Lo anterior confirmaría lo dicho más atrás, es decir, que el propósito de Cáceres (y él de todos sus temerarios predecesores) sería lanzarse y lanzarnos a un inquietante territorio donde se está sin estar y del que nada se sabe y puede decirse con tal de que experimentemos la extrañeza sin poder reducirla o suprimirla, radical experiencia de sustracción y desligamiento que sería paradójicamente el verdadero camino que nos reconduciría a Dios, a lo que está más allá de todo [32].


Manuel Naranjo Igartiburu (Santiago, 1978). Licenciado en Literatura Hispánica por la Universidad de Chile y Magíster en Literatura Hispanoamericana Contemporánea por la Universidad Austral de Chile. Ha publicado algunos artículos, cuentos y reseñas en revistas como Cyber Humanitatis, de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile y Taller de Letras de la Facultad de Letras de la Universidad Católica. Actualmente cursa el programa de Doctorado en Ciencias Humanas mención Discurso y Cultura de la Universidad Austral de Chile.


Notas

1. Esta ponencia fue presentada en el marco del Primer Congreso Interdisciplinario en Estudios Antiguos, Medievales y Coloniales que se realizó en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile entre los días 14 y 16 de noviembre de 2012. Asimismo, ésta es un extracto de mi trabajo –en curso– de tesis doctoral, el que se ha llevado a cabo con el apoyo del programa de becas para estudios de doctorado de Conicyt (folio 21130344).

2. Un ejemplo de esta mirada se refleja en el siguiente comentario: “Estamos ante una poesía que presenta una mirada metafísica de la realidad. Versos impregnados de oscuras visiones; versos cargados de soledad y dramatismo; a los que hay que sumarle la impronta trágica de su existencia real, con lo que Omar Cáceres ha pasado a ser parte del linaje de los poetas secretos, es decir, es uno más de la cofradía de los videntes” (Ahumada: 3).

3. Véase por ejemplo La visión abierta. Del mito del Grial al surrealismo de Victoria Cirlot y Cábala y poesía. Ejemplos hispánicos de Elisa Martín Ortega.

4. Dos notables estudios que demuestran, analizan e interpretan la ligazón que existe entre el pensamiento de Pseudo Dionisio y el de estos autores son Figuras de lo imposible: Trayectos desde la mística, la estética y el pensamiento contemporáneo de Zenia Yébenes Escardó y Flight of the Gods: Philosophical Perspectives on Negative Theology de Ilse N. Bulhof y Laurens ten Kate (eds.), por ejemplo.

5. Esto se demuestra en los consejos que éste le brinda a Timoteo en la Teología mística: “Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a lo inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado tu entender y esfuérzate por subir lo más alto que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo ser y de todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro alejamiento de ti mismo, arrojándolo todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta el divino rayo de tinieblas de la divina Supraesencia” (Pseudo Dionisio Areopagita: 371; las cursivas son mías).

6. El replanteamiento de la construcción del “yo” poético mediante el descenso a las profundidades donde se encuentra lo “verdadero” o lo “trascendente” no es ni lejanamente una empresa novedosa, sino que ancestral (dentro de la tradición literaria occidental los ejemplos abundan: la Noche oscura de San Juan de la Cruz, los Himnos a la noche de Novalis o los trabajos de William Blake, reflejan el mismo patrón “descendente” aunque surgieron en distintos contextos de producción; en el caso de la tradición literaria nacional, las Residencias en la tierra de Pablo Neruda, Vigilia por dentro de Humberto Díaz-Casanueva y Orfeo de Rosamel del Valle también se mueven en coordenadas similares, a pesar a sus matices). Esta concepción del descenso como un camino hacia lo absoluto (concepción que puede rastrearse desde los gnósticos para quienes subir o descender equivale a lo mismo) ha sido interpretada desde variadas perspectivas. Por ejemplo, Aldous Huxley en La filosofía perenne señala que la búsqueda del “Yo Interno” en las honduras del alma (“Yo” que se diferencia del yo del raciocinio, de la voluntad y del sentimiento) obedece, en el fondo, a la búsqueda de la Base inmanente y trascendente de todo ser o Dios que subyace tras todas las cosas, Base o Dios que pese a estar presente en todo, “sólo es presente a ti en la parte más honda y más central de tu alma” (William Law citado por Huxley: 10). Gilbert Durand por su parte dice en Las estructuras antropológicas del imaginario que el descenso es uno de los símbolos fundamentales de lo que él denomina como Régimen Nocturno de la imagen, y dentro de él, de los “símbolos de la inversión” (entre los que se cuentan también la noche, el vientre, etc.). Éstos últimos realizan, mediante un proceso de eufemización y de doble negación que detallaremos a continuación, una transmutación directa de los valores del imaginario al invertir la visión tradicional del universo y por lo tanto del lugar donde se halla lo sagrado (es decir, aquello que puede exorcizar los terrores que produce la muerte): éste ya no se encuentra en el “cielo” o en las alturas como en el Régimen Diurno de la Imagen, sino que en las antípodas del sol, en un centro íntimo y frágil ubicado en lo profundo, centro que es lentamente penetrado para “remontar el tiempo y encontrar las quietudes prenatales” (Durand: 211).

7. Rudolf Otto explica que lo “santo” (término que en su obra es equivalente a lo sagrado) contiene un excedente de significación que se sustrae a la razón y que es inefable, lo que requiere de una categoría explicativa y valorativa especial: la categoría de lo numinoso (neologismo a partir de la palabra latina “numen” que significa “presencia” y que Otto reutiliza para describir al ser sagrado supremo a quien todas las religiones intentan conocer). Según él la experiencia de lo numinoso, vinculada a lo más hondo e íntimo de toda conmoción religiosa intensa, es básicamente una experiencia no-racional o el presentimiento cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad. Esta concepción de Dios como lo otro inexplicable para la razón, pero perceptible por los sentimientos y por la intuición hace que la experiencia de lo numinoso sea una experiencia de “misterio tremendo”, misterio que es a la vez terrorífico y fascinante: “De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el ánimo del hombre primitivo ha salido toda la evolución histórica de la religión” (Otto: 25).

8. La significación simbólica del diluvio (que se presenta reiteradamente a lo largo de este texto por medio de una lluvia implacable) mantiene en Defensa del ídolo el mismo carácter ambiguo o no definitivo que tradicionalmente se le otorga. Si bien es un símbolo de regeneración y de purificación que augura una nueva conciencia, una nueva era (“Un diluvio no destruye sino porque las formas están usadas y agotadas, pero lo sucede siempre una nueva humanidad y una nueva historia (…) El diluvio purifica y regenera como el bautismo, es un inmenso bautismo colectivo, decidido, no por una conciencia humana, sino que por una conciencia superior y soberana”, Chevalier: 419), es también un símbolo de destrucción y castigo que remarca la fragilidad y precariedad de la condición humana cuyo desamparo se acentúa aún más al ser éste una manifestación de los inescrutables designios de Dios, supuesto fundamento de la vida. La indeterminación que Cáceres muestra entre estas dos concepciones opuestas (en la que el diluvio es advenimiento y exterminio a la vez) es otra muestra de que su decir se ubica en un intersticio o no-lugar que intenta rebasar los binarismos en los que se asienta la cultura occidental con tal de dar cabida a lo inimaginable, a lo que está más allá de la razón (paradójica raíz de todo).

9. Las coincidencias (mas no igualdad) entre este procedimiento consistente en negar lo negativo para instalarse en una quietud cósmica de valores invertidos, de terrores exorcizados y la hipernegación dionisiana son sorprendentes, en especial si se considera que Durand en ningún momento cita la obra del Areopagita para elaborar su arquetipología general.

10. El “ídolo”, al ser una imagen específica y delimitada de lo divino, es un fin en sí mismo; si bien su esplendor fascina y cautiva la mirada precisamente porque en él no se encuentra nada que no se deba exponer a la mirada, hace que su contemplación se detenga y agote en él, impidiendo que la mirada “penetre ya las cosas ni las vea en su transparencia” (Marion, Dios sin el ser: 29). En ese sentido, que este “ídolo” sea “ignoto”, o sea desconocido y por tanto invisible, contradice y desbarata tal concepción, relativizándola. Así, esta figura operaría igual que un oxímoron.

11. “Toda la tensión entre la teología catafática y apofática recorre la teología simbólica, como enfatiza continuamente Dionisio, porque en el símbolo sensible, en su necesidad e imposibilidad, no sólo se expone la dialéctica de la doctrina de Dios, puesto que Dios es y debe ser todo en todo y nada en ninguna cosa, sino también la doctrina del hombre (…) Es su grandeza y su tragedia estar inmerso en la estética del mundo de las imágenes y, al mismo tiempo, tener irresistiblemente que disolver toda imagen a la luz de lo inimaginable y tener que abrazar ambas sin poder llegar a una síntesis final” (Von Balthasar citado por Yébenes: 55).

12. Crítica compartida por Derrida: “El concepto supone una anticipación, un horizonte en el que la alteridad se amortigua al enunciarse, y dejarse prever: lo infinitamente-otro no se enlaza en un concepto, no se piensa a partir de un horizonte, que siempre es horizonte de lo mismo, la unidad elemental en la que surgimientos y sorpresas vienen a ser acogidos siempre por una comprensión, son reconocidos” (129).

13. “La vida se protege a sí misma mediante la repetición, la huella, la diferencia (…) es necesario pensar la vida como huella” (Derrida: 280). Pensar en consecuencia la escritura como huella, como ceniza, es “pensar la vida como escritura de la muerte y preceder y deshacer la determinación que constituye el presupuesto de fondo de la metafísica occidental: el ser como presencia. La presencia está siempre afectada por la ausencia, la vida es texto, es decir, postergación y no inmediatez. Es huellas, no presencia plena” (Yébenes: 20).

14. “Desierto y vacío (…) Pobreza absoluta del Creador. No obstante de esta pobreza emerge todo (…) Todas las cosas nacen de esta Nada desierta. Todas ellas quieren regresar a ella y no pueden. Porque ¿quién puede volver a «ninguna parte»? No obstante, en cada uno de nosotros hay un lugar que es un no lugar en medio del movimiento, una nada en el centro del Ser (…) Si buscas este lugar, no lo encuentras. Si cesas de buscarlo, está ahí (…) Si te contentas en perderte te encontrarás sin saberlo, precisamente porque te has extraviado, porque estás, finalmente, en ninguna parte” (citado por de Pascual: 34).

15. La erótica del Cuerpo-Dios que se presenta recurrentemente en los textos de los místicos no es simple coincidencia: tanto la mística como la erótica se “refieren a la «nostalgia» que responde a la desaparición progresiva de Dios como único objeto de amor. También son los efectos de una separación” (de Certeau: 14).

16. "La gran lección que la Cábala puede enseñarle a la interpretación contemporánea consiste en que el significado de los textos del retardo es siempre un significado errante, tal como los judíos del retardo fueron un pueblo errante. Va errante el significado, como la humana tribulación o el error, de texto en texto, y, dentro de un texto, de figura en figura” (Bloom: 82).

17. El alcohol simboliza “la energía vital, que procede de la unión de los dos elementos de signo contrario, el agua y el fuego” (Chevalier: 72).

18. Dios no sería en ese sentido “Vida y Eternidad (pues que la ortodoxia cristiana parece escamotear la muerte al verla espacialmente como un Más Allá), sino Muerte: acción de dar muerte, cortando abruptamente el tiempo y los tiempos: línea retenida en segmento, en sección. Sin posibilidad ulterior de extensión y expansión: cortocircuito del tiempo” (Duque: 175).

19. Enfrentamiento que también se observa en el título del poema cuya imagen puede interpretarse de dos maneras completamente opuestas al mismo tiempo. En una lectura “positiva”, ésta sería una figura esperanzadora y tranquilizadora debido a que la “mansión” (una hiperbolización del concepto de “casa”) es un símbolo que ha sido entendido tradicionalmente como un espacio de protección ante las amenazas del mundo (la “casa” es, tanto para Bachelard como para Durand, una de las imágenes más importantes de lo que ellos han llamado “espacios del cobijo” y “símbolos de la intimidad”, respectivamente). La relación que esta “mansión” establece con el elemento líquido que representa la “espuma” hace que esta figura sea además isomorfa con el símbolo del “barco” que para Durand es una “morada sobre el agua” (Durand: 257), por lo que este espacio cerrado e íntimo se transformaría también en un medio que le permitiría al sujeto del discurso navegar a través de las aguas provocadas por el diluvio antes señalado, sobreviviéndolo. Sin embargo, esta figura puede ser igualmente interpretada desde un punto de vista catastrófico, en especial si se toma en su sentido literal. En efecto, que una “mansión” (un espacio de resguardo, como hemos visto) sea de “espuma”, es decir, de un conjunto de burbujas que se forman y se desvanecen rápidamente en la superficie de un líquido, no sólo pone en duda su capacidad para resistir los embates del exterior, sino que contradice su misma condición de refugio (el cual sólo sería aparente). Así, en este título la seguridad y la incertidumbre cohabitan simultáneamente en una tensa dialéctica que imposibilita llegar a una síntesis final y que invita a pensar en el hiato que se produce entre ellas, espacio en blanco donde reside el verdadero sentido.

20. Este carácter inconcluso de la obra de Cáceres, que “obliga” a los receptores a que asuman un papel activo en su lectura, comprueba la idea de Umberto Eco acerca de que las obras más representativas de la Época Contemporánea son “abiertas” o por acabar.

21. “La mística oscila entre la pasión del éxtasis y el horror del vacío. No se puede conocer la primera sin haber conocido el segundo. Ambos suponen una ardua voluntad de «tabla rasa», un esfuerzo hacia una vaciedad psíquica... El alma, una vez madura para una vacuidad duradera y fecunda, se eleva hasta la desaparición total. La conciencia se dilata más allá de los límites cósmicos. La condición indispensable del estado de éxtasis y de la existencia del vacío es una conciencia privada de todas las imágenes. No se ve ya nada fuera de la nada, y esa nada es todo. El éxtasis es una presencia total sin objeto, un vacío lleno. Un estremecimiento atraviesa la nada, una invasión de ser en la ausencia absoluta. El vacío es la condición del éxtasis, como el éxtasis es la condición del vacío” (Cioran: 15; las cursivas son suyas).

22. El espejo refleja simbólicamente “la verdad, la sinceridad, el contenido del corazón y de la conciencia”, Chevalier: 474, entre otras ricas significaciones –a veces contradictorias– en las que ahondaremos a continuación.

23. Para Durand el espejo, como símbolo de la inversión, duplica la imagen del universo de manera invertida, por lo que éste estaría íntimamente ligado a las imágenes del descenso y la profundidad donde lo trascendente se concibe como un abismo. Para ejemplificar lo anterior cita el siguiente fragmento de Víctor Hugo: “cosa inaudita, es adentro de uno donde hay que mirar el afuera. El profundo espejo sombrío está en el fondo del hombre. Allí está el claroscuro terrible (…) Al inclinarnos sobre ese pozo (…) percibimos a una distancia abismal, en un círculo estrecho, el mundo inmenso” (Durand: 217).

24. La analogía agua-espejo también es tratada por Chevalier. Éste señala al respecto que “el espejo, lo mismo que la superficie de las aguas, se utiliza en adivinación para interrogar a los espíritus. Su respuesta a las preguntas realizadas se inscriben en él por reflexión” (Chevalier: 476).

25. Cabe señalar que el espejo en ciertas tradiciones (como la hindú, por ejemplo), contrariamente a lo que se ha señalado hasta el momento, no refleja la verdad sino que lo ilusorio, es decir, la sucesión de las formas, la duración limitada y siempre cambiante de los seres (“la luz se refleja en el agua, pero de hecho no la penetra; así hace Shiva”, Chevalier: 475). La proyección que éste haría de la luz o de la realidad entrañaría, por tanto, un cierto aspecto de ilusión, de mentira con respecto al Principio. El hecho de que Cáceres juegue simultáneamente con estas dos significaciones contrapuestas (de acuerdo a las cuales el espejo sería a la vez un instrumento de revelación y ocultamiento) demuestra, una vez más, que la totalidad del discurso de Defensa del ídolo se estructura sobre la base de paradojas y contradicciones en un intento por vislumbrar lo que se encuentra entre ellas: el irreductible e indecible murmullo del afuera.

26. Aspecto decreciente o menguante que puede relacionarse con lo que se “ensombrece”, con lo que se presenta fugazmente para luego desaparecer (dejando sólo sus huellas).

27. “En la óptica tradicional, la desnudez del cuerpo es una suerte de retorno al estado primordial, a la perspectiva central: esto ocurre a los sacerdotes del Shintō que purifican su cuerpo desnudo al aire puro y glacial del invierno; a los ascetas hindúes vestidos de espacio; a los sacerdotes hebreos que penetran desnudos en el Santo de los Santos, para significar su despojo ante la proximidad de los misterios divinos; es la abolición de la separación entre el hombre y el mundo que lo rodea, en función del cual las energías naturales pasan de uno a otro sin pantallas” (Chevalier: 412). Los gnósticos por su parte ven a la desnudez como un símbolo del ideal a alcanzar. Se trata en este caso de una desnudez del alma que rechaza el cuerpo, su vestidura y su prisión, para hallar de nuevo su estado primitivo y ascender a sus orígenes divinos (véase el Evangelio según Tomás, sentencias 21-27).

28. La experiencia de la muerte es irrealizable e irrepresentable debido a que ésta es “una experiencia de la no experiencia, en tanto que se trata de una conciencia extrema, la conciencia de que no se puede salir de la conciencia, de que la conciencia es sin salida. La experiencia es desde aquí lo imposible, la presencia nunca presente sino siempre desaparecida y convertida en ausencia, para el conocimiento que querría captarla” (Yébenes: 42; las cursivas son suyas).

29. La elección de este moderno medio de transporte no debe interpretarse sin embargo simplemente como un resabio de la fascinación de los futuristas por las nuevas máquinas creadas por el hombre (embelesamiento que el sujeto del discurso innegablemente comparte hasta cierto punto, particularmente por la velocidad que este vehículo alcanza), ya que detrás de él se esconde un profundo simbolismo que se enlaza con arcanas representaciones. Como lo señala Durand, en “la conciencia contemporánea modernizada por el progreso técnico, a menudo la barca es remplazada por el automóvil, o incluso el avión (…) El automóvil es un equivalente, en cuanto refugio y abrigo, de la navecilla romántica” (Durand: 259). El automóvil sería, de esta manera, un símbolo de la intimidad que no sólo garantizaría la seguridad en un viaje peligroso, sino que representaría también la “evolución en marcha” (otro aspecto destacado por Chevalier: 153).

30. “La blancura, más allá de todo color, diluye el dilema entre lo visible y lo invisible” (Cirlot, “La visibilidad de lo invisible: teofanía e interioridad”: sin paginar).

31. Lo otro “viene de otra parte y siempre está en parte distinta de esa donde estamos, pues no pertenece a nuestro horizonte ni se inscribe en ningún horizonte representable, de modo que lo invisible sería su «jugar», a condición de entender con esto: todo lo que se desvía de lo visible y lo invisible” (Blanchot, El diálogo inconcluso: 185).

32. Experiencia del des-ligarse que reactualizaría lo ya señalado por el Pseudo Dionisio: “(…) Y luego se desliga él de todo lo que puede ocurrir y lo que ve -hundiéndose en la verdadera oscuridad mística del no-conocer, en la que se cierra el ojo interno a toda aprehensión cognoscente, entrando en lo completamente inaprehensible, completamente invisible, perteneciendo al que está más allá de todo, sin pertenecer a nadie más, ni a sí mismo, ni a otro, unido a lo más alto de él, a lo totalmente incognoscible (en la más elevada forma)- a través de la suspensión de todo conocimiento, conociendo sobre-espiritualmente y guiándose por lo que no conoce” (citado por Holzapfel: 86).



Bibliografía

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- Blanchot, Maurice: El diálogo inconcluso. Caracas, Monte Ávila, 1996.
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- Chevalier, Jean: Diccionario de los símbolos. Barcelona, Herder, 1986.
- Derrida, Jacques: La escritura y la diferencia. Barcelona, Anthropos, 1989.
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- Duque, Félix: La estrella errante. Estudios sobre la apoteosis romántica de la historia. Madrid, Ediciones Akal, 1997.
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- Foucault, Michel: El pensamiento del Afuera. Valencia, Pre-Textos, 2004.
- Gomes, Miguel: “El viaje interior de la vanguardia: Defensa del ídolo de Omar Cáceres”. En Revista Mapocho, núm. 41, 1997.
- Heidegger, Martin: ¿Qué es metafísica? 
- Holzapfel, Cristóbal: Deus Absconditus. Santiago, Dolmen, 1996.
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- Marion, Jean-Luc: Dios sin el ser. Pontevedra, Ellago Ediciones, 2010.
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- Pascual de, Francisco R.: “Thomas Merton: Desierto”. 
- Tomás, Dídimo Judas: El Evangelio según Tomás
- Vega, Amador: “Antoni Tàpies: Negatio Negationis. Un espacio de meditación y silencio”. En Cirlot, Victoria y Vega, Amador (eds.): Mística y creación en el siglo XX. Barcelona, Herder, 2006.
- Yébenes Escardó, Zenia: Figuras de lo imposible: Trayectos desde la Mística, la Estética y el Pensamiento contemporáneo. Barcelona, Anthropos, 2007.

[Apuntes sobre el fin del mundo]. Por Víctor Quezada

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¿Qué se pone en juego en las ficciones sobre el apocalipsis? Examinando distintos objetos: La guerra de los mundos en dos de sus versiones fílmicas, Nunca(Emecé Cruz del Sur, 2012), la primera novela de Patricio Urzúa, el siguiente texto escrito por Víctor Quezada trata de responder a esa pregunta. 


Apuntes sobre el fin del mundo

La característica fundamental del apocalipsis es que el mundo no se acaba nunca.

En La guerra de los mundos (1898), a pesar de la impenetrable fortaleza de los marcianos, estos son vencidos. Por otro lado, una trama del fin del mundo en que el mundo se acabe es, al parecer, inconcebible.

En War of the worlds (2005), la adaptación de Spielberg, ¿qué es lo que el apocalipsis pone en peligro? La familia, el núcleo familiar.

Una trama apocalíptica:
-la familia entra / está en crisis.
-corre el riesgo de ser separada / es efectivamente separada.
-es puesta a prueba, en peligro vital.
-en la necesidad (de salvar la vida; no sólo la propia vida, sino una idea donde vivir), la familia se reconstruye y con ella, un mundo anterior a los discursos, un mundo más humano: el que representaría la institución familiar.

El del apocalipsis es un discurso moralista y conservador (un discurso de la clase media).

(Pensar de otro modo). El apocalipsis no pone nada en peligro. 
Si es la familia la que termina fortalecida, la trama apocalíptica es una reacción contra la disolución del núcleo familiar; actúa a la manera de un juez de la historia, con sus máquinas de justicia y ajusticiamiento. Tecnología por la que la trama apocalíptica se transforma en una trama del exterminio: todo elemento ajeno (alius: distinto, diferente, otro) a la construcción familiar resulta desaparecido.

La trama apocalíptica, en su versión del exterminio, construye una tópica de la desaparición (a manera de resistencia, oposición, contrapartida).

La trama apocalíptica en War of the worlds (2005) resulta de la naturalización de un discurso conservador; el apocalipsis es una de sus herramientas.

El apocalipsis (sin ninguna duda en la versión de Spielberg) es instrumento de una ideosfera conservadora (Barthes. Lo Neutro, 2004 [1978]) que naturaliza la constitución del núcleo familiar heteronormativo y, además, desliza una amenaza de exterminio (o su efectiva consumación), pues la violencia de esa ideosfera es tal que podría acabar con todos nosotros, los que pretendemos vivir fuera de la ley que engendra.

¿Qué es lo que el apocalipsis pone en peligro?
El otro (en cualquiera de sus formas).

*

Así como en el libro de Wells, en la versión fílmica de 1953 (dirigida por Byron Haskin) el peligro viene de afuera, es absolutamente otro (alienígena, alius); en la versión de 2005, en cambio, si bien la invasión proviene del espacio exterior, la maquinaria restitutiva estuvo bajo tierra desde antes de la historia.

¿Qué se intentaba exterminar en el libro? El saber científico (de cuño positivista) que cree (con vanidad) comprender el mundo (y la vida) como un objeto.

Recordemos esa escena en la versión de 1953 en la que el protagonista, el Dr. Forrester, logra arrancar, hacha en mano, uno de esos temibles ojos-cámara del resto de la máquina-panóptico. Su propósito es investigar la tecnología alienígena para encontrar un medio de combatirla.
Ray Ferrier (obrero portuario y mal padre), protagonista de la adaptación de Spielberg, corta el ojo con un hacha para salvar a su hija y conservar esa idea donde vivir. El ojo destruido queda en el suelo; en la versión de Haskin es posteriormente un objeto de estudio.

No es, sin embargo, el discurso científico o el militar los que derrotan a los marcianos, estos mueren por su exposición abrupta a la atmósfera de la tierra, a sus micro-organismos, los virus y bacterias a los que el discurso de lo humano es inmune. A pesar de su inteligencia y tecnología superiores, los marcianos caen derrotados por un resto específicamente humano (mezcla turbia de evolucionismo y trascendencia): la historia y su fin como capacidad de adaptación.

Podríamos decir, también, que los marcianos caen muertos, uno a uno, contagiados de excepción humana.

…la concepción de humanidad que sirve de ayuda a una parte no desdeñable de aquellos que se proponen estudiar al ser humano desde una perspectiva filosófica o en su dimensión social y cultural opone una negativa categórica y radical a esa comprobación [que la unidad de la humanidad es la de una especie biológica entre otras]. Ella afirma que el hombre constituye una excepción entre los seres –o el ser, a secas-. Esta excepción, nos dice, se debería al hecho de que, en su esencia propiamente humana, el hombre poseería una dimensión ontológica emergente, en virtud de la cual trascendería a la vez la realidad de las otras formas de vida y su propia “naturalidad”. Propongo llamar a esta convicción la tesis de la excepción humana. (Jean Marie Schaeffer. El fin de la excepción humana, 2009).

Naturaleza. No por nada una de las diferencias entre ambas adaptaciones del libro de H. G. Wells es la validez y presencia de los discursos institucionales.
Mientras en la primera (1953) el protagonista es el ciudadano (o la idealizada figura del ciudadano) norteamericano que necesita justificar su intervencionismo político, en la segunda (2005), es la crisis familiar del individuo. ¿Cómo se supera la crisis? A través de un mecanismo de restitución que simula la clausura de cualquier discurso ideológico proponiendo el mito de la familia como fundador de “lo humano” (y ajeno a la animalidad).

*

…según una investigación en curso, se descubriría que muchos jóvenes ejecutivos carecen rigurosamente de ideología: no hablan más que de sus necesidades (de vivienda, de vacaciones, de modos de vida), es decir: ningún discurso viene a transformar, invertir, sublimar, justificar, naturalizar la declaración de sus necesidades […] visión evidentemente aterradora, al menos para mí: puro discurso del refrigerador, el auto, la residencia secundaria, las vacaciones → habría que ver en Estados Unidos. (Barthes, 2004)

El fin de la ideología, el fin de la historia. ¿Cómo es el resto de lo humano o lo post-humano?

Cosmopolis (2012), una película post-apocalíptica: lo post-humano se reduce a una elite de banqueros tecnócratas, héroes del capitalismo virtual, sin ideología aparente, pura “idio-logía” (idios: lo privado, lo particular, lo personal). Sin nacionalidad alguna, porque la idea misma de país, de nación, es absorbida por el idiota anárquico, quien vive dentro de su limusina mientras afuera el resto deshumanizado (no post-humano), desarticula cualquier esperanza de trama social, de voz colectiva, el resto de los explotados.

*

Por otro lado, quizás, existe una trama apocalíptica como discurso contra la arrogancia.

Según Barthes: ad-rogo: hacer venir a sí, apropiarse; ad: aproximación, dirección, presencia, llevar hacia sí (como el obeso lleva la comida a su boca).

En Nunca (2012) al parecer el mundo se acaba:

Cierro los ojos y sigo viendo un resplandor rojo tras los párpados. Y luego, negro. Como los intermedios invisibles entre los cuadros de una película.
Más allá yace la nada. Y más tarde eso también desaparece.

En la novela de Patricio Urzúa la imagen del núcleo familiar está en tránsito de disolución y acaba completamente disuelta. El gordo, que es crítico de arte, la voz de un burgués en medio de un círculo de idiotas anárquicos, es padre biológico de una niña que no conoce, fruto de un intercambio sexual insignificante. Parte de la novela (en medio del caos del mundo que tarda en acabarse) trata el deseo de restitución: el gordo emprende la búsqueda de su hija, pero al llegar al departamento donde vivía con su madre, sólo encuentra un hogar desaparecido.

¿Qué queda del deseo de restitución? Una fotografía de su hija, una imagen donde vivir.
Pero la novela se esfuerza por no ofrecer imágenes consoladoras: “Podría quedarme aquí echado, viendo esa foto, y dejarme morir. Una parte de mí quiere hacerlo. Pero no, mejor no”.

Al parecer el mundo se acaba, pero permanece como resto lo que el recuerdo inscribe en las imágenes: el negro, los intermedios invisibles, un resto enunciativo que posibilita el comienzo de la ficción:

“Esta historia comienza con una lluvia de estrellas fugaces y termina con el final del universo conocido.
[…] al final de esta historia, al final de todas las historias, lo único que queda es una imagen”.

La característica fundamental del apocalipsis es que el mundo no se acaba nunca.

[El conciliador, el terco y la vida diaria. Sobre la epistemología del desacuerdo]. Por Víctor Quezada

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El terco no quiere ceder, el conciliador está obligado a ceder, ninguno abraza lo neutro. Sobre los conflictos, la racionalidad y la doxa.

El conciliador, el terco y la vida diaria. Sobre la epistemología del desacuerdo

Racionalidad no ideal
Para David Christensen (2007) vivimos nuestras vidas en un estado de imperfección epistémica. Creemos, por lo general, sin mayor conocimiento de qué nos motiva a creer lo que creemos; conocemos el mundo, además, a partir de un conjunto de evidencias limitado, al que respondemos no siempre de la mejor manera y nunca de manera infalible. El desacuerdo afloraría, en este sentido, en entornos donde las condiciones epistémicas no son las óptimas, siendo su realidad misma un claro signo del estado de relativa ignorancia en el que diariamente vivimos.
Tal condición epistémica sería una de las fuentes que motivaría los malentendidos que se producen tanto en la reflexión sobre el conocimiento, como en los campos controversiales de la política, la religión, la historia o el arte: en resumidas cuentas, de la doxa. Y tendría dos consecuencias inmediatas sobre la manera en que entendemos el conocimiento y nuestra necesidad de sostener creencias justificadas:

a). La primera afectaría a cierta noción ideal de la racionalidad por la cual el conocimiento del mundo y su comunicabilidad estarían asegurados, pues, desde este punto de vista, “ser racional” implicaría el reconocimiento de las debilidades que experimentamos al momento de conocer o querer dar cuenta del proceso de adquisición de nuestras creencias en la vida diaria.
b). Y una segunda consecuencia, digamos, positiva, pues enfrentar los desacuerdos (o mejor dicho, enfrentarlos razonablemente) vendría a presentarse como una oportunidad de auto-superación epistémica; una ocasión propicia para la revisión de nuestras creencias y de las aserciones que las sustentan.

Sin embargo, un par de preguntas surge en este momento:
¿Qué es eso de enfrentar los desacuerdos razonablemente? Si para poder pensar la racionalidad debemos considerar el hecho radical de que no somos seres idealmente racionales, ¿qué podría llegar entonces a significar esa noción de “lo razonable” que subyace a la idea de los desacuerdos como posibilidad de revisión y auto-superación?

Lo razonable
Richard Feldman (2006: 220) desliza una definición de “lo razonable” en principio tautológica: así, una persona razonable sería la que con frecuencia tiende a tener creencias razonables. Para luego caracterizar “lo razonable” como un estatus epistémico moderado, que se sitúa en una posición intermedia entre lo que podríamos calificar de “no irracional” (definición bajo la cual es muy fácil que todos los desacuerdos puedan ser reconocidos como razonables) y el infalibilismo (posición epistemológica que mantiene, como presupuesto principal, que el conocimiento es una creencia verdadera que no puede ser puesta en duda; lo que implica que el desacuerdo, si quiere ser razonable, es imposible bajo cualquier condición).
En este sentido, la noción moderada de lo razonable en Feldman (citado por Sosa, 2008) implica la existencia de tres actitudes doxásticas como respuesta a un asunto en disputa: creer, no creer o abstenerse de creer (suspender el juicio). Lo razonable (ya que un conjunto de evidencias sólo podría justificar una actitud) necesariamente estaría signado en la adopción de una y sólo una de estas tres actitudes doxásticas.
La posición evidencialista de Feldman que sustenta la “Tesis de la Unicidad” (Uniqueness Thesis) arriba caracterizada, envuelve tres presupuestos: primero, la existencia de un conjunto de pruebas que constituyen el total de una evidencia susceptible de ser expuesta y, por tanto, que es accesible por igual a cada una de las partes del desacuerdo; segundo, que dicha evidencia no puede favorecer a ambas partes al mismo tiempo; y tercero, para que una creencia sea razonable, la evidencia debe favorecerla de manera suficiente (Sosa, 2008: 3).
En la línea de la “Tesis de la Unicidad” de Feldman, Christensen sostiene el presupuesto de la “Unicidad Racional” (Rational Uniqueness) como condición para examinar las creencias razonables. Así, frente a cualquier situación donde hay un conjunto de evidencias comprometido, existe una única respuesta racional. Cuestión que implica dos condiciones:

a). Igualdad en la evidencia (evidential equality): suposición de que cada una de las partes ha considerado la misma evidencia.

b). Paridad cognitiva (cognitive parity): suposición de que ambas partes son igualmente competentes al momento de responder a la evidencia (2007: 211).

En este sentido, en la situación de un desacuerdo donde ambas partes conocen tanto el punto de vista del otro como la evidencia evaluada, la condición de la “Unicidad racional” requiere que al menos una de las partes baje el nivel de confianza en su evaluación del conjunto de evidencias, de manera de ajustar su creencia en la dirección de la contraparte.
El punto de vista de la contraparte tendría, pues, un lugar de privilegio, ya que se convierte en prueba de que existe un error en la evaluación de la evidencia compartida y, por tanto, es imposible de soslayar. En otras palabras, el punto de vista de la contraparte viene a sumarse a las pruebas conocidas, conformando una nueva evidencia total.
En Christensen, la idea de lo razonable suscita una obligación moral: dada la imperfección epistémica en la que vivimos y, por tanto, conocida nuestra incertidumbre al momento de saber si hemos cometido o no un error al evaluar la evidencia presente, es necesario, frente a los desacuerdos, someter nuestras creencias a revisión, como estrategia para hacer frente a las conocidas debilidades epistémicas que condicionan nuestro conocimiento del mundo.

Puntos de vista conciliadores y el peso de los puntos de vista
Puntos de vista conciliadores como los de Feldman y Christensen son, en cierta medida, cuestionables. Para Adam Elga (2010), quien adhiere en lo general a las propuestas antes revisadas, los casos de desacuerdo donde ambas partes se encuentran en una posición de simetría (respecto de la evidencia compartida y cognitivamente), si bien pueden resolverse en su mayor parte a través de la conciliación de los puntos de vista, en casos especiales, como aquellos en que la materia en disputa es el desacuerdo en sí mismo, la conciliación es inaceptable.
Pero, antes de exponer los argumentos contra los puntos de vista conciliadores que Elga revisa, debemos delinear dos de las nociones que subyacen a esta discusión: la paridad epistémica y la condición que la sustenta: la igualdad de peso de los puntos de vista o Equal Weight View (Elga, 2007).
Supuesta la igualdad de competencias cognitivas de cada una de las partes y su familiaridad con la evidencia y los argumentos en disputa (cuestión que constituye su paridad epistémica), la perspectiva conciliadora exige que cada una de las partes le dé igual peso al punto de vista de su oponente. Dado por sabido el hecho de que ninguna de las partes del desacuerdo carece de las capacidades necesarias para evaluar una situación en disputa, ambas partes se encuentran en una posición de simetría pues cada una considera que su evaluación del asunto es correcta. No obstante lo anterior, según el Equal Weight View, no es posible que alguna de las partes se abogue la razón en este tipo de situaciones complejas (más allá de que tenga un alto nivel de confianza en su propia evaluación) pues, de otro modo, actuaría “arbitraria” e “irracionalmente”.
Adjudicarse la razón no es aceptable si no existe ningún argumento especial para desechar el punto de vista del oponente: ambos pueden considerarse pares epistémicos si y sólo si tienen las mismas probabilidades de tener razón, lo que sugiere que es igualmente posible que ambas partes estén equivocadas. Desconocer esta simetría dándole más peso a nuestra evaluación, sería equivalente a decir que estamos en lo correcto porque nuestra evaluación así lo dice.
Habíamos dicho que Elga somete a revisión los puntos de vista conciliadores donde el asunto en disputa era el desacuerdo en sí mismo. En este sentido, vimos que el Equal Weight View (en aquellos casos donde la evidencia y los argumentos han sido ya completamente expuestos) exige que las partes concedan crédito al punto de vista del otro, reduciendo así la confianza en sus propias aserciones. Elga (2010) examina esta exigencia conciliadora a través de dos argumentos.
Primero, somete a prueba los puntos de vista conciliadores confrontándolos con la posición del “terco”.
Para el terco nunca, y bajo ninguna circunstancia, el desacuerdo es motivo para cambiar su opinión. Este argumento, entonces, refutaría el punto de vista conciliador, pues la perspectiva conciliadora debería, en casos de repetidos desacuerdos con el terco, ir concediéndole crédito a su punto de vista hasta, finalmente, adoptar su posición.
Sin embargo, Elga sostiene que el punto de vista conciliador no nos obliga a conceder arbitrariamente todo a la posición del terco. Dado que conocemos la “naturaleza terca” de nuestro oponente, su punto de vista deja de entregarnos nueva información sobre el desacuerdo, por lo que se vuelve irrelevante ceder en nuestra posición.
El segundo argumento sostiene que los puntos de vista conciliadores se debilitan a sí mismos. Muchas veces las posiciones conciliadoras caerían en incoherencias puesto que, en situaciones de desacuerdo con un par o un grupo de pares, estamos obligados a renunciar a nuestro punto de vista. O en otro caso, cuando un amplio grupo de pares coincide con nuestra posición, tenemos razones para confiar en nuestras creencias y conservarlas, pero esto tendría menos que ver con nuestro propio proceso de evaluación que con el peso de la posición del grupo, de la doxa (2007: 10).
Este argumento que examina Elga es irrefutable. Principalmente porque en casos como estos, donde es reconocible el carácter razonable de la opinión del otro, como conciliadores, estaríamos obligados a abandonar nuestro punto de vista. Querer continuar creyendo en nuestra opinión, a la vez que concedemos pertinencia a la opinión del otro sería incoherente. No podemos creer en dos posiciones incompatibles respecto de un problema, principalmente, porque tal situación afecta al método fundamental por el cual somos capaces de concederle verdad a las creencias derivadas del curso de nuestra experiencia.

*
Las situaciones de desacuerdo con pares epistémicos son simétricas, pues cada uno tiene confianza en la corrección de su evaluación. Como vimos en el caso del terco, al darle mayor peso a nuestro punto de vista, esa simetría puede ser rota, pero tal actitud equivaldría a decir que nuestra evaluación de los hechos es correcta por el simple hecho de que es nuestra evaluación. En otros casos, la posibilidad de romper esa simetría dependería de cuán buena ha sido la evaluación que hemos realizado de la evidencia disponible; gracias a lo que podríamos asegurar que si consideramos que la evaluación que realizamos fue correcta, debemos mantener nuestra posición; pero, tal como en el caso del terco, ¿no conduce tal perspectiva a afirmar que las evaluaciones que realizamos se merecen un peso extra sólo por el hecho de que son correctas para nosotros? Bajo una perspectiva conciliadora, tales justificaciones son inválidas, pues la opinión opuesta del otro, en condiciones de paridad epistémica, es prueba evidente de que “algo anda mal” en nuestra evaluación del asunto en disputa y los argumentos comprometidos en el desacuerdo.

La experiencia de la vida diaria y el anti-evidencialismo de Sosa
Mientras para Christensen la respuesta adecuada en casos de desacuerdo requiere ajustar nuestra opinión inclinándonos hacia la opinión del otro, como oportunidad de revisar nuestras creencias, tanto para Feldman como para Elga, la actitud epistémica apropiada, en la mayor parte de los casos de desacuerdo entre pares, es la suspensión del juicio, dado que no es posible que un mismo conjunto de evidencias pueda justificar dos opiniones a la vez, como tampoco que nuestro punto de vista sea de alguna manera privilegiado respecto del oponente.
Para los tres filósofos, en situaciones donde el total de la evidencia evaluada y la posición del otro son conocidos, el desacuerdo razonable es imposible.
A este desarrollo conceptual fuertemente evidencialista, Ernest Sosa opone ciertos argumentos nacidos de la experiencia cotidiana.
Así, a la pretendida imposibilidad de los desacuerdos razonables, Sosa contrasta su existencia efectiva, pues regularmente observamos en la vida diaria desacuerdos que podemos considerar razonables, sobre todo en campos controversiales como la política o la religión.
Su posición anti-evidencialista lo hace considerar, además, que son raras las ocasiones en que los desacuerdos toman lugar bajo la total divulgación de la evidencia que los sustentaría, así como tampoco es recurrente que los desacuerdos sean siempre un asunto de evidencia y, mucho menos, de evidencias susceptibles de ser expuestas (2008: 3-4). 
Estas consideraciones llevan a Sosa a proponer tres factores que ayudarían a considerar el carácter razonable de este tipo de desacuerdos.

a). Primero, muchos desacuerdos sobre asuntos controversiales pueden seguir siendo razonables ya que su examen no tiene tanto que ver con un conjunto de evidencias accesible como con su naturaleza verbal. De esta manera, habría desacuerdos que son simplemente verbales: desde casos relativos al disenso respecto del significado de los signos que configuran una disputa, hasta casos donde el grado de verbalidad del desacuerdo es más amplio: por ejemplo en la falta de adecuación de los conceptos de ciertas perspectivas teóricas en conflicto.

b). Segundo, en relación a la escrutabilidad de la evidencia y las razones que sustentan nuestros puntos de vista. Para Sosa, existen situaciones en las que es difícil dar cuenta detalladamente de qué nos lleva a tomar cierta posición y no otra, sobre todo en casos donde parte de nuestra evidencia tiene que ver con lo dado fenoménico o lo dado racional. Aunque esta consideración lleve a cierto oscurantismo no deseado, justificar que algo es de la manera en que lo afirmamos simplemente porque lo vemos o porque sabemos que es de tal manera y no de otra, sabida nuestra competencia en el tema, siempre ofrecerá dificultades a la hora de ser exigida una prueba convincente. Y esto, fundamentalmente, porque “nuestras creencias se van formando en el tiempo a través de la influencia social e intelectual de nuestras comunidades” (2008: 16).

c). Tercero, la efectividad epistemológica de nuestras razones. Como vimos en el punto anterior, Sosa reconoce la dificultad que muchas veces existe al momento de ser exigida una justificación a nuestras opiniones conflictivas; tal condición de inescrutabilidad puede carecer (especialmente en debates de carácter público) de influencia persuasiva, pero esto no significa, necesariamente, que dichos puntos de vista que sostenemos carezcan, a su vez, de efectividad epistemológica. Nuestras creencias, en suma, pueden efectivamente “estar fundadas en razones que no nos otorgan ninguna ventaja dialéctica” (22) sobre la posición del otro, pero esto no implica que sean razones infundadas, es más, pueden responder de manera adecuada a nuestro conocimiento del mundo.

Nota final
Pensar el conflicto abre la puerta al pensamiento de lo Neutro, de la neutralidad como forma de enfrentar los problemas del presente. Neutralidad que no siempre es “mala”, a menos que encubra la posición del juez de la historia, la ilusión de objetividad: un neutro-farsa. ¿Por qué suspender el juicio, abstenerse, declinar, retirarse, huir? Las versiones que hemos revisado quizás odien lo neutro, el conflicto es en ellas un motor pues afirma este hecho fundamental: que podemos (queremos) conocer.

Bibliografía

[Si al menos pudiese darme un cuerpo neutro. Adjetivos, imágenes, Roland Barthes]. Por Víctor Quezada

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En marzo de 1976 Michel Foucault consiguió a Roland Barthes un sitio como profesor en el Collège de France. Producto de su trabajo allí resultó su conocida y polémica "Lección inaugural", pero además, las notas de la serie de seminarios que dictó desde 1977 hasta su muerte en 1980. Lo Neutro, en concreto, se dictó en el periodo de 1977-1978, periodo en el cual le sorprende la muerte de su madre. El seminario trata sobre la cesación de los conflictos, objeto que ronda y va reformulando ayudado por una incansable erudición. El siguiente texto se basa principalmente en una lección del curso, la que trata sobre el adjetivo y su estatuto respecto del deseo de lo Neutro.



Si al menos pudiese darme un cuerpo neutro. Adjetivos, imágenes, Roland Barthes

Podríamos caracterizar lo Neutro en Barthes como una forma de evadir, desplazar (cfr. “La respuesta”, Barthes, 2004) las luchas del presente; y hablamos de forma aquí en dos sentidos: primero, como una vía otra, de evasión a la exigencia de la toma de posición, a la exigencia de la doxa, pero que nunca (como en el caso de "La crítica Ni Ni" en Mitologías) se sitúa como garante de la verdad o juez, en una posición de pretendida objetividad; segundo, hablamos de forma como un modo (es cierto, utópico) de escritura, una forma de la taciturnidad que abraza el derecho a quedarse callado; el tacere en oposición al silere (cfr. “El silencio”, 2004), pues lo Neutro, frente a la paranoia del sentido (la paranoia que cree que todo tiene sentido), es también la “postulación de un derecho a callarse, de una posibilidad de callarse” (2004: 69). Lo Neutro vendría a signar un movimiento de desplazamiento y suspensión a través del cual, según Éric Marty, “el sujeto se libera del lenguaje, la palabra, el decir de la alienación de un sentido preconstituido, de la plenitud del estereotipo, de la repetición, de la generalidad. Y lo hace gracias al trabajo de la neutralización, la desecación, la purificación que es el trabajo de la escritura” (2007: 201).

El deseo de lo Neutro quiere desbaratar el paradigma: la oposición de dos términos virtuales de la cual “actualizo uno al hablar, para producir sentido” (2004: 51). Lo que implicaría la suspensión del orden, la ley y la arrogancia de la lengua en la que habita el poder. En la Lección inaugural, Barthes señala: “No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva” (1993: 118). Es por esto que lo Neutro, cito el Seminario, “querría una lengua sin predicación, donde los temas no estarían fichados (puestos en fichas e inmovilizados) por un predicado (un adjetivo)” (2004: 103).
En este sentido, el adjetivo respecto de lo Neutro tiene un estatuto ambivalente. En principio es, según consta en “El grano de la voz”, “la categoría lingüística más pobre” (1986: 262); adosado al sustantivo, lo califica, “embadurna al ser”, lo “sella” en una imagen, lo encierra en “una especie de muerte” (2004: 103); es el medio de clasificación por excelencia y, por tanto, la huella de la fuerza opresiva de la lengua. Pero, también, y contrariamente, es la manera que la lengua tiene para expresar lo Neutro de la sustancia. A través del recurso del artículo neutro (lo) más la trasposición del adjetivo en nombre (enálage), el adjetivo se sustantiva para expresar las cualidades de lo sensible: así, lo obvio y lo obtuso, lo liso, lo neutro, encuentran en la lengua una “forma (tanto como es posible) impredicable” (2004: 103); forma que, según Jean-Claude Milner, constituye un gesto arraigado en la apelación al griego como lengua de la filosofía. El artículo neutro no sería otro “que el artículo de la lengua griega [to], sin el cual la filosofía seguramente no habría podido comenzar a decirse” (2004: 25). Elevado el adjetivo a nombre, la lengua suspende el paradigma sujeto / predicado; lo Neutro “sería lo impredicable” (103) y, paradójicamente, su forma de manifestación en la lengua es la trasposición del adjetivo en nombre.

El adjetivo tiene un estatuto ambivalente respecto del deseo de lo Neutro; existiría, entonces, (en el juego inacabable de la puesta en paradigma, que es también una diversión) un adjetivo bueno (del lado de lo Neutro) y otro malo (del lado de la arrogancia).
El adjetivo, como la categoría lingüística más pobre, es una huella de la arrogancia, una huella de “lo natural” del lenguaje (cfr. "La afirmación", Barthes, 2004), la lengua, no de la escritura (pues, como dijimos, la escritura es taciturna, no habla), el adjetivo, al poner en paradigma, nos obliga a tomar una posición en el discurso, en la vida diaria, pues la “máquina de lenguaje” dicta subjetividades, nos obliga a definirnos, a predicar nuestras prácticas cotidianas. Barthes dice en el seminario:

Reúno bajo el nombre arrogancia todos los “gestos” (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia; que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro (2004: 211).

El adjetivo es al nombre como el gesto al cuerpo. ¿Qué podría significar esto? En principio, que ambos (gesto y adjetivo) pertenecen al universo naturalizante [sic] del lenguaje endoxal que quiere encontrar en el habla su espacio de plenitud: el gesto arrogante, como el adjetivo, impone, nos fija en una imagen, nos agrede (“el adjetivo lo recibo siempre mal”, señala Barthes, “como una agresión” (2004: 106)). Luego, si el adjetivo fija y sella, que el cuerpo no es más que imagen (tal como en la pose fotográfica, en la que “me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen” (2011: 37)); también, que el cuerpo es tanto imagen de nosotros mismos, como las imágenes que proyectamos sobre los otros. Hablaremos entonces de algunos gestos, de algunas imágenes:

La imagen de sí mismo. El adjetivo agrede. En Roland Barthes por Roland Barthes (RB por RB), quien escribe dice de su personaje de novela:

Tolera mal toda imagen de sí mismo, sufre si es nombrado. Considera que la perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen: abolir entre los dos, entre el uno y el otro, los adjetivos; una relación que se adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación y de la muerte (2002).

Si el adjetivo agrede en la escena enunciativa (“la relación humana”) es porque me pone a mí y al otro en paradigma, nos opone y nos lanza al “vértigo sin reposo” (2004: 107) de la enunciación: “adjetivándome como ‘precioso’, el otro […] se adjetiva a sí mismo como ‘simple’, ‘directo’, ‘franco’”, paradigma que se ve invertido si me auto-califico ahora como “sutil-delicado”, pues lo adjetivo a él como “basto, grosero, limitado, víctima del señuelo de la virilidad” (107). Aparte de ese riesgo fatigoso (cito “El grano de la voz”) “el hombre que se provee, o que ha sido provisto, de un adjetivo puede resultar tanto vejado como gratificado, pero, en todo caso, está constituido” (1986: 263), o podríamos decir: pre-constituido, en la medida en que, como se lee en La cámara lúcida, “es ‘yo’ lo que no coincide nunca con mi imagen” (2011: 39).

La imagen del otro (no-querer-asir la imagen del otro). Porque el adjetivo agrede, está del lado de la arrogancia y “la fatiga del paradigma” (2004: 107). Una tarea, entonces: abolir los adjetivos; por dos razones: 1) porque lo Neutro “querría una lengua sin predicación”; 2) porque “la perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen”. Pero esta es una tarea imposible en los límites del lenguaje endoxal, del lenguaje de la clasificación. Barthes referencia entonces, en el seminario, experiencias de lenguajes-límite (el de los sofistas, la teología negativa, el hinduismo y el Tao). Pero también la experiencia del discurso amoroso.

Doble movimiento en la experiencia límite del sujeto amoroso: polinimia y anonimia. El sujeto amoroso quiere definir el objeto amado a través de una cadena incesante de predicados, cito Fragmentos de un discurso amoroso: “(Industriosa, infatigable, la máquina de lenguaje que resuena en mí –puesto que marcha bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro de adjetivos, desgrano sus cualidades, su qualitas)” (1993: 230). El sujeto amoroso quiere, en su arrogancia (ad-rogo: hacer venir a sí, apropiarse, arrogarse), el sujeto amoroso quiere-asir al otro en una imagen, pero insatisfecho por el fracaso de la predicación, deriva en la anonimia y el otro deviene Tal, cito los Fragmentos: “Llamado sin cesar a definir el objeto amado, y sufriendo por las incertidumbres de esta definición, el sujeto amoroso sueña con una sabiduría que lo haría tomar al otro tal cual es, eximido de todo adjetivo” (230). La polinimia se suspende, se supera la predicación y el querer-asir en pos de ese sueño. La decisión de no asir al otro se toma en vistas de que los problemas de la relación amorosa provienen del deseo de apropiarse del ser amado, de la arrogancia.
Como abandono de la arrogancia de la clasificación, de la apropiación, el lenguaje límite del discurso amoroso, por la decisión de no-querer-asir la imagen del otro, envuelve un deseo de lo Neutro: el de la trascendencia del querer-asir, “la deriva lejos de la arrogancia” (2004: 59), un Neutro que es un deseo de querer-vivir (el presente y sus luchas) decantado del lenguaje endoxal, la clasificación y el adjetivo. Como nos dice Barthes al comienzo del seminario, tal Neutro es el objeto declarado del curso: la cesación de los conflictos; pero existe, asimismo, un segundo Neutro como objeto implícito que se sitúa entre la neutralización de la arrogancia como querer-vivir y la vitalidad desesperada (Pasolini) que es el odio a la muerte. Cito:

¿Qué es entonces lo que separa el retiro de las arrogancias de la muerte odiada? Esta distancia difícil, increíblemente fuerte y casi impensable, es lo que llamo lo Neutro, el segundo Neutro. Su forma esencial es en definitiva una protesta; consiste en decir: me importa poco saber si Dios existe o no; pero lo que sé y lo que sabré hasta el final es que no debería haber creado al mismo tiempo el amor y la muerte (60).

Imagen de la muerte. En El imperio de los signos, Barthes nos habla del rostro del actor-travesti del teatro Kabuki. Ese rostro como recién salido del agua, “lavado de sentido” (1991: 129). Una cara que se va a escribir, purificada de expresividad, una cara que no sería el plagio de la mujer (como, en su consideración, en su mirada ficticia de Japón, lo es la del travesti “occidental” que “quiere ser una mujer” (128), quiere-asir su imagen). El actor-travesti, en cambio, es “el gesto de la feminidad” (128), cuyos signos impasibles combina.
Para Barthes el teatro está ligado desde su origen a la imagen de la muerte. En La cámara lúcida, declara: “maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo” (2011: 65). Podríamos aventurarnos a pensar, a partir de esta cita, que el rostro del actor-travesti del Kabuki suspende la predicación por la paradoja que significa la presencia simultánea de lo vivo y lo muerto en un cuerpo. Pero, para Barthes, el rostro lavado tendría que ver con “cierta manera de enfrentar a la muerte” (129). El rostro del actor-travesti, como el rostro de la mujer del general Nogi en la fotografía del día anterior a su suicidio, es una respuesta frente a la muerte, por la cual el rostro deviene impredicable:

Mírese esta fotografía del 13 de septiembre de 1912: el general Nogi, vencedor de los rusos en Port-Arthur, se hace fotografiar con su mujer; habiendo muerto recientemente su emperador, han decidido suicidarse al día siguiente; por tanto, saben; él, perdido en su barba, su kepi, sus galones, apenas tiene rostro; pero ella mantiene su rostro entero: ¿impasible?, ¿imbécil?, ¿campesino?, ¿digno? Como para el actor travesti, ningún adjetivo cabe, el predicado está desplazado, no por la solemnidad de la muerte próxima, sino al contrario, por la exención del sentido de la Muerte, de la Muerte como sentido. La mujer del general Nogi ha decidido que la Muerte era el sentido, que la una y el otro se despedían mutuamente y que, en consecuencia, en cuanto al rostro, no era necesario ‘hablar de ello’ 129.

En RB por RB, el adjetivo es fúnebre, pero la imagen de esta muerte esbozada en el rostro impredicable de la mujer de Nogi es otra muerte. En ningún caso la que marca ese “profundo cambio que he llamado ‘mitad de mi vida’”, “ese momento en que se descubre que la muerte es real, y no sólo temible” (1994: 336), en ningún caso, pero comparte con aquella, con la muerte de la Madre, la resistencia al adjetivo.

Imágenes de la Madre. Primero, la madre, en el vértigo de la agresión calificante, en medio de los gestos arrogantes del querer-asir en las relaciones humanas, representa una quietud, una calma “(la madre, ¿no es la única que no califica al niño, ni lo pone en una balanza?)” (2004: 107). Segundo, la madre que no califica, que no predica al niño, que no lo fija en una imagen ni lo encierra en la muerte de la clasificación, otorga al cuerpo del hijo su neutralidad. En La cámara lúcida leemos:

¡ah, si por lo menos la Fotografía pudiese darme un cuerpo neutro, anatómico, un cuerpo que no significase nada! Por desgracia estoy condenado por la Fotografía […] a tener siempre un aspecto: mi cuerpo jamás encuentra su grado cero, nadie se lo da (¿quizá tan sólo mi madre? Pues no es la indiferencia lo que quita peso a la imagen […] es el amor, el amor extremo) (1980: 39-40).

Tercero. El andrógino sería el sujeto en el cual “está lo maternal” (2004: 259). La figura mítica del andrógino desbarata el paradigma genital, a diferencia del hermafrodita, término complejo, especie de monstruo de dos sexos, el andrógino es la unión de lo masculino y lo femenino: senos y pene en un mismo cuerpo (al menos en la versión que aquí nos interesa). Si el andrógino desbarata el paradigma, lo hace a través de una figura del éxtasis: condición para-dóxica del ser uno mismo y aparte de uno mismo. Pero en el ser aparte no está lo femenino, sino lo maternal representado por los senos como fuente de nutrición: “Habría quizá que volver a esto (creo, mal explorado): no confundir forzosamente la madre y la mujer. En cuyo caso, el andrógino sería el sujeto en el cual está lo maternal” (259). En La cámara lúcida leemos:

Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie […], si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre (2011: 115).

Cuarto. En la Foto del Invernadero**Es la foto de su madre y su tío, de niños, en un invernadero, esta foto es la que da comienzo a toda la argumentación de La cámara lúcida Barthes vuelve a encontrar a su madre, no la identificación, no su representación, no el analogon de la madre, sino su verdad. Cito: “Sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre” (2011: 113). Como en el caso del lenguaje-límite del discurso amoroso, la polinimia infinita (ligada en la práctica religiosa, al nombre del dios) encuentra una talidad (un carácter de tal) que es finalmente lo inefable de la esencia de la Madre. La Madre no se puede decir, no se puede predicar, desaparecida su existencia física, la Madre se convierte en Idea y la Fotografía del Invernadero, a su vez, en el medio por el que, parafraseando a Milner, se suscita lo único del ser, su cualidad (2004: 94). Cito La cámara lúcida:

Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad) (119).

La muerte de su madre es, de forma explícita, la experiencia que posibilita la reflexión sobre un segundo Neutro (“Entre el momento en que decidí el objeto de este curso […] y aquel en que tuve que prepararlo”, leemos en el seminario, “se produjo en mi vida, algunos lo saben, un acontecimiento grave, un duelo” (2004: 59)). Ese segundo Neutro que es la vitalidad desesperada se sitúa en la distancia incualificable entre “lo que me queda de vida” y el límite existencial de la muerte propia. Se lee en La cámara lúcida, tras la muerte de su madre: “Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida)” (2011: 115). Podríamos decir, para finalizar, que la vitalidad desesperada del segundo Neutro, como “sumisión lúcida a la persistencia del lenguaje” (el trabajo mismo del escritor) (2004: 223), es el derecho a callarse, el derecho a la escritura (de la novela).

Víctor Quezada

Bibliografía

Barthes, R. (1991 [1970]). El imperio de los signos. Mondadori.
------------- (2002 [1975]). Roland Barthes por Roland Barthes. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1993 [1977]). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
------------- (1994 [1978]). “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”. El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1993 [1978]). “Lección inaugural”. El placer del texto y Lección inaugural. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
------------- (2011 [1980]). La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1986 [1982]). “El grano de la voz”. Lo obvio y lo obtuso. Buenos Aires: Paidós.
------------- (2004 [2002]). Lo Neutro. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Marty, Éric (2007 [2006]). Roland Barthes, el oficio de escribir. Buenos Aires: Manantial.
Milner, Jean-Claude (2004 [2003]). El paso filosófico de Roland Barthes. Buenos Aires: Amorrutu editores.

[Dúo de libros. Sobre tabula rasa y Sumario de Cristóbal Joannon]. Por Felipe Poblete

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Felipe Poblete (1986) nos habla de tabula rasa y Sumario, dos libros del poeta chileno Cristóbal Joannon (1974).



Dúo de libros. Sobre tabula rasa y Sumario de Cristóbal Joannon

Considero bastante común que un poeta reniegue de sus publicaciones. En una ocasión escuché a alguno referirse a su primer libro como "mi hijo no reconocido" y a otro exclamar "¡no, ese no vale!" o bien, al recordarle a otro algún poema o verso de un libro publicado tiempo atrás, confesar un "pero esos son tiempos pasados", con una voz lenta y ceremoniosa. O el clásico "mi mejor libro es el último", tan decisivo y tan poco duradero a un tiempo.
Resulta entendible, entonces (aunque no necesariamente compartible), que los dos últimos libros de poesía de Cristóbal Joannon (Santiago, 1974), ambos publicados bajo el sello Ediciones Tácitas, estén no sólo en discontinuidad con la poética de sus publicaciones anteriores, sino que además, ni siquiera las consigne, como suele ser común, en una de las solapas, junto al manojo de pistas de la biografía del autor. Bueno, ni lo uno ni lo otro. En la solapa de tabula rasa (2005) sólo se anuncian los datos de la imagen de la portada y en Sumario (2011), nada de nada, únicamente el blanco del material, la portada no exhibe siquiera un pequeño dibujo, como es usual en el diseño de esa editorial.
Investigando un poco, aunque sin mayor profundidad ni ahínco, me encontré con la antología Diecinueve (J.C. Saez editor, 2006), gracias a la cual tuve noticia de dos publicaciones previas de este autor. La primera se titula La bicicleta y la pipa (Express, 1996), seguida de Cuaderno (Kalumet, 1998). Pero si en el libro siguiente, publicado siete años más tarde, no se consignan los trabajos que lo preceden, y ya el título establece una radical abolición de toda su obra previa (cuando no del "todo anterior", tal como promovieron los dadaístas hace un siglo), bueno, entonces convengamos con esa ilusión y comencemos de cero. Un narrador coetáneo a Joannon, dice por ahí en su libro de ensayos "vivir es hacer continuamente tabula rasa". Tal vez algo de esa hipótesis resuena aún en el origen de estos dos libros recientes.
Sobre tabula rasa no es difícil notar el tono, dar con el timbre, el ritmo, que bien gana el epíteto de prosaico, aunque muchas veces esté camuflado en una estructura de cuartetos pero que, en términos métricos, están distantes del acento interno que ese tamaño de verso demanda. Sin embargo, varios de los poemas del libro están cargados de una vitalidad inmensa, apasionada, desgarradora en ciertas zonas y en otras muy helada, casi cruel. Un libro lleno de seriedad y al mismo tiempo de pasión. El primer verso del libro se revela avasallador: "Donde dice casa debe decir ruinas," ("Duelo"). Desde el inicio la destrucción, pero también la poesía alimentada por tierras correspondientes al ámbito propio del libro: la estructura de las famosas fe de erratas (que alguien más venga a hablar de meta-literatura). El libro entero está atravesado por la desolación. Poemas breves como "Trotes en el cementerio" y "Alaska" así lo confirman.
Tomando aquel poema, "Alaska", nuevamente la violencia y la catástrofe se hacen presentes. El contenido del poema lleva la debacle interna y sentimental a las proporciones de un terremoto, como el de la portada de La Nueva Novela de Juan Luis Martínez, cuya primer publicación póstuma estuvo al cuidado del propio Joannon, Poemas del otro (Ediciones UDP, 2003). La conexión que se establece mediante el título entre una ruptura amorosa y una ruptura telúrica es deudora de una pasión exacerbada y al mismo tiempo fría, mesurada, con una voz interior que aconseja: "Borra el nombre de todas esas cartas", "Olvida cada palabra que te dijo al oído". Por lo demás, se supone que la portada del libro-objeto del poeta viñamarino corresponde a un terremoto acaecido, precisamente, en Alaska. He ahí la conexión, palpitando renuente, veladamente, como mirada en un espejo de humo.
Otro poema, "Puedes dejarte barba", articula una ácida denuncia a la hipocresía y arribismo chilenos con irónico ingenio y precisa elección de palabras: un lirismo mesurado, que trabaja en pos del contenido. En otro registro, "Cama de soltero", modula el tópico de la soledad en una melancolía más bien macerada, sin ese fervor brillante que encandila, pues el tono es reflexivo y lento, el de un solitario calmo que en lugar de ceder a la angustia destructiva, se modera meditando críticamente, o bien acarreando una "angustia perfectamente controlada" ("Abogados"), con aquel tono lleno de aciertos, e inmovible, dudosamente limpio, que a veces recuerda la aguda y reflexiva "Elegía para antes de levantarse" del poeta Sergio Madrid (1967).
Breve libro, de apenas veinte poemas, en tabula rasa domina un habla culta, muy ordenada. Sus temas convierten al libro en una fotografía de la vida urbana actual (urbana y metropolitana), muy atento al sujeto contemporáneo y a sus lineamientos psicológicos. Una fotografía de interior, en todo caso, algo así como una toma parcial pero reveladora. Debido a esto, no es raro hallar elementos como la fluoxetina, la farmacia, los psiquiatras y los psicólogos, pero también las clases media y alta, las ambulancias, la lámpara del velador, las pantallas, los ansiolíticos, los bautizos, en pocas palabras, el mundo cotidiano contemporáneo de la casa (o el departamento) especialmente, o el trabajo, y por contraparte, unos poemas que por personaje central tienen a Lesbia ("El oro y las piedras" y "Descenso"), o cuyos títulos aluden a un lejano clasicismo "Musa", "Jornadas espartanas", los cuales, pienso, se oponen al espíritu del libro.
Algo más para agregar: el poema "Los buenos modales", en cuyo interior se teje el propio trabajo de la escritura de un poema, de un soneto en este caso, narra la penosa situación mental de quien se disponía a escribirlo. Tal mecanismo es, siento, muy válido y su funcionamiento es eficaz. El gemelo de ese poema es, en Sumario, el poema "Queltehues", de título por lo menos raro, ¿qué hacen exactamente los queltehues entremedio de todo esto? Pero el poema se esculpe a sí mismo como una crítica del propio proceso de escritura: un poema que habla de las falencias de un poema que está siendo escrito en el mismo poema. Por lo demás, se mantiene el tono coloquial que el autor sostuvo durante el libro precedente, dice ahora: "En suma 'Queltehues' simplemente no volaba". Un poema-taller, o un poema sobre el cadáver de otro: "Las voluntariosas insistencias del autor / no consiguieron salvar este poema", dice al comenzar, luego va intercalando versos de aquel poema entre comillas o con cursivas. Un llamativo y sorprendente poema, aunque situado en el paroxismo de la artesanía verbal.
La cantidad de poemas en este libro es considerablemente mayor, el número aumenta de veinte a treintaidós. A su vez, el formato del libro es algo más grande, pero igualmente ingrato, mudo más bien, a la hora de dar noticia de la biografía de su autor.
Joannon modula en Sumario una voz que es muchas voces. Algo de eso hay, es cierto, en tabula rasa solo que ahora es aquello que constituye la plataforma de despegue (¿o pista de aterrizaje?) de los poemas. A ratos, pareciera que incluso la autoría de los poemas corresponde a más de un escritor, ¿será esto una posible respuesta a la utopía de que la poesía sea escrita por todos? La verdad, por el momento poco importa.
Observando un poema breve, duro y punzante, "Villa quieta", se vuelve complicada la tarea de emparentarlo con "Juvenilia" o "Cráter de Protágoras", ambos extensos y con reminiscencias arcaicas. "Villa quieta", en cambio, es radicalmente contemporáneo, de una crudeza feroz, bien potente, quizás el mejor logrado de todo el libro. Lo cito íntegro:

Soluciones habitacionales llegando a Lampa,
pollos alimentados bajo luz ultravioleta.

En otros, ese golpe tan certero, tan directo, no está sino diseminado, suavizado entonces. Quizás no sea la mejor manera de comparar, pero aquello que sentenció Cortázar de que la novela ganaba por puntos y en cambio el cuento por nocaut, ilustra lo que quiero decir respecto a este poema breve y los otros, que no lo son, sino alargados, con versos de una alta cantidad de sílabas, muchas veces cercanos al sistema de tejido de la prosa. Contar pequeños relatos, relatos encomendados a la tarea de nombrar estados de ánimo, estados emocionales y/o mentales.
Algo nuevo constituye el injerto del idioma inglés entre ciertos versos: lo premium, los issues, my friend, el bad boy, la voz en off, el show, etcétera. No olvidemos aquí que Joannon, junto a un grupo de poetas, recientemente, publicaron su traducción del volumen de poemas de Philip Larkin, Decepciones (Ediciones Universidad de Valparaíso, 2013).
Noto en estos dos libros de Joannon una fuerte intención, una voluntad, de aproximar habla y escritura, cuestión que más allá de lo problemático de la distinción, indica ese desfase, en el poeta, entre la manera en que se habla y las formas que se utilizan al escribir. En este sentido, darle al blanco del "estresante hormigueo de lo real" ("Primeras instrucciones") es lo que consigue Joannon en estos libros.
Notemos, además, como una pista en la interpretación de este libro, que la palabra "sumario" posee una definición en el ámbito del derecho (actividad a la que el autor se dedica). El sumario, así, conforma una especie de expediente que preparará un juicio, juicio criminal por cierto. La vinculación con la criminalidad, en el libro, es sensual y es también directa, siempre sospechosa, una criminalidad desenvuelta en el cotidiano vivir: "deben ser los años", "le da lo mismo la incertidumbre generalizada" ("Comer para vivir"). Por otro lado, el sumario es también aquello que La Nueva Novela tiene en vez de índice.
Otra veta, mínima, de versos, está inserta en la confesión por los deleites textuales: Los sea harrier, Melancolía artificial y Rodas, en un largo pero cadencioso poema titulado "Primeras instrucciones", uno de los más notables del libro. También al griego Constantino Kavafis (1863-1933), en "Departamento de riego", una especie de simulada autobiografía versificada, un poema muy logrado. Sabemos que la precisión total es inalcanzable, pero si su simulación y si su efecto, este poema de largo aliento, irónico y bien bancado, constituye una mirada al panorama, al mundillo literario: "Miente quien diga no importarle", dice. Un poema desbocado en su correcta argumentación, en su lógica, va orgánicamente abriéndose página abajo, modulando las velocidades, casi confiriendo entonaciones a las palabras impresas (¿y cómo?). Hacia el final, anuncia "A riesgo de cansarte, con esto termino". Notable.
Nadando en un mismo flujo, este dúo de libros se abre hacia diversos escenarios del laberinto mental que tenemos dentro, algo así como un mar personal. El segundo explorando mucho más allá de la intensidad amoroso-sentimental, que en la mayoría de los casos cae abruptamente en la melancolía. Pero en fin, tal vez para ir aprendiendo a cruzarla sin juntar demasiadas heridas, para aproximarnos a estar "en verde en el semáforo de la vida" ("Elevator report").

Felipe Eugenio Poblete Rivera (Viña del Mar, 1986). Publicó "negro" (Ediciones Altazor, 2013). Fue becario de los talleres de la Fundación Pablo Neruda en dos oportunidades, el 2009 en La Sebastiana (Valparaíso) y el 2011 en La Chascona (Santiago). Participó de las III Jornadas de Poesía Universitaria en Bogotá (Colombia), en 2011. Dirige el sello de ediciones artesanales "yogurt de pajarito". Poemas suyos aparecen en antologías como "Archipiélago" (La Trastienda, 2013) y "Tres Puntos" (Instituto de Arte PUCV, 2008). Es magister en historia del arte chileno.

["Un incendio de cárcel a la deriva": Bomba Bencina de Juan Carreño]. Por Eduardo Farías Ascencio

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Eduardo Farías A. nos escribe sobre Bomba Bencina (Das Kapital, 2012) del poeta Juan Carreño.



"Un incendio de cárcel a la deriva": Bomba Bencina de Juan Carreño

Juan Carreño con Bomba Bencina (Das Kapital Ediciones, 2012) se ha transformado en una de las escrituras más particulares de la poesía chilena actual. A simple vista, lo anterior radica en la incorporación del registro inculto informal del habla chilena, tanto en locuciones específicas: "jileh culiao" (15); como en expresiones culturales: "nunca la hiciste tomando tapsín" (15). Esta característica del libro es controversial, sobre todo cuando nos preguntamos por la posición que el autor ocupa respecto de este registro de habla: por una parte, este gesto escritural puede ser visto como el aprovechamiento cultural y literario de esa otra realidad que se representa o, por otra, como un compromiso con esa sección de la sociedad relegada a la pobreza: "que soy siempre / el de la media maldita aspirante al mínimo" (29) o "Somos todos un incendio de cárcel. Somos el disparo de Violeta en su cabeza. Un ahorcado" (38).
Bomba Bencina se sostiene como un interesante objeto cultural, justamente, por la representación, real o ficticia, y por la apropiación que realiza del lenguaje de los estratos bajos. Francisco Martinovich plantea: "Lo que en el poemario aparece como una diversidad de personajes, es un esfuerzo por incorporar en la unidad del libro a las distintas voces que componen la realidad que se pretende presentar y que al mismo tiempo constituye el gesto de vanguardia y rebeldía que define la escritura de Bomba Bencina: todas las voces son la voz de un hablante, pero ninguna es propiamente suya". Tal diversidad, aunque presente, me parece ficticia pues este poemario va hacia el encuentro de una forma de hablar, hacia un prototipo del pobre.
Nos preguntamos: ¿sólo basta la representación lingüística del otro para la construcción del poema o debe existir un compromiso político e ideológico del autor con lo representado? Desde mi perspectiva, Bomba Bencina se centra sólo en la representación lingüística y contextual del otro pero sin problematizarla, sin cuestionarla. Entonces, ¿dónde se posiciona realmente Juan Carreño? He aquí lo interesante, ya que, según mi modo de ver, Carreño se instala precisamente en el discurso del otro.
Un procedimiento ejemplar, en este sentido, es el de la cita. Esta forma de escritura poética alcanza su máxima expresión en la transcripción de una grabación del incendio de la cárcel de San Miguel ocurrida el 8 de Diciembre de 2010 y el poema “DICE (Dispositivos Colectivos de Enunciación)”. Creo que el recurso de la cita en este proyecto poético pretende incorporar la voz del poeta como parte integrante de esas otras voces.
Bomba Bencina nos hace mirar una realidad que ha estado oculta o que, en la mirada ofrecida por los medios de comunicación masiva, ha sido vaciada de ideología. Bomba Bencina se inscribe en esta problemática del presente y lo realiza no a través de la mirada de un hablante lírico unitario, sino que por medio de la apropiación y visualización de la voz de un otro que existe en el reverso del discurso mediático:

"usted sabe que no vamos a terminar
viendo el mundo por la ventana de la micro
[...] usted sabe
que en cualquier momento me voy a la chucha
y le reviento la casa
pa que trabaje con esquirlas
y se haga cagar las manos
en esconder con sangre su cara" (33).

[Lo incondicionado, lo posible, lo real. Sobre Lumbre de ciervos de Emma Villazón]. Por Simón Villalobos Parada

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Simón Villalobos Parada se pregunta frente a Lumbre de ciervos (2013)de la poeta Emma Villazón (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1983): "¿Por qué un autor debe pertenecer a un país? ¿Por qué debe agruparse con sus coterráneos?", pregunta que cede frente a la "libertad del impulso" poético y su intervención en lo real. Continúa con "Lo incondicionado, lo posible, lo real".



Lo incondicionado, lo posible, lo real. Sobre Lumbre de ciervos de Emma Villazón 

Correr, correrse, irse con la escritura que desborda o cava una grieta y entonces la habitación que el poema llenó de “perfiles, llaves, piernas de sombra”, como si el trayecto de sus aglomeraciones vaciara una cifra o clave en cada objeto, ese espacio o contención cede, es abierto por “incendios emanaciones sin letra” o “un río alzado en la voz”. La luz de los ciervos en la embestida, la sugestión de que en ese contacto habrá o hubo luz, y el viaje en torno a esa imagen son los extremos que tensan el tono de este poemario, forzando las concatenaciones del sentido entre la fijeza momentánea y el movimiento de las enumeraciones, la sintaxis que sigue y registra una figura perdiéndose más adelante o después, cada vez que el nombre quiere tomarla. Escritura por y contra el nombre, entendido como detención o presencia. Contra el nombre, anegándolo, la superficie de signos que se desfonda en actividad incesante:

por eso que restaña posee acusa
percute sume altera abrasa rechaza
en el hijo que vibra estatutos cuando
no hay mole que pegue –por los nacimientos
lumbres de ahogo planetas puentes
papiros que avizoramos

“¿Qué son labios? ¿Qué son miradas que son labios?”, estás preguntas del poema "Nocturno en que nada se oye" de Xavier Villaurrutia resuenan en Lumbre de ciervos. Ellas nos enfrentan al desplazamiento de los órganos perceptivos, cuyas señales se intensifican al no cumplirse, atrapadas en órganos tapiados, articulaciones atadas en la escena en que “nada se oye”, “la voz no suena” y “no hay brazos que tender”. La imaginación de ese imposible (labios que miran, miradas que prueban o saben) en Villaurrutia y Villazón -así como en la tradicional intersección mística y erótica- se da por el incompleto o insatisfactorio acuse sensitivo de aquello que se intuye, busca e inventa, llenando los blancos entre los trazos bosquejados.
En Lumbre de Ciervos no se da el reconocimiento o autoconocimiento de un cuerpo, sino la liberación y dispersión de sus sentidos (tanto de los aparatos perceptivos del sujeto, como de la significancia del objeto percibido), que se fugan de cosa en cosa y de un paisaje a otro. Conocer es, en esta escritura, empujar y medir luego la fuerza de ese impulso, recorriendo la consecuencia de este acto: la dinamización, expansión o contrariedad, en tanto pliegue sobre sí mismo, del tiempo y el espacio:

si no vienes, pienso
habrá que escudriñar pacientes la hora
de ir por el pan imprescindible –bajo acuerdos-
pareciera ser una cuestión de límites todo esto
o de imaginar los pasos que da una mente
en busca de otra –cierto correr
y entrar y salir y corrrerr(se) constantemente,
cierto gran correr adivinándose
entre poluciones de perros y calor

Erótica es la figura de lectura de estos poemas: pérdida y dispersión sensitiva en torno al objeto de la búsqueda, objeto parcial, fabulado también por el deseo de buscar. Pérdida y dispersión que "desitúa" los significados y, por tanto, desnaturaliza el repertorio de sentidos fosilizados en la lengua, ese fondo o fundamento convencional que garantiza la eficacia comunicativa. El sujeto, en ciertas pausas, reflexiona lúcidamente acerca de estos procesos de producción de sentido en contraposición a la inercia de la materia verbal, aconsejándose la necesidad de sacar su enunciación no sólo de la órbita de la comunicación, sino también de la aplastante prevalencia de ciertas tradiciones sobre la práctica literaria. Esto es muy claro en pasajes como el siguiente:

Sabés que trabajás con un ventarrón milenario y creídamente natural
que intenta juntar todas las partes a favor de la trascendencia
y sostener el bote que llaman Realidad

Sentís a ese invento pesado como una guillotina
sin autor       sobre tu figura líquida       anónima
      astral
sin cabeza
                  ni centro o unidad       (aunque con sombrero)

Pero se equivoca quien se dirija a Lumbre de ciervos como a un libro de tema erótico, incluso se equivoca quien se dirija a él como a un libro sellado en un tema que lo etiquete y ofrezca. Acá se oye decir que el poema es, “HABLA / y PASA”, es decir, no transa, no explica, no se suma al tráfago de los mensajes en la lógica que los domina, sino que marca sus contornos cortando del pensamiento unos retazos que luego despliega y hace sonar, probando su resistencia contra la materia que la escritura soporta y envuelve. Bajo este impulso de búsqueda y desborde los motivos se desdibujan: las señas de la hija, su hijo y, por ende, la madre, el espejismo completo de la familia, son los puntos, los versos nunca terminan de enlazar en un relato, sus imágenes quedan vibrando, como en aquellos fragmentos sin caída, ambiguamente narrativos, de Marosa di Giorgio. A su vez, el sujeto es arrastrado por este torrente significativo, transformándose a veces en objeto de su voz, a veces en una segunda persona que es descrita mientras medita (ironizando ese detenimiento: “vos, la claridad inmóvil”), a veces se diluye, fusiona o descansa en el plural u otras desaparece, se borra o pierde en la formualción impersonal, pues ya –como se declara en un breve paratexto- “Ni la autora” sabe quien habla.
Este desdibujamiento en pos de la libertad del impulso, la arbitrariedad y deslimitación de la búsqueda que Emma propone, se proyecta, políticamente, como crítica de las identidades nacionales, utilizadas como estancos administrativos de textos o autores. ¿Por qué un autor debe pertenecer a un país? ¿Por qué debe agruparse con sus coterráneos? (y esta pregunta podría ampliarse a las variantes génerico-sexuales, etarias, históricas o biográficas, que suelen servir como índices de la producción literaria, siendo la más nociva de ellas, por lo difundida y torpemente usada, la noción generacional). “La nacionalidad es inclusión y exclusión” dice Marina Tsvetáieva en la carta a Rilke incorporada en este poemario, y agrega que poesía es traducción de esa lengua (la materna, luego, la nacional por antonomasia) a otra propia, entonces, poesía es apropiación, alteración, creación, por ende, su finalidad no tiene porqué ser el descubrimiento de una identidad colectiva como síntesis histórica que el vate dará a conocer a un pueblo agradecido de su retrato, orgulloso de las categorías sumarias que lo clausuran. Digo esto pensando en el privilegiado objeto lírico que es Chile para los chilenos (críticos, académicos y poetas), una suerte de obsesión o habitar poético obediente a vanas formulaciones mediáticas, meros reflejos de la propaganda. Es cierto, la escritura puede ser elaborada para traficar los dividendos que las coordenadas nacionales entregan, y entonces los autores podemos transformarnos en postulantes a las plazas que la abulia de los estereotipos dispone en medio de la flojera crítica generalizada. Pero la propuesta de Villazón es polémica respecto de este mercado de valores nacionales que tasa y pone en circulación los productos artísticos según su representatividad o adherencia a un cierto eje identitario. La experimentación que se despliega en este libro trastoca las disposiciones con que la nacionalidad encierra a la escritura, pues el coeficiente crítico (y político) de esta poesía ahoga en su desmesura los sitios que el sentido común dispone para delimitar su ejercicio.
Lumbre de ciervos es un poemario lúcido en tanto mensura el exceso que resuelve su posición frente a su materia (el lenguaje) y reflexiona críticamente acerca de las dinámicas discursivas (políticas del texto) que modelan la producción poética en la actualidad. Pero esta escritura no agota su ánimo en estas cuestiones (fundamentales pero también tangenciales a su proyecto), sino que pasa y continúa sobre sí girando, hoyando nuevos suelos y texturas, errando las cosas que arrastra y mezcla, como si ese error e impulso, y la eventual ceguera que suponen, consistieran en delinear, extender y, en cuanto se aquieten sus márgenes, otra vez vulnerar “las nervaduras de lo posible”.


[Dejar de escribir, salir del libro (o la pregunta por la poesía joven de Chile)]. Por Víctor Quezada

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El siguiente texto fue leido en la mesa crítica "¿Existe algo así llamado poesía joven?", actividad que formó parte del Seminario Nueva Poesía Chilena que se lleva a cabo durante la presente semana hasta el sábado 22 de marzo de 2014.



Dejar de escribir, salir del libro (o la pregunta por la poesía joven de Chile) 

Encuentro en un libro de Roland Barthes (2002: 166) una referencia a Euríloco, discípulo de Pirrón, considerado el primer filósofo escéptico. Rastreo la cita hasta el Libro IX de Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres y leo que Euríloco “a veces se tomaba tanto de la ira que hubo vez en que cogiendo un asador con carne y todo, siguió con él al cocinero hasta la plaza”, también se cuenta de Euríloco que en Élida, “fatigado ya de las muchas preguntas que en la conversación se le hacían, se desvistió y, para huir de los que preguntaban, atravesó el río Alfeo a nado”.
La ira de Euríloco no es aquí lo importante, lo importante es su huida, desnudo, de aquellos que lo importunaban con preguntas. Como vemos, a la pregunta no le sigue necesariamente una respuesta, las preguntas se pueden evadir, siendo la huida la evasión última.

He decidido escribir este texto a partir de notas, formas breves, sin mayor unidad, anotadas en momentos de pequeña iluminación; decidí entregarme a la lectura de ciertos libros y, a partir de ella, anotar, subrayar, y no traicionar esas anotaciones con la arrogancia de la articulación del texto crítico. Decidí emprender la tarea de anotar el presente.

Existen libros en la poesía chilena, publicados a lo largo del último lustro, que dicen ser diarios de vida, bitácoras, cuadernos de apuntes. “Este libro se abre con la imagen de alguien que escribe. […] Veamos por encima de su hombro, con letra imprenta en su cuaderno ha escrito: ‘Escribir ha perdido interés para mí’” (Olavarría, 2010: 7); “los argumentos de una obra no se eligen, se los sufre como dijo Flaubert, a lo largo de nuestras fronteras y lenguajes diferentes pude componer una especie de bitácora de viaje, un cuaderno de apuntes que nació a la sombra del cuerpo de mi hermano asesinado. Aquel libro lo llame Erosión” (López, 2014: 7).

¿Por qué anotar? ¿Por qué la mala costumbre de andar con libreta y lápiz por la calle? Kafka: “Cuando digo algo, ese algo pierde inmediata y definitivamente su importancia. Cuando lo anoto, también pierde su importancia, pero a veces gana otra” (citado en Barthes, 2004: 254).

Los testimonios, los diarios de vida, proliferan en momentos críticos de la historia, momentos de cambios profundos o abruptos en los que el sujeto debe examinarse a sí y su entorno, reconocida la orfandad epistemológica en la que se encuentra: anotamos porque no sabemos qué está pasando con nosotros, anotamos porque no sabemos qué pasa con el mundo o este se nos presenta como un rival.

En Material mente diario (2008) de Alejandra del Río, leo el poema “Simultánea y remota (Santiago de Chile, 1980)”:
Tengo ocho años encerrados en mí misma
y ese cuarto enorme
estrecho de vivencias
aquí yo junto cerámicas diaguitas
mis papeles se reproducen con ahínco
aquí tengo un rincón donde puedo enajenarme con soltura
aquí tengo un real deseo de gobernar sobre las muñecas
aquí me habito
aquí dejaré la huella de la palma creadora

Tengo ocho años
vivo en una ciudad sitiada por el ojo carnicero
mi vida transcurre tras los armarios de Ana Frank
y cuando salgo a la escuela
noto miradas esquivas
biografías sospechosas
la evidente labor de los demonios.

La imagen de una niña leyendo el diario de Ana Frank en dictadura. La lectura se convierte en un refugio (¡una heterotopía!) en medio de la ciudad sitiada y, por otro lado, la práctica de la escritura construye una memoria, digamos, perpetua: “Tengo ocho años y si cumplo cien / seguiré teniendo ocho años”.

Martín Cerda va más allá. En la práctica literaria, esta situación del sujeto testimonial es definitoria del ejercicio: “El curso cotidiano del mundo ha obligado al escritor a replegarse en sí mismo” (1982: 101), anota. Existiría una fractura entre quien escribe y el mundo que habita, fractura que el diario intenta fijar y, a la vez, colmar (103); movimiento doble que constituye el tema que la literatura ronda como las aves carroñeras un cuerpo agonizante.

Hay un riesgo en no fijar el presente, no colmar su fractura: alterarse: volverse otro [alter], enajenarse, y en extremo: enloquecer (105). El escritor escribe para no alterarse, el sujeto del diario anota para encontrarse consigo mismo, ambos se reconocen perdidos. El escritor (del siglo XX) escribe para no volverse otro, para que el mundo no acabe de volverlo loco. Encontramos una graduación de este riesgo, un arco que va de la alteración hacia la locura como extremo existencial.

Leo Hospicio (2011) de Gladys González como un diario de desintoxicación.
estiro un brazo
y observo mi mano
su aspecto
no es el que recordaba

una mano huesuda
venosa
los dedos engarfados
las uñas amarillas
tres nudillos rotos
el temblor intermitente
del alcohol
y la abstinencia

[…]

ya no quiero
estar en batalla
conmigo misma
tan sólo quiero
no levantarme de la cama
descansar
de estos últimos años.

¿Es la mano que tiembla y se despega del cuerpo hasta hacerse extraña la misma mano que escribe (“la palma creadora”)?, ¿cuál de ambas manos es la mano real (o la mano de lo real)? Anotamos el presente, a fin de cuentas, para conservar la cordura.

Olavarría: “Se escriben libros para ganarse uno mismo o para perderse uno mismo. Se escriben libros como si se atara un lápiz al pie. Se sale del libro a lo que venga como se sale de noche” (2010: 101). Un par de cosas: escribir es escribir de algo, se escribe con un propósito. Pero también se escribe como se camina, se escribe sin objeto directo, sin propósito alguno, al ritmo de la caminata. Se deja de escribir, por otro lado, “como se sale de noche”, sin esfuerzo, pero además la noche es lo desconocido; se sale de noche a la incertidumbre, a la noche del ser como ámbito primitivo, prehistórico.

El espacio de la escritura es (de nuevo) histórico; no puede inscribirse más que en las superficies de la historia. La literatura (digo) no es más que historia (de la literatura).

Salir del libro es salir al encuentro de la oscuridad de lo humano, a su especificidad animal. Salir del libro es salir a la especie: la ilusión de un afuera de la cultura o la ilusión de la cultura como producto de nuestra co-evolución en medio de otras especies.

Por supuesto, exagero.

Lo que quiero es abrir aquí un diálogo fingido entre una escritura con propósito y otra intransitiva: escribir algo es distinto de escribir. En la cita de Olavarría cohabitan estas dos concepciones de la escritura, estas dos formas. Quizás las que marcan la diferencia entre escribir con la mano y escribir con el pie.

La palabra forma es importante pues, siguiendo a Roland Barthes (2004), elegir una forma implica la elección de una manera de entender el mundo; la elección de una forma abre siempre la pregunta por lo que creemos.

Frankestein o el moderno Prometeo: el monstruo es (moralmente) informe y, por tanto, despreciable ("I beheld the wretch –the miserable monster whom I had created"), porque la suma de las partes no consiguen un hombre completo: un hombre, además de tener pene, de ser biológicamente hombre, debe ser hermoso (del latín formosus: lo bien formado).

La obligación de ser uno y no múltiple. El deseo, por otra parte, de un cuerpo de arena, puro desplazamiento, contenido de todo continente.

Recordemos el enigma de la Esfinge: ¿Qué ser es el que por la mañana anda en cuatro patas, a mediodía en dos y por la noche en tres?
Edipo, héroe civilizador y ante todo un gran aguafiestas, responde: el hombre.

Entrar a la noche es también entrar a la ancianidad y la muerte. Salir del libro tendría algo que ver con pensar la muerte. Maurice Blanchot anota en El espacio literario: “cuídate de soñar la noche”.

Víctor López en Erosión:
El día acaba & las farmacias bajan sus mallas metálicas
dejando toda esa oscuridad indescriptible (2014: 16).

Erosión es un libro al hermano asesinado. Me sorprende la primera referencia que se hace de él:
El cuchillo entró & abrió célula por célula
lo que alguna vez estuvo unido,
lo que alguna vez corrió llorando hasta el patio
gritando a los cuatro vientos
que no le gustaba la cebolla (14).

El hermano es designado mediante las partes de un cuerpo, “célula por célula”, designación que gramaticalmente se concreta en la huella del artículo neutro: su hermano es “lo que alguna vez estuvo unido, / lo que alguna vez corrió llorando hasta el patio”. Lo muerto pasa a ser materia, una pura corporalidad, y el artículo neutro aparece como si asegurara la neutralidad frente a la muerte, como si mediante su artificio, nos fuese permitido hablar de la muerte.

La muerte abre la puerta a lo real, aquello que escapa a la interpretación, al sentido, aquello que simplemente es. Así como en Guía para perderse en la ciudad (2010), anterior libro de López, donde “un montón de hojas” marca el límite de la posibilidad de comprender el mundo, en Erosión las hojas son un signo de lo real:
Es por eso & no por otra cosa
que esta mañana sólo podemos ver
lo que creemos que es “real”
para las demás cosas
no hemos concedido ningún centímetro
en nuestra mente.
Las hojas de los abedules & sus raíces en cambio
fueron pensadas aunque no las viéramos
sabíamos que estaban ahí
coagulándose llenas de estratos, de cenizas
a diferencia del tráfico siempre envuelto (21).

Este es un tema recurrente en López; en Guía para perderse en la ciudad escribió:
[…] no existe una idea exacta de un hecho
Sólo un montón de hojas muertas acumulándose
en la parte trasera de un jardín”.

Como si nos quisiera decir que salir del libro es imposible o que lo real sólo puede ingresar al lenguaje a partir de la tautología: las hojas son hojas simplemente. No existe correspondencia alguna entre idea y hecho (o entre las palabras y las cosas) por lo que el lenguaje, o la escritura, no puede colmar el anhelo de un relato (o el deseo del relato familiar que es el fantasma que recorre la poesía de López) y, por tanto, la escritura se concreta en formas breves, se dispersa en un movimiento sin “profundidad”, sin complejidad más que (y quizás, sólo quizás) la de la acumulación.

Hemos entendido estos libros (libros que podrían ser cualquier otro, libros que no tienen nada de original, nada de especial, con la salvedad de que son libros que me gustan); decía, hemos entendido estos libros como si fueran diarios, cuadernos de apuntes. Habrá entonces que decir que no son diarios, son textos inscritos en un circuito que los lee como poesía, como ficciones. Esto es interesante, son libros que simulan ser diarios, que dicen ser diarios o cuadernos de apuntes: a la proliferación testimonial de post-guerra, post-holocausto (cada nación tiene su propio holocausto) se añade este suplemento que representa el diario, este simulacro de la escritura de lo cotidiano. Seamos categóricos y citemos a Marx: la historia sucede dos veces, primero como tragedia, luego como farsa.

Pero también podríamos decir que nosotros (el resto de lo humano, lo que queda del siglo XX) no podemos concebirnos sino como sujetos fragmentados (y reconozcamos que detrás del fragmento está el anhelo de la unidad, de la forma), sujetos que necesitan constituirse a través de la escritura, sujetos que al buscarse se reconocen perdidos (cf. Cerda, 1982).

La cita que revisamos de Rodrigo Olavarría está al final del libro, pero al comienzo de Alameda tras las rejas leemos: “Nestor Perlongher dice: ‘¿No habrá algo de salirse de sí en ese salir a vagar por ahí a lo que venga?’” (18).

Salir del libro para salirse de sí. Salir del libro implicaría una condición de éxtasis.

Éxtasis (gr.): acción de desplazarse, desviación, pero éxtasis también significa la acción de estar fuera de sí.

Una versión conservadora del éxtasis: Wolfang Iser (“Ficcionalización: la dimensión antropológica de las ficciones literarias”) escribe: “La ficcionalización en literatura implica la condición de ‘éxtasis’, que permite a uno ser simultáneamente uno mismo y aparte de uno mismo”. La ficcionalización, entonces, operaría en el ser fuera de uno mismo; suscitando las figuras del doble, el disfraz, la máscara, la “personae”.

La ficcionalización para Iser tiene un objeto claro: “volverse accesible a uno mismo”. Aunque esa accesibilidad “no es nada más que una forma de hacer creer”: cuestión que implica, por un lado, la creencia de que uno es accesible para sí mismo; por otro, que los términos de dicha accesibilidad no son sino “formales”, “literarios”, un “relato”.

La condición de éxtasis como ficcionalización se cumple dentro de los límites del libro.

Ser otro, al contrario, se cumpliría necesariamente fuera del libro.

“Si pudiera ser distinto a mí mismo y seguir siendo el que soy sería más como Bas Jan Ader, Jonas Mekas, Martín Chambi, Hubert Fichte y Leonore Mau. Tal vez no escribiría nunca. Quisiera decir que también sumaría la vida de Cyril Connolly u otro estático lector voraz a este listado, pero no deseo ser más ese lector, deseo estar en movimiento. No ser sólo el lector y el escritor. Por el momento se trata de encontrarme en otros, de abandonarme a la búsqueda de algo que está siempre ahí esperando, registrarlo y escribirlo. Hacerlo mío” (Olavarría, Cuaderno esclavo, inédito).

Se completa un movimiento: escribir para no alterarse (para que el curso cotidiano del mundo no nos vuelva locos) y dejar de escribir para poder salir de sí, encontrar el éxtasis. La escritura se circunscribe en esos límites: escribimos en el espacio que queda entre la alteración y el éxtasis.

La escritura, ese escribir con el pie, me parece, no estaría tan determinada por un anhelo de colmar la fractura entre el hombre y el mundo como por el deseo de transformarse, de estar en movimiento. No escribimos fragmentos, la escritura no es fragmentaria, la escritura son los granos de arena que vamos pisando al caminar.

Las posibilidades de ser otro: sólo se puede ser otro si logramos salir del libro.

Diego Ramírez, “Diario de vida (y de amor) de un carnicero”:
“Durante este tiempo, hablar de modaypueblo es también hablar de mí, y eso es terrible, es como abrir mi diario de vida, soy tan parte de este proyecto que he perdido cosas importantes en la vida por culpa de modaypueblo. Por ejemplo dejé de escribir. Mi amiga Eugenia Prado, una vez me dijo que tenía que volver a la escritura y no convertirme sólo en Tallerista, y creo que tiene razón, pero hoy lo veo distinto, quizás también estoy haciendo poesía cuando armo, edito y elijo hasta el dibujito y portada que pondrán cada uno de los alumnos en sus libros. Estamos creando juntos” (2012).

Por otro lado, las posibilidades de ser otro son impensables en el espacio del individuo, del sujeto individual.


Bibliografía

Poesía chilena 
Del Río, Alejandra (2008). Material mente diario. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio.
González, Gladys (2011). Vidrio Molido. Santiago de Chile: Libros La Calabaza del Diablo.
López, Víctor (2010). Guía para perderse en la ciudad. Santiago de Chile: Ripio ediciones.
----------------- (2014). Erosión. Santiago de Chile: Alquimia ediciones.
Olavarría, Rodrigo (2010). Alameda tras las rejas. Santiago de Chile: Libros La Calabaza del Diablo.
----------------------- . Cuaderno esclavo. Inédito.
Ramírez, Diego (2012). “Diario de vida (y de amor) de un carnicero”. Dancing Queen (5 años de la carnicería Punk). Santiago de Chile: Editorial Moda y Pueblo. También disponible en Letras.s5. WEB: http://letras.s5.com/dram270214.html. Última consulta: 27 febrero 2014.

Otros 
Barthes, Roland (2002). Lo Neutro. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.
-------------------- (2004). La preparación de la novela. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.
Cerda, Martín (1982). La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo. Valparaíso, Chile: Ediciones Universitarias de Valparaíso.

[Mapa, ciudad y poesía: apuntes sobre Satansonatas de Gisela Frick]. Por Eduardo Serrano Velásquez

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El siguiente texto, escrito por Eduardo Serrano Velásquez, fue leído en ocasión del lanzamiento de Satansonatas (La Polla Literaria, 2013) de Gisela Frick, en el marco de la "Segunda Muestra de Editoriales Independientes" realizada en Isla Negra durante el mes de febrero de 2014.

Mapa, ciudad y poesía: apuntes sobre Satansonatas de Gisela Frick

Leo un libro de poemas como si leyera el plano o la cartografía de una ciudad mental. Calles, plazas, subterráneos, cementerios que recorro o pateo con los ojos mientras leo. Imágenes que van agolpándose en el plano movedizo de una determinada experiencia. Leer es de alguna manera un ejercicio análogo al de caminar. Cada poema va trazando puntos para una ruta de viaje más o menos específica. Hay recorridos lineales, hay otros en espiral, hay desplazamientos subterráneos y otros que definitivamente te extravían. Por lo mismo las formas de recorrer o leer una ciudad-libro son variadas. Entonces caminar deja de ser un ejercicio pacífico, lo mismo que la lectura. Deja de ser eso para convertirse en algo más peligroso. El plano contiene una imagen completa del territorio, pero uno como lector actualiza el orden, la forma y la violencia de esos recorridos.
Sin embargo ese urbanismo mental y corporal no viene aislado. Esa disposición particular de los objetos en el espacio responde a cierta constitución psicológica. Porque la forma de toda ciudad o país está determinada por un sin número de arreglos y convenciones históricas. Y se hace casi necesario pensar en esto ahora que leo Satansonatas de Gisela Frick (Ediciones Polla Literaria, diciembre 2013). No solo porque es el plano de un territorio lo que se recorre o patea con los ojos cuando se lee, sino también por la constitución política de un país que pende sobre el cuerpo. Transitar por sus calles silbando sus tonadas sarcásticas y violentas con la proyección de Chile inyectada en las retinas. La voz poética entonces recorre y construye esa cartografía a escala pero volcándose contra ella:
Hojas de cálculo milimetradas
ayúdenme a salir de esta ciudad, de este cuerpo, de este país
pero sobre todo
de este país enjuto y colonizado
que me escupe y me golpea a cada paso
mientras divago en la abstracta vida de peoneta.
A la par de esta analogía entre leer y caminar, en Satansonatas surge otra de carácter más tangible, otra que se da entre cuerpo y territorio. El cuerpo es un escenario de inscripción permanente, un lugar de destrucción y conflicto, un sitio eriazo donde se graba y se construye. Hendiduras, golpes, roturas se ciernen sobre lo ancho de su superficie. Y así como la forma de una ciudad surge fundamentalmente por acuerdos económicos y políticos, el cuerpo y la memoria de un transeúnte se forjan de acuerdo a la misma violencia. El plano del territorio es su marca de nacimiento, es el tatuaje que lleva en la piel desde siempre. Para referirse al cuerpo y su construcción Foucault escribió lo siguiente: “Lugar de disociación del yo… volumen en perpetuo derrumbamiento. La genealogía, como el análisis de la procedencia, se encuentra por tanto en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructor del cuerpo” (Foucault, 1992). Y me parece que esto es precisamente lo que sucede en Satansonatas. El mapa, la historia, el relato y el entorno rompen y recomponen la forma del cuerpo:
Hombres que lo cercenan todo
hombres, siempre hombres arrancándose y arrancando
dientes y raíces
incluso la suya propia
hombres cercenando genitales
hombres sodomizando hombres por fuerza
hombres sodomizando niños por fuerza
hombres sodomizando mujeres por fuerza
los dientes quieren apretarse
el charco de sangre crece
bajo las plantas
de los pies.
Para completar esta constitución entre mapa, ciudad y cuerpo, aparece otro factor que voy a marcar como "Situacionista". Un elemento fundamental que tiene que ver con el alcance de su campo de acción. La construcción de la ciudad obedece a una serie de convenciones y arbitrariedades históricas. Eso está claro. Su forma puede ser una u otra dependiendo de la alegoría que los planificadores tengan en mente. El plano de la ciudad necesariamente está ligado a las condiciones políticas de ésta. Por ende en las condiciones de la vida actual es común que se sustituyen las relaciones sociales por imágenes representadas. Las relaciones de los bienes y servicios encubren las relaciones entre la gente. La vida está mediada y colonizada por imágenes. Por esa misma razón un recorrido aleatorio en la ciudad tiene la capacidad de permutar ese plano legítimo que nos valida como ciudadanos, por otro injertado por el propio transeúnte:
La fealdad del pueblo
del capitalismo
bello mestizaje
afeado por objetos
y marcas transnacionales
hijo, cómete la galleta
tómate el jugo, te dije
juega con el celular mierda
te dije cállate mierda
sobregiro
músculos
cabellos teñidos
da igual”.
Leer un libro de poemas como si fuera el plano de una ciudad mental o corporal entonces permite fijar de alguna manera las coordenadas para los efectos una determinada poética. Una poética que actúa del mismo modo que un mapa urbano, pero que tuerce esas mismas rutas de tránsito o movimiento oficiales. Eso le da la oportunidad de instalar nuevos puntos de observación y de escribir aquello que se observa. Porque la cartografía y la poesía tienen similitudes evidentes y concede la manera de cuestionar y reagenciar ese simulacro que sustenta los alambres del mapa.

Eduardo Serrano Velásquez. Licenciado en Literatura de la UDP y estudiante de Magister  en Literatura Latinoamericana de la USACH. Ha participado en diversos congresos de literatura, nacionales e internacionales (entre ellos JALLA-e 2010 y 2011). Obtuvo la primera mención honrosa en el concurso de poesía “Stella Corvalán”  el 2010 con el poemario “Transeúnte”. Fue director y editor de la revista impresa y online “Deriva” literatura y urbanismo. Durante los próximos meses sale publicado su primer libro de poemas “Mapa de guerra” por Editorial Das Kapital. Actualmente trabaja como Profesor de Lenguaje y Comunicación


Bibliografía
Foucault, Michel (1992). "Nietzsche, la genealogía, la historia". Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta. 3ª edic.

[Magenta de Fernando Ortega]. Por Felipe Cussen

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El siguiente texto, escrito por Felipe Cussen, fue leído a manera de presentación del libro Magenta (Libros del Pez Espiral, 2014) de Fernando Ortega (Viña del mar, 1983), el día 1 de abril de 2014. Además, forma parte de la investigación en proceso del proyecto Fondecyt Regular #1131136 "Samples y loops en la poesía contemporánea".

Magenta de Fernando Ortega.

No sé muy bien cuándo ni por qué me escribió por primera vez Fernando Ortega para que nos reuniéramos. Entro a Gmail para buscarlo y encuentro su primer correo, del 21 de enero de 2012, el número 353 de "muchos". Me contaba de sus proyectos poéticos y también de sus estudios en artes mediales, y me envió un "link" a algunos poemas suyos y un canal de Youtube: "por su canal de Youtube los conoceréis", me decía. Luego nos conocimos en persona, y hemos seguido conversando frecuentemente, no sólo por nuestro mutuo interés en la combinación de la escritura y las tecnologías digitales, sino también por la tensión entre la emotividad y el lirismo frente a una actitud más fría y experimental.
Recuerdo todo esto mientras reviso el archivo en PDF de este nuevo libro que sólo en este instante acabo de conocer en su formato impreso. Magenta invita desde su título a leer esa mezcla de influencias, prácticas y reflexiones. La misma palabra "magenta", que leemos usualmente en los cartuchos de las impresoras, esconde un origen más antiguo: la alusión a la sangre derramada en la batalla de Magenta, el 4 de junio de 1859, y que luego se convirtió en un color de moda. También la cubierta de este libro juega en dos planos: por afuera, la portada generada en processing por Christian Oyarzun nos ofrece una trama vertiginosamente regular, y la tipografía y la información de las solapas se presentan como si fueran la etiqueta de un producto industrial. En la parte superior de éstas, sin embargo, se transparenta un documento corporal, unas ecotomografías, esa extraña manera en la que mediante rayos traducidos en pixeles podemos penetrar aún más adentro que nuestro interior.
La serie de poemas, en cambio, se inicia con su cara más personal e íntima: el primero es sobre la muerte del padre, pero está escrito con un tono sobrio y distante. El segundo, uno de mis favoritos, es "Ojos de Claudio Arrau", donde se propone una extraña combinación de historias familiares con disquisiciones tecnológicas. Se contrastan los vinilos del pianista con sus videos en youtube, pero no se fetichiza la melancolía del soporte antiguo ni la novedad de la página web; lo que se busca es el tipo de efecto homólogo que puede provocar en los auditores:
Los planos en que Arrau mira a la cámara
son escasos; en ellos busco
lo que mi tía encontró en sus vinilos".
Una ecuación parecida se repite en otros dos poemas notables que tematizan el chat y la escritura de correos electrónicos. Estas escenas son similares a las de aquellas películas de época en que se muestran las viscisitudes del proceso íntimo de la preparación de una carta, las dudas sobre qué poner y qué no poner, y la ansiedad provocada por la demora del envío. Aquí no existe esa demora, y es precisamente esa diferencia la que añade una especificidad:
En la ventana del chat veo sus letras
Gmail me indica cuándo están escribiendo
o dejan un mensaje a medio terminar
sé lo que corrigen, infiero sus caras.
Esa relativa pérdida de la privacidad no le quita el valor afectivo a esas declaraciones, e incluso se intenta recargar la materialidad de las letras sobre la pantalla com
o si fuera una hoja escrita a mano, que tuviera hasta el perfume de la amada. La solución es irónica:
Le puse 'no leído'
al email en que me escribes te quiero
como reciclando una bolsita de té.
Hacia la mitad aparece otra zona de la búsqueda de Fernando, que ya estaba presente en su libro anterior, Cian. Se trata de textos menos vivenciales, más abstractos, pseudo-lógicos, casi concretos. Uno de ellos es Tao, que termina con una instrucción parecida a las de Yoko Ono o las de muchos artistas conceptuales: "Piensa en un cuadrado blanco". Después se añaden otras discusiones cromáticas: "el magenta es el no verde// pero el verde/ no es el no magenta", que desembocan en un pimponeo absurdo:
el pasto es verde
el pasto es verde
el pasto es verde
el pasto es verde
el pasto es verde
el pasto es verde

¿de qué color es el pasto?
Esta insistencia en el problema de la denominación de los colores es quizás su modo más preciso para referir la inadecuación de las palabras y las cosas, ese desfase que conocen tan bien los diseñadores cuando la imagen de la pantalla no corresponde con la de la impresión. La incomodidad se traspasa también a otro plano, más cotidiano, el de mostrarse como "escritor" frente a los demás. El sujeto se queja de aquellas "[c]hicas a las que les gusta tu poema/ y te encuentran tierno", y no responde cuando una amable amiga le pregunta si escribe "con inspiración".
Creo que si hay un punto en el que se pueden reunir los versos de Magenta es precisamente en esa constante duda que se asoma de muchas formas entre situaciones anodinas y problemas metafísicos. La escritura, un viejo medio, es su herramienta para dudar, una forma tan artificiosa, sofisticada y dificultosa como cualquier "software". Un poema puede ser un ejercicio tan inútil o efectivo como escribir un "e-mail". Publicar un libro puede ser algo parecido a enviar un "spam". La pregunta siempre es la misma: ¿está seguro de que desea enviar este mensaje?

Felipe Cussen (Santiago de Chile, 1974). Doctor en Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra e investigador del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Fundó la Revista Laboratorio y es miembro del Foro de Escritores. Acaba de publicar "Opinología", que se puede descargar gratuitamente desde www.cumshot.cl.

[- Vol +. Cuaderno de composición de Martín Gubbins]. Por Juan Carlos Vidal

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Cuaderno de Composición (Santiago de Chile, Libros del Pez Espiral, 2014) de Martín Gubbins es un libro sin escritura, solo contiene las líneas que delimitan los renglones de la hoja de un cuaderno y la siguiente inscripción, a manera de advertencia: ESTE CUADERNO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
Revisa un interesante texto de Juan Carlos Vidal Becerra, quien explora los significados de este libro/cuaderno, desde el evento de su lanzamiento hasta su propia experiencia de "lectura".



- Vol +

Un violín es un pedazo de madera que ha sido manipulado
fuera de su forma natural
y doblado, torcido y secado.
Y tomas las cuerdas y las tensas encima, muy rígida, muy estresantemente
y entonces tomas un arco, muy recto y apretado
y raspas encima, friccionando
y el sonido que produce
esa liberación es el arte.

El proyecto imposible: la compaginación de la blancura.
Juan Luis Martínez

Expedientes y archivos temporales

Llenar papelitos con escritura es una de las aficiones más recurrentes de la especie humana. Escritura cuneiforme. Manuscrita. Tipográfica. Digital.
Somos principalmente escritura. Escritura y lectura, una vez cubiertas las necesidades básicas.
La aparición de la escritura apenas se puede exagerar. Su irrupción da origen a la historia y al campo teórico del pensamiento. Crea un respaldo del universo concreto y su espejo exponencial: el universo imaginario.
La escritura es el registro de una lectura previa, íntima o colectiva, acerca de un hecho u objeto, almacenada para consumos posteriores y cuyo efecto menor es el alumbramiento de nuevas lecturas. Este ciclo de retroalimentación ocurre dentro del sistema del lenguaje, a través de secuencias sonoras, signos gráficos, relieves o imágenes.
El registro, el acopio, el estudio y la transmisión de estas figuraciones pueden definirse como cultura.
Admito que es imposible explicar fenómenos tan complejos con palabras tan someras. Admito también que procesos como la lectura ocurren en la mente de los seres y no necesariamente en un entorno físico. Se trata de fenómenos arbitrarios, personales y que se perciben como colectivos a través de la identificación y la empatía.
Sin embargo, todos los hombres nacen iguales ante el lenguaje. Cualquier sistema se vuelve comunitario en la medida en que su legislación garantiza objetividad y utilidad, sin atender las diferencias de sus operarios. Es decir, el lenguaje se vuelve social en cuanto más se estandariza y se vuelve especializado en tanto más artificial.
Esta igualdad de concurrencia no garantiza justicia alguna ni ante el lenguaje ni (cruel pero cierto) ante lo que ese lenguaje representa.
La experiencia poética del lenguaje desafía la noción de generalidad que impregna cada uno de los asuntos, divinos o terrenales, resistiendo al totalitarismo de los discursos que dominan o pretenden dominar una sociedad. Se escribe poesía al margen de la ley.
Una propuesta poética infringe las normas de la semántica y la sintaxis, por ejemplo, evidenciándolas al momento de vulnerarlas, pero sigue operando dentro de las reglas de un sistema de lenguaje. De otro modo corre el riesgo de convertirse en pintura, por ejemplo, o alguna manifestación visual o sonora híbrida, de difícil denominación.
La lengua nace del grito, el balbuceo, la sílaba, la letra, y es el caldo de cultivo de los infiernos y los paraísos humanos.
Como no es este un poema resulta oportuno establecer un material básico de trabajo con el fin de darse a entender. Los componentes últimos de sentido, me parece, son aquello que habitualmente llamamos palabras y que permiten, por ejemplo, escribir estas líneas.
Las palabras refieren nuestra situación como especie. Con ellas se puede redactar una sentencia de muerte, por ejemplo, o nombrar a un hijo con todo el amor del que un ser humano es capaz.

Tarea para la casa

Me confieso incapaz de renunciar a las palabras como materia de expresión o, al menos, como consuelo gutural y papeleo de sentido. Por decir algo. Admiro, sin embargo, la maniobra extrema de Cuaderno de Composición y de su autor o compositor, al publicar un libro que carece de escritura en el más literal de los sentidos.
La misma presentación de este libro-cuaderno, ocurrida en la Academia Chilena de la Lengua en mayo de 2014, supone una problemática de materialidades y formatos. A través del oído y la vista, los asistentes percibimos una serie de estímulos disparados en vivo, simultáneamente, pero que, una vez levantada la sesión, no terminan de aglutinarse como un todo.
Una batería de sonidos guturales (sílabas y balbuceos distorsionados por una mesa de efectos y reproducidos mediante amplificación) es emitida por el autor-intérprete, superponiéndose a las líneas horizontales previamente impresas (transmitidas a un muro a través de diapositivas) y que se descomponen en el espacio de la hoja hasta un blanco total, según el avance de las páginas del libro. Sin embargo, al adquirir el libro objeto, este recipiente de papel no contiene la partitura de aquellos sonidos emitidos en vivo. No contiene escritura.
Lo que sí se puede hallar en las páginas del libro es una serie de líneas típicas de los cuadernos de composición, cuya utilidad es la de guiar al escribiente en sus trazos manuscritos, propiciando una escritura ordenada, sin renglones torcidos o chuecos. En la medida en que avanzamos página por página las líneas varían de su posición ideal, simulando una cinética, desde el orden tradicional hacia la desaparición. Las líneas están puestas allí para que "alguien" lea o, mejor dicho, escriba en el espacio en blanco que encierran y complete el libro. Esto daría como resultado muchos libros, personalizados por los susodichos escribientes, nunca el mismo libro. Tal provocación se confirma con la práctica de regalar un lápiz y una goma junto con el libro impreso (¿un lápiz de borrar y una goma de escribir?). De este modo el autor o compositor, intenta convertir a sus lectores en escritores de un posible texto imposible.

Borrón y cuenta nueva

Durante varios días anduve con el libro dentro de mi bolso y cada vez que intenté leerlo, no pude realizar ese procedimiento. Me limité a observar meticulosa o distraídamente las líneas impresas y su progresiva (des)composición.
Para permanecer en el entuerto mental o las lecturas erradas, debido a la ignorancia de la que soy capaz, me permito atender algunas emociones imprecisas, desconcertantes y, no puedo desconocerlo, reñidas con el entusiasmo.
Me pregunto si es posible considerar esta publicación como libro (en el sentido de obra impresa y no de soporte) y este libro como un libro de poesía, dado que no existen en él indicios de lenguaje articulado, si obviamos las frases finales que, en cualquier otro libro, no se considerarían parte del poemario o lo que sea que se publique en él. No me pregunto, en verdad creo que no se trata de un libro de poesía. Tampoco se trata de un libro. Se trata de algo más (¿de algo menos?).
La respuesta no es tanto un secreto como una declaración a voces. Podemos hallarla en la única frase impresa (aparte del título y el nombre del autor) que puede leerse y que en cualquier otro libro encabezaría el colofón tradicional. En este caso, sin embargo, aparece en la página inmediatamente anterior a la que exhibe los datos típicos de nombre, fecha, tiraje:

ESTE CUADERNO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR

Se trata entonces de un cuaderno. Un cuaderno impreso con líneas horizontales. Un recipiente vacío de sus señaléticas de uso corriente: el lenguaje o sus símbolos. Un cuaderno que se terminó de imprimir. Una última declaración y luego (o mejor dicho antes) el silencio, sonoro y hasta visual.
No es el silencio lo que me deja perplejo (el silencio, como idea, está atestado de las palabras que callamos, es decir abarrotado de sentido). Tampoco es el balbuceo "extraterrestre"(del lanzamiento) que sugiere algo que no significa sino un gruñido eléctrico; la vibración de algo que es, que puede ser, incluso fuera de su vibrato, pero que no se registra, borrándose del mapa del lector ausente, por ejemplo, en el momento de su lectura pública. No es el silencio ni su contrario lo que me desorienta. No es el manifiesto posterior al "recital"; un texto leído a modo de explicación para los profanos de la poesía experimental. Es, quizá y sólo quizá, el conjunto de procedimientos destinados a generar una lectura donde no la hay. O tal vez y sólo tal vez, el hecho de producir, cambiando las reglas del juego, una publicación inabordable en términos de lectura.

Disfunción y Circuito

Es la ruta del lenguaje un camino culebrero, un camino atestado de escollos mitológicos. Según mi visión del asunto no existe una clara noción de límites entre lo que somos y el relato de lo que somos. Me parece que cada cosa, al ser nombrada, se convierte en cosa imaginaria. El lenguaje es un vivero de mitología.
El mundo de las personas, en su dimensión psicológica y no geográfica, está asociado de manera directa a los problemas del lenguaje y sus contenidos. La mente parece menos real de lo conveniente, pero es en ella donde se originan los sucesos que condicionan la especie. Una red invisible de emociones, ideas, experiencias y lecturas opera dentro de aquello que califica como conciencia. Estos procesos mentales de amplio rango configuran una especie de hábitat cultural, donde los individuos establecen su sistema de relaciones y creencias. Podríamos suponer que la red neuronal de un individuo está cargada de lenguaje, positivo o negativo, y que la sinapsis es un velocísimo y sofisticado intercambio de lecturas (impulsos nerviosos). Un dinámico mapa de rutas culebreras.
Como método de supervivencia la mente busca dar sentido a los hechos naturales, haciéndolos legibles para su análisis y una posterior toma de decisiones. Esto implica una permanente adecuación de ideas y experiencias, en primer término como garantía vital y, en segundos e infinitos términos, como justificación de la existencia misma.
Esta búsqueda de sentido es un relato del mundo. El relato inclasificable de lo real que subyace al relato histórico oficial. Hasta ahora ninguno de estos relatos resulta alentador. Refiriéndose al mundo de la antipoesía, Enrique Lihn escribió que “el carácter infernal de la existencia reside en su falta de sentido”. Esta carencia empuja a los sujetos a la desesperación, la neurosis y el delirio. Los discursos dominantes influyen, incluso determinan, este absurdo. El mismo Parra, en el prólogo a su traducción de Shakespeare “Lear Rey y Mendigo” sostiene que “en un mundo desprovisto de racionalidad / la poesía no puede ser otra cosa / que la mala conciencia de la época”.
Si es verdad que un idioma es una interpretación del universo, divergente y hasta opuesta a otros idiomas, debiéramos fijar residencia en una cosmovisión menos autodestructiva. En su obra Trópico de Capricornio Henry Miller suma estas palabras a nuestro caso: “en todas partes pasa lo mismo: hambre, humillación, ignorancia, vicio, codicia, extorsión, trapacería, tortura, despotismo: la humanidad del hombre para con el hombre: las cadenas, los arneses, el dogal, la brida, el látigo, las espuelas. Cuanto mayor es la calidad de un hombre, en peores condiciones está.”
Siempre hay un peor escenario que el peor de los escenarios para nuestra convivencia. En un sitio como este, donde importa más lo que se dice que lo que se hace, el lenguaje está lejos de operar como un propulsor de cambios. Resulta fantasioso afirmar que los textos literarios e incluso los textos políticos o filosóficos pueden ayudar a los procesos sociales. En la simulación que el lenguaje ofrece como catálogo de lo real, los discursos sociales son la mitología del poder económico (el orden del mundo). Lo que en un sentido más amplio Jean Baudrillard, en su ensayo La precesión de los simulacros, anuncia como “una suplantación de lo real por los signos de lo real”. Este imaginario colectivo se perpetúa a sí mismo gracias tanto a sus adherentes como a sus detractores. En un caso como éste y aunque se hable a favor o en contra del orden imperante, enunciar es validar.
En el universo del lenguaje todo aquello que no es experimental, es propaganda.
En el primer texto de Fuentes del Derecho de Martín Gubbins (Ediciones Tácitas, 2010) se denuncia la disfunción del lenguaje y su condición equívoca, a diferencia de los números, que no son susceptibles de interpretación. El libro pone en entredicho la legitimidad del sistema jurídico y de cualquier sistema o verdad descrita mediante el lenguaje. Esta subversión desestabiliza todo tipo de iniciativa voluntariosa, en las que muchos de nosotros aún permanecemos cautivos. A contramano del texto que precede a los poemas de este libro: “el que ha seguido una disciplina / debe decir lo que piensa de ella”, el autor no dice lo que piensa, no comenta sus ideas, no afirma; expone las formulaciones del lenguaje, revelando la inoperancia absoluta del sistema en relación a lo humanitario y lo vital. Mediante procedimientos de repetición, anáforas, aliteraciones, elipsis, el lenguaje se desarticula y se deslegitima en sí mismo, pierde su comunicabilidad, se vuelve intratable y ridículo. Incluso las preguntas que se plantean en el poema "Preguntas" no precisan una respuesta, son improcedentes e inútiles como planteamiento: "¿Qué método existe para medir el daño?”, “¿Por qué dos males se compensan entre sí?”, “¿Por qué aceptamos el homicidio en una guerra?”. Como en La Nueva Novela de Juan Luis Martínez, el libro interrumpe la comunicación para verificar que el circuito no funciona.

Entretención fulminante

Durante el siglo XX, tal como lo expresa Octavio Paz en Sombra de Obras (Seix Barral, 1983), la frontera entre crítica y creación se ha destruido casi por completo. Las obras artísticas han incorporado la crítica dentro de su propio corpus verbal, incluyendo además referencias a otras obras y textos. Toda obra es a un tiempo expresión, búsqueda, experimentación y tesis. La intertextualidad también supone una crisis de autoría o al menos de propiedad intelectual, acentuada en el presente por fenómenos como la expansión de las redes sociales. Incluso hay quienes sostienen que no se puede escribir nada nuevo, exhibiendo una absoluta desconfianza en la imaginación que, incluso en disciplinas tan complejas como la física, aún no ha proscrito.
El caso es que el lenguaje también ha resultado ser un arnés, una brida, una fábrica de armamentos y solo los menos sumisos no sucumben ante sus encantos. Los excéntricos habitantes de la poesía experimental aspiran a una problemática mayor que la intertextualidad, al trasladar el sentido desde los significados hacia los significantes, operando no sólo desde lo verbal, también desde la visualidad y la sonoridad (la materialidad de los textos mismos), originando un tipo de obra, si se me perdona la expresión, "autoconsciente".
Estos ejercicios extremos suelen despertar las más encontradas reacciones. Se consideran muchas veces una práctica académica formal o una "volada" de parte de autores aburridos del arroz y los fideos. La rareza de estos hallazgos no es del "gusto popular" y se suma al desconocimiento que reservamos para géneros como la poesía concreta, por ejemplo. Quizá debiéramos preguntarnos si el experimento mismo es acaso un resultado y si estamos de acuerdo en que lo sea. La contundencia de estas expresiones es desigual en términos de producto y resulta difícil de valorizar sin información adjunta. Muchas veces aparecen como un proceso inconcluso, algo provisorio que no califica como obra. Una especie de entretención para entendidos.
La recepción de estas propuestas, en sus versiones en vivo, por ejemplo, es dispar y comprende el aplauso efusivo, el aplauso, el amago de aplauso, el silencio dubitativo, la argumentación excesiva, el comentario despectivo y la sonrisa irónica. Estas manifestaciones pueden hacerse patentes en un mismo individuo dependiendo de la singularidad de cada muestra. Lo inquietante de estas tentativas (lo digo como espectador dispuesto) es la tendencia no tanto a lo original como a lo extravagante. El desplazamiento hacia un territorio cada vez menos verbal, colindante con la performance y la plástica, pero que en lugar de implicar al lector-espectador se vuelve más bien "autista".
En algún punto de esta exploración las palabras rompen en balbuceos y los balbuceos en sílabas y las sílabas en vibraciones (además de "samples", sonidos y acoples), y todo ese ruidismo deriva en una frecuencia fantasmal de entrelíneas. Se hace inminente entonces romper la barrera del vacío, la barrera del absurdo de la que el lenguaje es cancerbero, no para hallar un nuevo sentido, sino para ver qué habrá después, para oír qué habrá. Como sugiere la nota preliminar "Velocidad antes que música" escrita Por William Rowe para Secciones Eternas de Tom Raworth (Ediciones Tácitas, 2011, edición bilingüe de Kurt Folch): "la poesía, como una sonda, se arriesga a lo desconocido, sin otra metodología que no sea la confianza en el oído, que en el fondo no es método, sino algo así como vivir la espesura de lo existente".
Oír la extensión pura, el cosmos vibratorio donde las moléculas colisionan unas con otras o son en sí mismas el resultado de esa fricción. Donde la materia audible imagina. Donde percibir es enunciar. Asistir al momento cuando la naturaleza nativa origina el primer oído con todos sus componentes dispuestos, dando a lo físico una nueva magnitud. En Plagio del Afecto (Ediciones Tácitas, 2010), Carlos Cociña, en el "afecto 5" referido a Rodolfo Llinás, sondea otra posibilidad: “cuando cae un árbol en la selva, y no hay quien lo oiga, no produce ruido. El sonido es una interpretación que hace el cerebro de las vibraciones del aire producidas por el árbol que se derrumba.”
Un poema se asemeja más a las notas de un violín desafinado que a una receta curativa. Puede resultar terapéutico como cualquier actividad humana que no esté supeditada al lucro ni la imposición. Es una estructura lingüística en sí misma y no se desarrolla como el reflejo de algo viviente o verbal. Es experimental en el sentido en que nace de la experiencia única de un individuo y su relación con el universo no lingüístico, pero ocupa su propia realidad intelectual, una realidad sin atmósfera.
Decir o no decir, de eso se trata. Oír antes que ver. Explorar antes que entender. En la publicación de Señales de Ruta de Juan Luis Martínez (Ediciones Archivo, 1987), el dúo Lihn-Lastra cita la publicación de Mariano Antolín y Alfredo Embid Introducción al budismo Zen: Enseñanzas y textos (Barral Editores, 1974) para referir un breve relato acerca de las escrituras: Buda entrega a un discípulo unos ejemplares en blanco y, ante las quejas del aprendiz, Buda responde: "No es necesario que grites. Esos rollos en blanco son las verdaderas escrituras, pero como veo que sois demasiado ignorantes, no habrá más remedio que escribir algo en ellos".
Como cualquier discípulo mal informado, entro en pánico ante lo desconocido. No grito pero tampoco me sale la voz. Mi resistencia ante la pulverización del sentido que la poesía rastrea, es predecible. Me llora un método más ingenioso para abordar esta publicación. Me parece que un objeto rupturista como Cuaderno de Composición emula otros aportes límites que también parecen definitivos (como La Fuente de Marcel Duchamp o La Poesía Chilena de Juan Luis Martínez), cambiando las reglas del juego a su propio beneficio. Imagino una versión del superclásico sin jugadores ni árbitros ni equipo técnico, mientras las líneas de la cancha se dispersan hasta desaparecer, en un partido que nadie podrá perder ni ganar. Imagino un tablero de ajedrez sin rey ni alfil ni torres ni reina ni caballo ni peones, reconfigurando su perspectiva como en un cuadro imposible de Escher. Imagino una serie de extensiones eléctricas donde "los pájaros encierran el significado de su propio canto / en la malla de un lenguaje vacío; / malla que es a un tiempo transparente e irrompible."
Durante la presentación de Cuaderno de Composición, me pareció oír un comentario de parte de uno de los espectadores: "Parecen campos semánticos". No estoy seguro de saber de qué hablaba, pero extrañamente me hace sentido la referencia a los espacios blancos del cuaderno como campos semánticos. Estas abstracciones ni siquiera existen en la realidad del texto; son extensiones mentales, extensiones de blancura que exceden las posibilidades de una lectura tradicional. Esta geometría de la nada, luminosa a riesgo de su propia nulidad, vibra fuera del repertorio del lenguaje, poniendo a prueba nuestra resistencia al formatear sus territorios, para que en su blancura fulminante, quizá, otros puedan resignificar.

Juan Carlos Vidal Becerra (Santiago, 1974). Autor de Desdiosidad (Editorial Cuneta, 2010). Además tiene un trabajo visual homónimo (ver en Vimeo).

[16/1 (Dieciséis fotogramas por segundo: al ritmo del cine mudo)]. Por Víctor Quezada

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Sobre el cine, la literatura y la ciudad, "16/1" es un texto escrito originalmente en 2006.


16/1 (Dieciséis fotogramas por segundo: al ritmo del cine mudo)

Por otra parte, el cine es un lenguaje.
Bazin, 2004: 30.

1. El técnico primitivo, como el inventor por sucedáneo, es bricoleur y monteur lo mismo: monteur-Niepce, monteur-Muybridge, monteur-Marey… La proyección aquí, a manera de mirada al cielo o hacia delante del monomaníaco (del melancólico), actúa a través del “ejercicio de una paciencia heroica” por la que las herramientas golpean para convertirlo mecánico, ingeniero: “porque ni los materiales, ni las partes de máquinas que emplean se adecuan a la función que deberían cumplir en las invenciones de nuevos procesos, siempre defectuosos” (Sarlo, 1997: 30). Monteur-Muybridge en 1880 realizó la primera serie cinematográfica con un colodón húmedo sobre una placa de vidrio; solo una de las tres condiciones esenciales del registro cinematográfico enunciadas por André Bazin: instantaneidad, emulsión seca, soporte flexible. Se produce aquí una tensión entre la técnica y su aprehensión frente a la tecnología disponible: la fotografía como el dominio de la detención y el condicionante imaginativo para establecer el doble de la realidad; cuestión del imaginario (de todo y de nada) que se encadena al nacimiento de la perspectiva en el Renacimiento y la serie de juguetes de feria que simulaban el movimiento y excitaban al pueblo. La publicidad de este condicionante deviene técnica.

2. Por otro lado está la detención: “esas sombras grises o de color sepia, fantasmagóricas, casi ilegibles, [son] la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino” (Bazin: 28).
El imaginario de una sociedad marcada por la pretensión de lo real, obliga la identidad entre modelo y retrato, pues quita y otorga al hombre, situado en la trascendencia. La perspectiva de la salvación se hace en dos dimensiones, sin relieve ni color. “Yo vivía lo eterno” (Wacquez, 1971: 29): hecho psicológico y genético de las artes plásticas, según Bazin, y última trinchera del valor cultual a través del recuerdo del rostro (Benjamin, 1986: 31). Valor que se reemplaza junto con el principio deíctico de todo arte en su reproducción técnica por la proyección de lo acabado (la cámara oscura de Leonardo prefiguraba la de Niepce) (Bazin: 25). La invención de la perspectiva asediaba al hombre en la creencia de la salvación, mágica y religiosa luego, pero científica y mecánica en su valor de proyecto de la totalidad. Caminos que obligaron a la pintura a una búsqueda de la expresión dramática instantaneizada (cf. Eisenstein; 140-142) y a su posterior crisis realista a mediados del siglo XIX. Crisis que encuentra una figura heroica en los hermanos Lumière: La estación de San Lázaro juega, se mueve.

3. Por el impulso del juego supera Schiller la escisión entre racionalidad y sensibilidad; el mundo de lo aparente en su proyección salva la distancia frente al mundo verdadero (platónico, de las ideas) en la realización del ideal (1991: 201) a través de la obra artística y el principio de acción recíproca cumplido en el impulso del juego que “suprime el tiempo en el tiempo”. Esta supresión y búsqueda del movimiento (de los estados de la persona que configuran al hombre como lo permanente en el cambio) sería observada en la crisis del realismo como la tentativa de aprehensión de la totalidad del mundo. La realidad es abarcada por la técnica y se somete a mensura: advenimiento y “aumento de la importancia de la estadística” (Benjamin: 25): gracias al monteur-Muybridge los caballos se suspenden en el aire, son casi alados. Esta posibilidad de escribir el movimiento, y por tanto el mundo en su ser temporal, pues “es el movimiento el que nos muestra la realidad del tiempo” (Wacquez: 30), abre la realidad misma como materia prima para la superación de toda distancia objetiva y simbólica en el hombre: su sentido para lo igual en el mundo (Benjamin: 25).

4. Afirmación de una paradoja. Lo inmóvil en sucesión; así, la cadena de imágenes camina y se mueve. Lo que no tiene movimiento se suple en el tiempo y el espacio: de nuevo, la proyección del juego logra su marcha, se mueve. “Ya que cine –se me atropellan tus palabras- quiere decir movimiento continuo” (Wacquez: 30). La continuidad hace de lo inmóvil kiné, una escritura del movimiento.

5. La fotografía, en palabras de André Bazin, deforma al retratado casi en una mueca (falta de relieve, de color). Deformación que, no obstante, en el arte cinematográfico, se transforma en cualidad. El así llamado “hombre visible”, mediante esta transfiguración estilística se reforma en “hombre nuevo”: extrañamiento del rostro, caída de la última trinchera del aura y eliminación del significado único, extrínseco de la fotografía por la proliferación de sentidos “propios”, intrínsecos, del cine: el arte es una manera de experimentar la condición artística de un objeto; el objeto mismo no es importante, dice Sklovski (1970: 80).

6. El cine posee leyes semánticas autónomas, cuyo progreso desemboca en la significación de la evolución de los procedimientos cinematográficos. La posibilidad de la escritura del movimiento se torna artificio. Esta característica artificial (la fotogenia) “se transforma en ‘lenguaje’, lenguaje de los gestos, de la mímica, de los encuadres, de los planos, etc.” (Eikhenbaum: 199).
Así, puedo decir: el caballo alado de monteur-Muybridge. O reconocer el privilegio de la connotación por sobre la denotación en El viaje a la luna de monsieur Méliès, monteur, artificio que pasa por una fictivización de lo fantástico, y como codificación inaugural de un género en la historia del cine.

7. “El teatro, dice Baudelaire, es un ‘candelabro de cristal’ […] el cine es como la pequeña linterna del acomodador, moviéndose como un cometa incierto en la noche de nuestro sueño despierto, el espacio difuso, sin forma ni fronteras que rodea a la pantalla” (Andrew, 1993: 185). La fuerza del cine es centrífuga, nos lleva o intenta conducirnos, guiarnos hacia lo real, de vuelta a la presencia de lo que no necesita de creación humana. La oscuridad se presenta como la forma más clara de la luz: “yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo –ni siquiera ella lo sabía-, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos” (Hernández).

8. Bazin combate el realismo narrativo que toma como un propósito del film el espacio y el tiempo sistemáticamente fragmentados y manipulados. La opción moral por la profundidad de campo, en oposición, dejaría a la naturaleza actuar más libremente sobre la forma. Sin embargo, ¿hasta dónde su opción por la conducción a lo real, en perjuicio de lo que pudiera haber de seducción en la manipulación del fragmento, se manifiesta dogma?, ¿hasta qué punto su pensamiento se hace dogmático y docencia, en qué medida la posibilidad de la escritura del realismo perceptivo se hace escritura preceptiva?

Rohmer: “aspiramos a una ilusión perfecta, a una reproducción materialmente exacta de las cosas, con sus colores y relieve reales […] el realizador-autor del mañana conocerá la alegría exultante de encontrar su estilo en la textura misma de la realidad” (2000: 63-64).
Truffaut: “¡Ahí lo tiene! Este ejemplo ilustra perfectamente su forma de ser y de actuar. Para esta película sobre la ciudad enumera usted todas las imágenes, las sensaciones posibles y, luego, el tema general, se obtiene por sí mismo. Sería un film apasionante de realizar” (1990: 280).

(Con-ducir y se-ducir comparten raíz etimológica: ducere, que significa guiar, dirigir. La seducción implicaría la idea de sacar del camino).

9. Como la otra cara de la proyección, el lugar oscuro, fuera de la pantalla, la ciudad se erige a la vez como espacio genético del cine mismo: “Los movimientos son […] productos de los cambios en los medios públicos de comunicación. Estos medios […] surgieron en las nuevas ciudades metropolitanas […] que se proponían como capitales transnacionales de un arte sin fronteras” (Williams, 1997: 54). En este contexto de ajenidad y paulatina conurbación de los lenguajes en la Europa moderna, la mezcla es marca de la alienación del individuo (su volverse otro) y síntoma de una crisis estilística. Vicente Sánchez-Biosca escribe: “también en el aspecto formal, la disgregación en la visión del mundo engendraría un despedazamiento de la representación, como demuestran las técnicas del fragmentarismo, desde el collage hasta el fotomontaje” (2004: 19).
El espacio genético del cine como medio masivo de comunicación fue la ciudad, ciudad que afectaba directamente a la forma, haciéndola discontinua y fragmentaria. “El arte moderno conocería una fase crítica, violenta y descarnada en el arte de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX” (19).
En la ciudad, el individuo moderno, esencialmente extranjero, dado a los viajes (por eso el mar en el fondo), se vería envuelto en episodios absurdos: Karl Rossman, personaje con nombre y apellido, va a Amerika.

10. Para Peter Burger el montaje de fragmentos es principio constructivo de las obras de arte de vanguardia. El fragmentarismo y la proyección del futuro vienen a fundar el pensamiento de los monteurs. El Lissitzki, a quien le interesaban los "problemas derivados de suspender un edificio en el aire", dijo: “nuestra idea para el futuro es minimizar los fundamentos que unen a la tierra” (Ades, 2002: 103). El proyecto de altas torres y ciudades aéreas viene a realizarse en los fotomontajes de Paul Citröen (Metrópolis, 1923) o Podsadecki (Ciudad moderna: crisol de vida, 1928). Esta fascinación por la ciudad moderna y los paisajes industriales “estaba condicionada por una nueva tecnología que, combinada con la fotografía, revelaba un mundo desconocido para el ciudadano de a pie” (104).

11. “La autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca […] el invento de la xilografía atacó en su raíz la cualidad de lo auténtico […] La imagen de una Virgen medieval no era auténtica en el tiempo en que fue hecha; lo fue siendo en el curso de los siglos siguientes” (Benjamin: 21). La autenticidad de las cosas es un problema de tradición, pues constituye “la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica” (22), cuestión que implica su culto a través del ritual de la contemplación. Esta manera de su percepción se modifica, escribe Benjamin, a través de la naturaleza-historia: el medio en el que acontece es natural y la manera en que se organiza es histórica; de este modo, la percepción está condicionada “no solo natural, sino también históricamente” (23).
Los desarrollos técnicos de reproducción entre la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX vendrían a provocar una conmoción de la tradición, con la seguida atrofia del aura. Los condicionantes sociales de este desmoronamiento del aura estarían dados por la intención de acercar los objetos humana y espacialmente a las masas por medio de su reproducción: “Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción” (25). El cine entroniza la interpenetración recíproca entre ciencia y arte y, para Benjamin, sería primordial en este acercamiento a las cosas mediante su reproducción, con la consiguiente destrucción de su valor cultual. La autenticidad se seculariza una vez rota la relación contemplativa con la obra artística.

12. El valor exhibitivo, disminuida y acabada la función cultual, viene a tomar el papel principal. Por tanto, en la obra artística “la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística –la que nos es consciente- se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto accesoria” (30). La relación con la obra se hace condición de publicidad: “¡Donde evolucionan las técnicas es en la publicidad! […] Los mosaicos de Ravena no eran sino publicidad […] Toda pintura religiosa es publicidad” (Carpentier).

13. El acercamiento a las obras por la reproducción transforma al público-multitud en experto y juez del fenómeno artístico; actitud crítica que se manifiesta frente a lo nuevo y establece una tensión con lo convencional: la actitud del público puede ser retrógrada frente a un Picasso y progresiva frente a Chaplin. En el cine coinciden la actitud crítica con la fruitiva, dice Benjamin, pues “las reacciones de cada uno, cuya suma constituye la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan condicionadas de antemano por su inmediata, inminente masificación” (Benjamin: 45).

14. La recepción dispersa, que es un condicionante político-estético, tiene el poder de movilizar a las masas: “El cine corresponde a esa forma receptiva por su efecto de choque. No solo reprime el valor cultual porque pone al público en situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa” (Benjamin: 55).

15. Una invención técnica, escribe Williams, “adquiere importancia general cuando se decide invertir en ella con la meta de la producción y se la desarrolla conscientemente para usos sociales particulares, es decir, cuando deja de ser invención técnica para transformarse en lo que propiamente puede llamarse tecnología disponible” (152). La tecnología disponible hizo del cine un arte de masas, la escritura del movimiento se hizo pública a medida que se inventaba como arte. El trabajo de una institucionalidad representada por la industria (ejemplo palmario el de pioneer-Edison, comerciante, con Vitagraph y Biograph) generaba ese mismo material artístico como producto cultural, a la vez que “por primera vez –y esto es obra del cine- llega el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia” (Benjamin: 36), generando la personality (Max Linder; Charles Chaplin; Buster Keaton), la figura del actor como dios secular (star).

16. El desarrollo de las técnicas del realismo que vienen a salvar según Bazin la crisis de la pintura, el advenimiento del cine y su condición diferenciada como arte en el seno de la ciudad conurbana en metrópoli, la seguida extensión del mercado organizado de tecnologías culturales, sumadas, además, las condiciones de desmoronamiento del aura y el cambio de estatuto del arte mediante su industrialización, convierten el desarrollo de la escritura del movimiento en cibernética. La cultura es control ideológico del terror, las masas, la técnica y la mercancía: “La ciudad no se visita, se compra” (Benjamin, 1982).

Bibliografía

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Bazin, André (2004). “Ontología de la imagen fotográfica”. ¿Qué es el cine? RIALP. Madrid.
Benjamin, Walter (1986). “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Discursos interrumpidos I. Taurus. Buenos Aires.
---------------------- (1982). Infancia en Berlín. Madrid, Alfaguara.
Burger, Peter (1987). "Montaje". Teoría de la Vanguardia. Península. Barcelona.
Carpentier, Alejo (1953). Los pasos perdidos. 
Eisenstein, Serguéi. “La hoja de montaje de Leonardo de Vinci”. Anotaciones de un director de cine. Editorial Progreso. Moscú.
Eikhenbaum, Boris (1998). "Literatura y cine". En: Albera, François.Los formalistas rusos y el cine. Paidós, España.
Oyarzún, Pablo (2003). "Schiller: Lo sublime y la revolución de la sensibilidad". Revista de Teoría del Arte. Nº 9. Fac. Artes. Universidad de Chile.
Rohmer, Eric (2000). El gusto por la belleza. Barcelona, Paidós
Sánchez-Biosca, Vicente (2004). Cine y vanguardias artísticas. Conflictos, encuentros, fronteras. Paidós. Barcelona.
Sarlo, Beatriz (1997). La imaginación técnica. Nueva visión. Buenos Aires.
Schiller, Friedrich (1991). Escritos sobre estética. Editorial. Tecnos. Madrid.
Sklovski, Viktor (1970). "El arte como artificio". En: Todorov. Teoría de la literatura de los formalistas rusos. México, Siglo XXI.
Truffaut, François (1990). El cine según Hitchcock. Alianza. Madrid.
Wacquez, Mauricio (1971). “Ilsemedeayocasta”. Excesos. Santiago, Universitaria.
Williams, Raymond (1997). La política del modernismo. Manantial. Buenos Aires.

[La línea entre Homero y Joyce: Random de Daniel Rojas Pachas]. Por Víctor Quezada

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Random(Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2014) es el libro más reciente de Daniel Rojas Pachas, escritor nacido en Lima pero que reside desde su juventud en Arica, la puerta norte de Chile. El siguiente texto indaga en la idea de la línea recta que concebimos cuando pensamos la tradición literaria y la articulación temporal de las novelas.


La línea entre Homero y Joyce: Random de Daniel Rojas Pachas

…este viejo buena onda me dijo en un taller apócrifo, sin fundaciones ni grandes edificios, en una población en que le hicimos clase a unas señoras: “Cuando joven todos los poetas de mi generación querían bajo cualquier vía conseguir y tener en sus manos una copia del Ulises de Joyce, era un fetiche, y Armando Uribe propiciaba esa fijación al hablarnos sin tregua del irlandés. Caminando un día por el centro y al pasar por una librería, le dije a Teillier… […] Bueno, Jorge que era muy atento, escuchó esto que era importante para mí y en realidad para todos, tener y leer ese libro capital que era el Ulises y del cual solo teníamos buenas referencias. Ese texto nos haría mejores observadores, relatores, poetas. Campechano, Jorge no respondió de inmediato, siguió mi diatriba y de pronto de golpe, sin vacilar, impactó diciendo: Gran cosa. Homero no leyó a ese tal Joyce (84).
Esta cita me parece interesante. No solo por esa especie de avidez incontenible que obliga al amateur a querer conocer cada uno de los eventos, por nimios que estos sean, que formaron parte de la existencia del ídolo que admiramos, sino que también porque (y a todos nos debería parecer obvio) Homero no leyó a ese tal Joyce. O podríamos decir con mayor exactitud: Homero, para escribir la Odisea, no leyó el Ulises, sin embargo, Joyce, para escribir el Ulises, necesariamente tuvo que haber leído a Homero. Ahora bien, ¿podríamos pensar que Homero sí leyó el Ulises?
¿Qué pasaría si aceptamos que el Ulises de Joyce fue influencia directa en la escritura de la Odisea? Si la tradición literaria occidental la entendemos como una línea sucesiva de hitos en la cual Homero se sitúa como el primer hito de importancia y Joyce como uno de los últimos, ¿en qué quedaría convertida esa línea recta sin accidentes que es la tradición literaria occidental? Por supuesto esa línea dejaría de ser una línea recta orientada al futuro para adquirir otras figuras más intrincadas en las que el tiempo, por ejemplo, perdería su carácter imperativo. Si Homero leyó el Ulises, esa línea temporal se volvería puro espacio, una superficie plana y expansiva sin mayor concierto que su expansión desbordada, en la que el Ulises y la Odisea convivirían uno al lado del otro, en un mismo nivel, aplanado el tiempo. Y si todos los libros comparten lugar, entonces, toda la cultura se vuelve citable porque su manera de relacionarse es por la contigüidad en el espacio; relación por la cual los libros podrían a la vez definirse y dispersarse.
Este ejercicio que hemos hecho parece ser de ciencia ficción, pero es más real de lo que creemos. Nuestra cultura contemporánea pareciera moverse en esos sentidos, no ya hacia adelante (un libro a la vez, un disco a la vez), sucesivamente, sino hacia todos lados al mismo tiempo, una vez que el pasado y la historia se nos han ofrecido en su apertura fatal que juega a hacer enteramente disponibles sus elementos para el presente (Sergio Rojas). Quizás esta apertura de la tradición y la historia como espacio no sea ya más que un cliché o, de manera ilusoria, no sea pensable y decible sino a través de incontables clichés, como ese cliché de la falta de originalidad tan dado al escepticismo contemporáneo:
Recordar despierto, seguir soñando, cerrar las puertas, olvidar los caminos directos, las rutas y los horarios. Recordar. La memoria es una tarea de escritura imperfecta, un palimpsesto infernal […] Todo es un juego de nunca acabar, pues recuerdo cuánto quería cuando pequeño tener a Gizmo como mi mejor amigo y ser quien salvara a la ciudad de Rayita y su invasión y recuerdo cuán gracioso fue, ya más grande, ver en Third Rock from the Sun a Lithgow y Kirk, perdón, Shatner, bromeando sobre viajar en avión y ser tratados como lunáticos. En Los Simpsons hay una parodia de noche de brujas en que el gremlin que acosa a Bart le arranca la cabeza a Flanders. Siempre estamos leyendo y contando las mismas historias en un proceso interminable de citas y referencias. Me pregunto si esto que digo no es otra historia ya contada y fallida, un ejercicio mal ejecutado, incomprensible, irreparable, y la vida entera se puede resumir en esa disyuntiva que nos hace tan poco originales… Nunca tuve tanto miedo de ser como mi viejo… (75)
¿Qué podría subyacer a la constancia de la idea de una línea sucesiva, a la idea de la orientación al futuro? Random de Daniel Rojas Pachas es la reunión de un conjunto de historias no homogéneas, reunidas, como su título lo sugiere, a través de un procedimiento sin objetivo preciso, sin patrón, al azar. No obstante, al leer esta novela, quizás nos sintamos tentados a encontrar esa línea o líneas orientadas al futuro (el final del libro), quizás nos sintamos tentados a imprimirle a esta novela una articulación que, pienso, no necesariamente tiene.
En la contratapa del libro, leemos:
Un personaje en permanente tránsito reconstruye […] su historia personal […] En esta realidad se cuelan trazas de otras vidas imaginadas: la historia de Azul, un traficante de apetitos inalcanzables; las confesiones de un policía […]; y fantasías sci-fi salpicadas de erotismo…
Se establece a partir de la contratapa una división tajante entre realidad y ficción que deriva en la jerarquía que preside un personaje idéntico a sí mismo, con un poder tal como para efectuar la ordenación del mundo entre vida real y vidas imaginadas. Yo, sin embargo, no veo tan claro que esa lógica sea la que se imponga en Random.
Fijémonos solo en un procedimiento. Ese yo personaje que actuaría como conciencia meta-narrativa (esa conciencia que puede ordenar el mundo y crear jerarquías), cuando aparece, lo hace en cursivas, como si esa voz que en principio leemos como voz articuladora fuera en realidad un cita.
¿Qué haría, entonces, suponer que esas historias intercaladas sean “vidas imaginadas” y no la otra historia, la historia de quien escribe? Me pregunto, ¿no será la huella del yo como cita suficiente evidencia de que esa historia es la vida imaginada?
¿Por qué no pensar que esas vidas inasibles, inarticuladas y siempre diferentes se parecen más a la realidad, precisamente inasible, inarticulada y diferente, como pareciera ofrecérsenos a nosotros? Descansa bajo esa atribución de “vidas imaginadas” a las historias discontinuas una idea de la realidad o del realismo que infecta el trabajo de la ficción (Soulages).
Como muchos narradores contemporáneos, pienso en Claudia Apablaza, por ejemplo, quizás Daniel Rojas Pachas nos intente decir algo a este respecto: así como no hay una línea recta entre el nacimiento y la muerte, entre Homero y Joyce, no hay una vida verificable detrás de la ficción y lo real, es obvio, no es más que ficción.


Bibliografía 
  • Rojas, Sergio (2001). Materiales para una historia de la subjetividad. Santiago de Chile: Editorial La Blanca Montaña.
  • Soulages, François (2010). Estética de la fotografía. Buenos Aires, Argentina: La Marca editora. 

[Presentación de Yakuza de Francisco Ide Wolleter]. Por Carlos Cociña

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El siguiente texto, escrito por el poeta Carlos Cociña (Concepción, 1950), sirvió de presentación al libro Yakuza (Cinosargo Ediciones, 2014) de Francisco Ide Wolleter, lanzado el pasado 3 de septiembre.


Presentación del libro Yakuza de Francisco Ide Wolleter

Los epígrafes que encabezan un libro pueden entenderse como una insignia que se expone, por ejemplo, en la solapa, un pequeño detonante que quien lo lleva, exhibe ante los otros para indicar con qué tamiz se le propone mirar. En este caso, más que una insignia, es un tatuaje en el rostro, o uno muy visible, que señala una privilegiada entrada al libro, nada inocente, que propone el autor.
En Yakuza, la marca proviene de la televisión, de la serie que Raúl Ruiz realizó para Televisión Nacional de Chile en 2007, la cita es:
“-¿Qué lo trae por aquí?
- Las pocas muertes.”
La recta provincia (Raúl Ruiz)
Así nos ubica desde la pantalla chica, de un cineasta oficiando para un medio de comunicación de masas, para un país sudamericano, exponiendo mitos y leyendas del campo chileno, enmarcados bajo el título: La recta provincia. Título que a su vez utiliza Antonio Gil para su columna semanal en el diario Las Últimas Noticias, la versión popular de uno de los grupos periodísticos hegemónicos en el país. Es más, la Recta Provincia alude a una agrupación, del siglo XVIII, que congrega a un grupo de brujos asentados en Chiloé, por cierto como sociedad secreta. Mientras que por una parte el epígrafe se devela en medios de amplia cobertura, por otra hace alusión a lo secreto, y eso secreto es la violencia, la muerte, velada en este territorio, vigilado por el Invunche, junto al mar de las antípodas de la Yakuza.
Desde la primera línea del primer poema se nos insta a ubicar el espacio desde donde se habla, y al mismo tiempo de la casi imposibilidad de encontrar a quien escuche, violentados por las marcas secretas, pero visibles para quien conozca su derramamiento. Sin embargo la escritura en el cuerpo, sus signos visibles, se van develando por la descripción de sus imágenes, y aparece su gramática hipnotizada desde sus relaciones. Estas aparecen por el contraste entre el espacio del que dan cuenta y el espacio en que se está ahora. La historia del bestiario japonés y samurai, de tiempos de orígenes, y el ahora, en este siglo, en el desierto de Sudamérica procurando la subsistencia cotidiana, entre bestiarios que no se vislumbran, sino en su violencia cotidiana, en su atentado que comienza a borrar los vestigios, que aun así no pueden desaparecer, pues remiten a una Hiroshima constante que se despliega en estas otras playas de un siglo distinto.
Las imágenes que reaparecen son cuchillos ceremoniales que marcan su presencia, su deseo de destrucción, similares a los correos escritos y no enviados. Un deseo de comunicación hiriente, que no está en el otro lugar, sino que ahora.
Y de pronto aparece un poema, el cuarto, antecedido por el cuadro de Velásquez. Un icono absoluto de la visualidad europea, que es la antípoda de las imágenes que están sobre el cuerpo del inmigrante, desvaneciéndose con violencia en su desmembramiento, su borradura que chorrea, como el escurrir de las carnes humanas por radiación. Quizás en este caso, en el espacio de desierto seco de sequedad casi absoluta, lo que contrasta con la exuberancia de la imagen japonesa, y notablemente con los cuerpos polinésicos. Sin embargo, esta Venus de Velázquez está atacada con un cuchillo, un atentado real, marca, tatuaje veloz e incisivo que rasga la carne de la tela, un tatuaje que ya no lo es, en tanto destruye su soporte, en un acto similar a la destrucción por escurrimiento en el desierto de la piel, de quien arrancó de su territorio, de “la familia verdadera”.
Carlos Cociña, Francisco Ide e Ignacio Morales 
En la Venus de Velázquez, que se despliega en palabras, primero está el momento del cerebro en droga que es acosado por la metralla, y luego, el antes con la desaparición asesinada de todo el entorno primero, para iniciarse en la familia verdadera, con la que se compromete con la marca en el cuerpo, marca no biológica, sino pintura que se introduce y se hace emerger desde debajo de la piel, una cuchillada en la tela sobre la que se traza la imagen.
Sin embargo, de pronto, en el otro lugar, que es este, solo es posible observar el propio cuerpo, cuando un ave agorera hace aparecer la herida, el quiebre, la cicatriz en el agujero que reemplaza la luz. En ese escenario -una especie de holograma en movimiento-, las marcas de la piel se deforman, en tanto, en solitario se ejercitan las artes marciales que tuvieron sentido en el otro tiempo y que ahora escenifican a las diosas del espacio perdido.
Nuevamente un acto cotidiano, en este caso de la alimentación, se carga de sangre y rasga, y esa acción es parte de lo que se ha huido.
Las cartas que no se enviaron naufragan en la imagen de la piel descrita, pues se ha perdido el idioma, las referencias de ese otro espacio que solo se vislumbra en la ausencia de a quien se quiere nombrar, en la imposibilidad de una lengua ausente.
La actividad cotidiana, un traslado desde el origen y el deambular, que también es nocturno, se llena de referencias de lo dejado, e incluso en el nuevo emplazamiento, es posible develar las marcas escondidas, en tanto las nuevas meteorologías impiden el ocultamiento que ahora borra sus significados primarios.
La visión del despedazador de sus víctimas se genera y contiene imágenes que rescatan no la incisión en los cuerpos, sino su contraparte, el espacio de la naturaleza en frutos. Sin embargo, para reencontrar a la deseada, se usa como filtro lo natural embolsado, que al mismo tiempo es capaz de impregnar con su aroma y color todo el océano, que también es el camino del abandono.
Las marcas del cuerpo, su desmembramiento, pueden constituir el alimento de la ausente, lo que fue y que se desdeña.
Cada imagen conforma un tejido que contiene y oculta el cuerpo, un paño que es caníbal de sí mismo, y cuya historia está vacía pues no contiene sino que revela.
Este cuerpo oculto necesita, como deseo, dejar de caer en el aire, desde lo más alto, como ejercicio, como forma de arderse en sí mismo, un altazor deportivo, despojado de las marcas que se hizo en sí mismo para identificarse en crímenes que son propios, aunque ejecutados por encargo.
El espacio sudamericano de a poco empieza a invadir lo que se recuerda, y en esta otra visión, lo realizado aparece como imagen más cercana y bullente, donde la sangre pierde su presencia corporal para ser casi solo color en pirotecnias.
La segunda carta, nuevamente no relata lo que ahora ocurre, sino que es una descripción de lo pasado, como si esto ocurriera ahora, pero en este otro paraje.
El ahora es un tiempo que necesita registrarse en otras pupilas, antiguas, que permitirían ver, necesariamente ver, qué hay tras el color.
El reencuentro deseado solo se percibe como posibilidad en la transmutación de la materia, como fusión de lo que no pudo ser posible y que quizás nunca se deseó. Es una sustanciación otra la que permite el encuentro y en esa otra se percibe como deseo.
Los objetos, los utensilios se deterioran, desde los más simples, en tanto el cuerpo, que se transmite de uno a otro, aunque se mantiene, su entrega es en deterioro.
El trabajo en el arte es trabajo, y marca como el trabajo en el exterminio, trabajo y marca, deja una huella que en las catástrofes naturales sudamericanas se transforma en signos de una escritura por descifrar.
La recordada lo es como tal, y su huella está en las marcas que se infringe a sí mismo, trazos que en su disolución permitirían reconocerse, no tras ellos, sino en su escurrimiento.
Las marcas en el cuerpo, también ocurren en los otros espacios, espejos que con marcas volátiles, no dejan de llevar su propio horror, su estela de cenizas, su contenido de sangre y fuego.
En la tercera carta, las formas del lenguaje son extenuantes y navegar en ellas produce la convicción de su imposibilidad. Quizás habría que volar las palabras, pero su costo es imposible.
Todo acto de comunicación, incluso aquel más íntimo, más cerrado sobre sí mismo, la sexualidad, se realiza en la comunidad, en la exposición ante las marcas que cada uno lleva consigo o, más bien, que lo constituyen.
En lo más cotidiano, incluso en otro cuerpo, es posible escudriñar las formas de mirar perdidas, formas de mirar que estaban en otros ojos, los del otro, que permitían ver. No es el otro, sino desde dónde en el otro se miraba, lo que aparece en la situación cotidiana, y es en esa condición en la que se percibe la inmensidad de la pérdida.
Acechar la noche desde la noche, un animal en noche de luna, que se desplaza con su jaula, tiene el sentido de la paciencia, de la quietud de las expectativas que siempre aparecerán súbitas. Esta actitud tiene un único sentido, vivirla en tanto vampiro rebobinado, al acecho de sí misma.
El espectador frente al mar ni siquiera lo ve, trata de escudriñar su tablero, pero no sabe su juego. El juego está en otro lugar, en otro momento, en otro mar, que no está frente al mar.
Cuando se describe el estado de alerta, la imagen, además de los metales, fijos o en movimiento, expectantes, son los otros elementos, los alados, los sutiles, las formas vividas y de aire o en el aire, las que determinan la tensión, pues -y esto es una cita-: “vigilar es añadir a tu soledad la presencia de fantasmas”.
Nuevamente el mar se llena de presencias, ya no las antiguas, las rescatadas, sino las actuales, y ese mar, que tiene otras orillas, ahora se ve desde esta única orilla, y su presencia y movilidad solo se puede entender desde los sonidos y vaivenes de tierra adentro, de las profundidades de esa tierra, de los artefactos que movilizan los aires y susurran los vegetales. Un mar cuya agua y sonido tiene el espesor y consistencia de la tierra.
Las marcas pretenden ser indelebles, sin embargo su suporte será siembre feble. No hay soporte que se soporte a sí mismo, y por ello, toda incisión en él será pasajera. Incluso el rayo sobre el desierto cristalizará una especie de estatua de sal, que la propia luz y el calor, un rayo expandido, disolverá. O un mar arrasado en sí mismo.
En un poema, extraordinario, entre varios, el telépata es un francotirador que apunta no al cráneo, sino al pensamiento. Apunta al cerebro, un cerebro que se extiende por todo el sistema nervioso, pues no se piensa solo con el cerebro, se piensa con todo el cuerpo y, así, no es el entendimiento quien percibe, es también esa sensación que ubicamos o nombramos con el corazón. Cuando las formas de desprendimiento, de reducción en partes mínimas, persisten y mantienen irreductiblemente un algo que está en las partículas y que también no está en ellas, o está en ambas situaciones o en otro lugar, en el mismo momento. Allí se pueden borrar las cenizas, patearlas, y aquello aún persiste, allí ese tú sigue estando.
La última carta es la última posible, en tanto la fauna que protegía y envolvía el cuerpo es desgarrada por un punzante extravío, un estilete de realidad presente, de espasmos de la tierra, de violencia humana, que hace vivencia instantánea de lo que se huía, y por lo mismo, muerte en la violencia que se eligió y de la cual no se puede escapar.

Últimos textos
Aquí, Ide, Francisco, entra en el libro, en un Postfacio que sigue la huella de su apellido, en Japón, y su relato y comunicación con el piloto de autos de carrera, en un laberinto que deja sospechosas huellas de la Yakuza, y es el autor, Ide, quien es atrapado en la propia imaginería del hablante o escribiente de los poemas. Lo escrito invade la situación de quien escribe, instaurándose una niebla que copa ambos estados, una especie de ojo por ojo, que expande la visión.
Sin embargo, el último texto del libro, sitúa esta relación de espacios, sin posibilidad de distinguirlos, y en un texto extraordinario (“De cómo los yakuza me juraron lealtad eterna”), el camuflaje de los acechadores se apodera de las formas de percepción, a tal punto que la amenaza se transforma en cotidiana, de lealtad eterna para con el perpetrador de esta escritura, quedando amputado de lo que podría ser la o una realidad.

Carlos Cociña (Concepción, Chile, 1950). Poeta, autor de Aguas Servidas (1981), Tres canciones (1992), Espacios de líquido en tierra (1999), A veces cubierto por las aguas (2003), 71 (setenta y uno) (2004), Plagio del afecto (2010), El margen de la propia vida (2013). Visita su Web: Poesía Cero.

*Fotos: gentileza Cinosargo

Selección de poemas de Yakuza


INMIGRANTE


Abandoné la familia
por un ciber con tragamonedas
y sushi en el infierno

como un oso panda hipnotizado
en la ingesta interminable del bambú
mis dedos mutilados se consuelan

con mails que tecleo
y no te envío
y no te llegan.


LA VENUS DE VELÁZQUEZ

1
Me miras por el espejo retrovisor.
El sol del crepúsculo se ahoga en el alquitrán de tus gafas oscuras.
Llevas el rostro bronceado por pensamientos ágiles y venenosos
como dragones de komodo.

En la fuga el cerebro opera bajo el efecto de una droga.
El vehículo gira sobre su eje como el percutor de un revólver
en sesión de ruleta rusa y espiritismo.

Trozos de vidrio orbitan satelitales /
dardos de hierro que la piel imanta.

La cabeza incrustada al parabrisas
siete hachazos de metralla / lluvia de corales sobre tu cuerpo.

2
desfiguraron las flores del jardín
las macetas, el estanque de agua clara
asesinaron a mi mejor amigo a mi madre 
a mi padre a mi abuelo a mi perro ante mis ojos

yo de pie protegido tras el muro de la balacera
sin lágrimas bajo el diluvio de cenizas
con apenas un tatuaje al centro de la espalda

primera pieza de una máquina
en guerra con el mundo:

“Bienvenido a tu familia verdadera”.


PRIMERA CARTA

1
Mi aura es azul, supongo
como este barco ballenero que atraviesa
ríos de sangre obsequio del mar o de la noche.

Tengo la piel poblada de monstruos sin historia.

Ya no habito el lenguaje capaz de nombrar
ciruelos y katanas indistintamente.

Recuerdo el contacto de tu piel, la temperatura:
le han dado mis falanges mutiladas a los cerdos
mis dedos te recorren todavía entre jugos gástricos.

2
Montado en la ballena fratricida
todo lo que toco queda faenado

¿cómo subsistir con estas manos envenenadas
y esta lengua que sólo sirve para repetir tu nombre inútilmente
mujer mía, patria mía?



TELÉPATAS

No sé cuántos yenes pedían por mi cabeza
por el contenido de mi cabeza.

En ocasiones, sobre el techo o la ventana semicerrada
de algún edificio
veo todavía el reflejo de una estrella diurna:
catalejos, binoculares, cámaras.

Voy por la calle como hinduista
con el láser rojo del francotirador entre las cejas.

Cuando apuntan directo a la cabeza
no lo hacen a un sector específico de tu cráneo
quieren darle a un pensamiento: el francotirador es un telépata.

No sirve ocultar tu cuerpo, van a encontrar tu cuerpo.
La clandestinidad se trata de vibrar lejano
rastrear un pensamiento / borrar las huellas sinápticas
que lo generaron / dibujar rutas en el agua.

Nunca entendiste eso
o no tuve tiempo de explicarte.
Lo cierto es que jamás te asesinaron.
La primera bala que se incrustó, quirúrgica, efectiva
en tu cerebro, era para mi. Le apuntaron a la imagen
que tenías de mi en tu cabeza.

No has muerto.
Si abro el agujero repleto de cal en que te enterraron
no vas a estar.
Si abro la caja en que te metieron hecha pedazos
no vas a estar.
Si rajo el estómago de los peces que te devoraron en el fondo marino
no vas a estar.

No vas a estar incrustada en las muelas de los cerdos.
No estarás tampoco en el puñado de cenizas
que dejaron en la puerta de mi casa
como una especie de advertencia.

Yo barrí con mis pies un puñado de cenizas
y tú no estabas.

[TIERRA INCÓGNITA: Hic sunt dracones]. Por Cristian Geisse Navarro

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"Tierra Incógnita" (Centro de Estudios Mohammed VI, 2012) es una antología de poetas vinculados a la ciudad de La Serena, Chile, cuya selección y edición fue realizada por Natalia Figueroa. Revisa ahora el acercamiento de Cristián Geisse (Vicuña, 1977).


TIERRA INCÓGNITA: Hic sunt dracones


Hace algunos años, en Valparaíso fue publicada una antología llamada “El mapa no es el territorio”, en la que se reunían poetas vinculados al Puerto. El título siempre me pareció afortunado: provenía de una frase de un renombrado lingüista de origen ruso, Alfred Korzybski, mediante la cual quería hacer notar que las palabras no son los objetos que representan, que las palabras y las cosas que designan son fenómenos diferentes. Desde el título entonces se precavía al lector que la antología necesariamente era una abstracción, era arbitraria, que quería corresponder con la realidad, pero que era consciente de que posiblemente no podía ser un retrato fiel del todo. Creo que una de las características más notables de nuestro tiempo es esta conciencia de las limitaciones y alcances del lenguaje, de su importancia para nuestra cognición, pero también de la saludable suspicacia en relación a su veracidad. Seguimos creyendo, pero siempre desconfiamos tanto de los complejos cuerpos teóricos que describen los fenómenos más amplios, así como de la influencia determinante que las palabras tienen sobre los más cotidianos de nuestros actos. En suma: estamos desarrollando una cada vez más acabada autoconciencia de nosotros mismos y de la forma como aprehendemos la realidad mediante el lenguaje y las ilusiones de nuestra mente.

El mapa no es el territorio entonces. No podemos sino aceptar que es cierto. Pero también debemos aceptar que tanto los mapas como el lenguaje son herramientas fundamentales para facilitarnos la exploración, la búsqueda, los hallazgos.

“Tierra incógnita” por su parte es una muy antigua designación de tierras sin recorrer, paisajes y territorios que no estaban mapeados, carencia de cartografía, reconocimiento de la ausencia de la exploración. La creencia popular veía en esas zonas aún invisibles, monstruos y dragones. “Hic sunt dracones”, solía decir en esos mapas. La ficción entonces se hacía cargo y si bien reflejaba el temor a lo desconocido, también nos preparaba para la maravilla.

Por supuesto en aquel tiempo esa autoconciencia de la forma como nuestras mentes llenan los vacíos, como resuelven lo que ignoran, como pueblan los paisajes que no conocen, estaba menos avanzada. Es decir, la mayoría de la gente que veía y estudiaba esos mapas, probablemente sí creía que había allí leviatanes, monstruos, dragones. Pero hoy sabemos, creemos, pensamos –sospechamos- que todo es demasiado parecido a la ficción como para creer a pie juntillas en cualquier cosa. Por ejemplo, a estas alturas ya es fácil deducir que toda antología es un pastiche, un collage, una suerte de ficción, una abstracción llena de arbitrariedades. Que no siempre están los que son ni son los que están. Pienso que Natalia Figueroa tenía algo así en mente cuando eligió ese título para esta selección. Prefiere entonces, más que la rigurosidad, el gesto del artista que ordena los materiales recogidos de la realidad, de acuerdo a preferencias, personajes y gustos asumidos como propios e íntimos.

Creo entonces de partida –y esto nos tiene que quedar muy claro- que posiblemente lo que se pretende con esta antología no es entregar una cartografía, una fotografía del territorio, un registro, un arqueo, un mapa, sino más bien mostrarnos a los dragones, es un gesto artístico más que analítico o taxonómico.

De todas formas hay claves, indicios. Como explica Korzybski: “Si el mapa pudiera ser idealmente correcto, incluiría (en escala reducida) el mapa del mapa”. A mí me parece que –de alguna forma- la tierra incógnita a la que accedemos en este texto, tiene pistas suficientes que nos permiten movernos entre sus meandros y al igual que esas zonas sombrías y nebulosas de los mapas antiguos, además de los dragones, nos deja pistas, un pequeño mapa del mapa. Notamos ciertamente una vocación minimalista en estas claves para el lector, pero son claves al fin y al cabo. Todo indicio entonces es útil para el explorador. Los paratextos que acompañan a este libro son breves, mínimos, pero decidores. No hay prólogos, no hay epílogos, tampoco datos bibliográficos, o notas al pie. Para mí es fácil suponer que esto tiene una razón de ser. Sabemos por la tapa y el lomo que la selección y edición es de Natalia Figueroa. Luego en la primera solapa se nos indica que Natalia Figueroa nació en La Serena en 1983, que es Licenciada y Magíster en la Universidad de Chile, que actualmente realiza estudios de doctorado en la misma universidad y que fue Directora de la Revista de política y literatura “2010”. Es fácil deducir a partir de este paratexto, que Natalia Figueroa no es una aparecida, una ignorante o una negligente. De hecho creo que de alguna forma ése es un indicio de que –más allá de lo que se pueda creer de buenas a primeras- hay una estructura pensada para este libro. Que ella es altamente consciente de su responsabilidad como antologadora, que más allá de formar un canon impositivo, un registro exhaustivo, estamos hablando de un sistema de preferencias personales. Es posible que esté extrapolando, cayendo en la lectura aberrante, pero es curioso que parte del índice, sino el índice todo parece un poema en sí mismo:

“Exilio, tiempo perdido, a la deriva. Golem. Alma – zen post república. Deleuze. Fina caridad. Beckett. Clínica Santa Clara: Claridad.
Regreso, desde el almuerzo desnudo, un almuerzo de todos.

Domador. Tardanza. Escritura. Indicios. Ardid.
Segundo acto: en el ojo del huracán, un elefante caminaba por la calle.
Mi hermana no olvida de ciertas imágenes y semejanzas ser mujer.

Inocencia, nunca fui a ninguna parte. Las nubes pasan de San Diego a Monjitas.
Sueño la insanía de bastarse a sí mismo.
No fuimos capaces de incendiar la casa en el lento vuelo de la avutarda.
Solsticio un domingo cualquiera: Abandono.

Palabras: el lugar que habitas, retórica de Paul de Man.
No hablo contra nadie. Podríamos acaso hablar de tiempos mejores
Bajo cada piedra, escritura.
Muy temprano aún, calembour.

En el veterinario, camino a la librería. Hotel Maury. Barcelona: María Kokkari.
Venecia.

La destrucción del mundo interior: Árbol de hoja angosta, encuentro un sitio para ti. Comida cruda a la provincia. Has estado haciendo los detalles del viento.

Argel. Mar del frío. No woman no cry. La gramática de la muerte, la imposible carretara del exceso: La Serena Revisited.

Las novelas por entrega y encargadas por correo son responsables de mi actual condición. Bukowski sale reventado del Bronx, Vladimir Ilich Ulianov Lenin.

Tierra incógnita. Bomba de tiempo. Última cena”

Cada una de estas estrofas que forman parte del poema que podría ser el índice, nos entregan una percepción –me parece a veces bastante certera- de algunos de los escritores. La idea de un exilio y un regreso –más espiritual que político- en el caso de Jaime Retamales; la centralidad de las palabras y el lenguaje en Walter Hoefler; la presencia de la mujer y la visión lúdica de la existencia en Teresa Calderón; la mezcla beatnik de misticismo, política y Bukowsi, en Tristán Altagracia; un larismo con más oscuridad y menos nostalgia en Álvaro Ruíz; la ferocidad y el pavor tanto dentro lo exótico como de lo cotidiano en Thomas Harris -y así. Todo esto sin duda es una lectura algo rebuscada, pero aún así, indicio de que hay trabajo y estudio en la selección de los poemas de cada antologado.

El otro paratexto mínimo está en la contratapa y dice escuetamente que “Tierra incógnita reúne textos publicados e inéditos de ocho poetas vinculados a la ciudad de La Serena”. Vuelvo a repetir: en este minimalismo, esta concisión y silencio respecto de las intenciones de esta antología, debemos observar necesariamente una conciencia de subjetividad. No estamos –repito- por tanto frente a una antología que busca el rigor del rastreo. Entonces, más allá de las posibles polémicas que suelen acompañar a cada antología que se publica, no debiera importarnos que falten nombres, nombres importantes como Arturo Volantines –que perfectamente podría estar acá- o bien Kundalini –que es una figura visible, participativa y aglutinante- o bien Claudia Hernández, quizás Benjamín León, tal vez Piñones, quizás Ignacio Herrera. Y se me escapan muchísimos nombres, pues a pesar de que a simple vista, para el mortal y el no iniciado, en La Serena parece no haber mucho movimiento, en el fondo, en el laberinto escondido bajo la ciudad, los poetas son inquietos y bullen, son legión, como en todo este pueblo chico e infierno grande que es Chile.
Por eso, más allá de lo que se pudiera pensar a vuelo de pájaro, la omisión, la elipsis, de datos biobibliográficos de los antologados parece estar también cargada de significación. Se nos parece decir, mediante estos silencios, que lo que se espera es que los poemas caigan por su propio peso, que lo que se encuentre en juego sea más bien el enfrentamiento del lector con el efecto poético, sin intermediarios, sin influencias externas sobre quién ha ganado qué premios, quién ha publicado tales o cuales libros, quién ha sido antologado acá o allá. A mí eso no me parece mal. Los estructuralistas lo pedían –abjuraban de la biografía y la historificación- y para ellos el texto debía bastarse por sí sólo. Yo no les creo del todo, pero entiendo el gesto. Borges por lo demás nos pedía que el poema, el texto, se leyera sin importarnos cuándo fue escrito, tomándolo como un eterno contemporáneo, exigiéndole actualidad en cualquier tiempo o edad. Una especie de ejercicio mental, algo parecido a esa meditación budista que exige que pensemos que Buda nunca fue una figura histórica, que no existió en lo que podríamos llamar “realidad objetiva”, que lo importante no es el personaje, sino su legado en palabras, su mensaje.
Sinceramente creo que estas directrices que parecen ordenar esta publicación cumplen su cometido. Después de leerla por primera vez me pareció que funcionaba tomando en cuenta la calidad de los poemas. Los hay muchos sobresalientes. Es una muestra –bastante breve, pero significativa, qué duda cabe- de algunos de los monstruos que se conectan con esta "Tierra incógnita".
Y si bien el lector debe descubrirlo por sí mismo –y es fácil hacerlo- no quiero perder la oportunidad de decirle –sobre todo a aquellos menos enterados- que al leer esta antología se va a encontrar con poetas con trabajos consistentes. Con voluntad de estilo. Y que si decide indagar un poco va a dar con que la mayoría de ellos ha realizado intervenciones poderosas en lo que podríamos llamar el campo cultural local. También nacional. Y hasta internacional.
Más allá de todo eso, "Tierra incógnita" nos interpela sobre todo a sentir en carne propia el fuego –acogedor, pavoroso o destructor- el fuego del dragón en el Territorio que aún no exploramos.


Cristian Geisse Navarro (Vicuña, Chile, 1977). Licenciado en Letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura Hispánica por la Pontifica Universidad Católica de Valparaíso. El año 1997 fue becario de la Fundación Neruda para su taller de poesía en la casa museo La Chascona en Santiago. Mediante un proyecto ganador del Fondo del Libro del Gobierno de Chile, publicó una colección de textos literarios de Alfonso Alcalde durante el año 2007. El año 2010 publicó una antología ficticia de poesía titulada "Los hijos suicidas de Gabriela Mistral". El año 2011 la editorial porteña "Perro de puerto" publicó su conjunto de cuentos titulado "En el regazo de Belcebú". Durante el 2012 fue coeditor de "El pequeño odioso: antología de poetas precoces chilenos". Ese mismo año la Biblioteca Viva La Serena presentó "El debe y el haber", la primera exposición de su trabajo como artista visual

[Imposturas y tránsitos en la nueva literatura del norte de Chile]. Por Daniel Rojas Pachas

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Suele pensarse que la literatura creada en el norte de Chile está atada a una estética melancólica ligada al trabajo minero y el paisaje del desierto, sin embargo, Daniel Rojas Pachas nos dice que la situación es mucho más compleja y rica en cruces y migraciones: primero, los derivados del intercambio entre las ciudades fronterizas de Bolivia, Chile y Perú y, luego, por los diversos mecanismos y procedimientos que transgreden géneros y realidades.


Imposturas y tránsitos en la nueva literatura del norte

Arica y Parinacota y su frontera constituye una región relativamente joven (2007), de tardía anexión a Chile (1925). Lo expuesto da cuenta de factores geopolíticos que explican la extrema distancia que nos separa del centro del país y la precaria gobernabilidad sumada a la falta de políticas culturares claras y continuas.
Respecto al aislamiento natural, hay que mencionar que la ciudad chilena más cercana a Arica viajando por tierra es Iquique que está a 6 horas, casi la misma distancia que hay con Arequipa en Perú y un poco menos que la que hay con la Paz, Bolivia. Tacna, la ciudad frontera hermana de Arica, está a media hora de viaje por carretera con un incómodo control aduanero de una hora aproximadamente. (Las distancias que median entre las ciudades del norte son insalvables).
Es notoria además la falta de infraestructura cultural, me refiero a centros culturales, librerías, ferias del libro profesionalmente constituidas, medios de prensa especializados o siquiera pequeños reductos dedicados al arte y la literatura en los medios locales, asimismo hay una ausencia de plantas académicas que promuevan la investigación y extensión. Hay una desvinculación muy grande entre la realidad cultural presente y en desarrollo, y los programas de estudio. Los más conocidos “mecanismos de legitimación” que operan en el centro, son escasos en este contexto, por no decir nulos.
Arica e Iquique son ciudades con una larga tradición de sujetos migrantes, comunidades híbridas y transculturales, afectadas duramente por discursos de homogenización y de imposición de una identidad basada en el folclore y las gestas históricas recientes: la Guerra del Pacífico y el combate naval de Iquique, por ejemplo. ¿Cómo afectan estas constantes migraciones a la escena literaria? Dos ejemplos: yo mismo nací en Lima, de madre peruana y padre santiaguino, estoy radicado en Arica y trato de promover y difundir la literatura actual desde la frontera, o sea, soy un peruano-chileno levantando la industria editorial en una ciudad chilena, anexada al país producto de una guerra con Perú, paradójico por decirlo menos; Juan Malebrán es otro caso paradigmático, un poeta nacido en Alto Hospicio pero radicado en Cochabamba desde hace más de 5 años y que es un dedicado promotor de los nodos establecidos en los últimos diez años entre Bolivia y el norte chileno. Su trabajo con las ediciones cartoneras en Yerma Mala y su colección "Made in Chile", con Canita Cartonera en la cárcel de Alto Hospicio y su apoyo a la organización del festival de poesía Santiago en Paz, realizado por otro nacional, Carlos Cardani Parra, están largamente documentados.
La historia del norte está llena de estos casos de doble nacionalidad o sujetos trasplantados e “infiltrados” en las comunidades por las cuales trabajan, el equipo de la revista Tebaida por ejemplo (1968):

La idea no pudo concretarse en Santiago pero avanzo hacia el norte haciendo una escala en Antofagasta donde su sumaron grandes figuras del arte nacional, Don Andrés Sabella (autor de la novela Norte Grande), Luís Moreno Pozo, Guillermo Ross-Murray, Mario Bahamonde (autor de la Antología de la Poesía nortina) y el poeta visual Guillermo Deisler, completísimo artista y xilógrafo que estaría a cargo de ilustrar todos los números y completar el panorama creativo con sus publicaciones independientes, tituladas Ediciones Mimbre, las cuales fueron un trampolín de intercambio para muchos escritores de ese tiempo, difundidos a lo largo y ancho del continente. No hay que olvidar al Relacionador Público del grupo Víctor Bianchi Gundián, trágicamente desaparecido en un accidente automovilístico y al cual dedicarían el primer número (Bianchi, 1995: 82).

(Los caudillismos, aunque constituyen una situación que se procura evitar, o que a través del trabajo editorial nosotros hemos intentado modificar en una instancia más madura de gestión, son necesarios en un principio para movilizar a los distintos actores culturales)
Lo expuesto es una somera caracterización del norte extremo. Antofagasta, por su parte, claramente muestra una mayor infraestructura y oferta cultural, actualmente se realiza la Feria Internacional del libro Zicosur (FILZIC) que ya va por su cuarta versión, existe una sede del centro cultural Balmaceda Arte Joven financiada por Minera Escondida, además, se mantiene la columna cultural iniciada por Andrés Sabella, "La Linterna de Papel", en El Mercurio de Antofagasta, todos, mecanismos de legitimación ligados a grandes empresas y conglomerados, sin embargo, a la fecha, no han surgido actores que puedan superar la sombra de discursos oficialistas marcados por la figura de Andrés Sabella y, en la actualidad, Hernán Rivera Letelier, lo cual nos lleva a otro punto importante, la estigmatización del norte al alero de un imaginario canónico que responde a ideales marcados por la homogenización, la gesta de la minería, los tipos humanos naturalistas, la nostalgia del esplendor de comunidades endurecidas por el rigor del trabajo, los conflictos bélicos, Arturo Prat, el paisaje y su embrujo.
El problema, quiero recalcar, no es Sabella y su obra, tampoco lo es Rivera Letelier, el problema es la manipulación de estas figuras, su instrumentalización, el direccionamiento de las lecturas, el reduccionismo, los clones y la invisibilización de otras posibles lecturas menos patrimoniales, más críticas y para nada políticamente correctas. En este sentido, me permito citar un fragmento del libro Los hijos suicidas de Gabriela Mistral, publicado por Ediciones Inubicalistas el 2011:

[L]a figura de Gabriela Mistral se convierte en paradigma al momento de analizar el destino de la imagen del intelectual exitoso chileno. Asombra lo fácil que es manipular la estampa de cualquier prócer con cierto renombre dentro de la población, ya sea para obtener beneficios económicos con marcas comerciales, o para echar mano de su figura cuando ya no problematiza políticamente a los gobiernos de turno. Es lo que sucedió precisamente durante la dictadura militar chilena, la que dio énfasis a Gabriela Mistral, convirtiéndola en papel moneda y carne de estatua, en parte para invisibilizar la molesta presencia de Pablo Neruda, otro referente obligado dentro de nuestra cultura, cuyas manifiestas inclinaciones políticas e ideológicas eran una piedra en el zapato para un régimen derechista carente de figuras públicas culturales que contrastaran en peso con el grueso de las ideas contenidas en los textos literarios del Premio Nobel de 1971.
Se ocultó sutilmente entonces que Gabriela Mistral había apoyado al Frente Popular que llegó al Gobierno en 1938, que defendió a Sandino frente las Naciones Unidas, que buscó infatigablemente propiciar una reforma agraria en nuestro país, que advirtió a la gente en Latinoamérica sobre la venta de sus recursos a naciones extranjeras, que estuvo siempre del lado de obreros, campesinos e indígenas, y que por último desarrolló sostenidamente una postura radicalmente antimilitar. La manipulación de su imagen contó con el apoyo de la pereza crítica de las grandes masas de nuestro país, favorecida y alimentada por supuesto por un gobierno que prefería el analfabetismo y la precariedad intelectual de los sectores más desposeídos, que su desarrollo como masa pensante y verdaderamente constructiva. Fomentó de esta forma su necesidad de santones, santos y héroes deportivos de los que enorgullecerse, convirtiéndola así en figura equiparable a Miguel Ángel Poblete y la virgen de Villa Alemana, Sor Teresita de los Andes, Martín Vargas o Hans Gil de Maister.

Reitero, el problema no es Sabella y su obra y tampoco lo es Rivera Letelier, es más bien la negación sistemática del aporte de otros autores como Mahfud Massis, Romeo Murga, María Monvel, Naná Gutiérrez, Oliver Welden, Guillermo Deisler, Alicia Galaz, Mario Bahamonde, entre otros.
Después de este diagnóstico panorámico, el cual se puede profundizar y enriquecer con matices relativos a cada zona, con hitos y puntos de fuga, podemos entender mejor el grado de consciencia que tienen los actores actuales en el norte chileno, el análisis y la autocrítica que hacemos de nuestra realidad, y las líneas de acción que hemos procurado tomar, abandonando el llanto provinciano y aplicando lógicas distintas. Soluciones y propuestas basadas en la distribución natural del territorio, diálogos estéticos y productivos interfronterizos que superan la falta de preocupación y profesionalismo de instituciones estatales y privadas, resignificando o resemantizando discursos o prácticas, las principales ligadas al espacio, al tiempo y al flujo e intercambio de bienes, la idea de hibridez, mestizaje, tráfico y contrabando cultural, vistos peyorativamente por la oficialidad, son pensados por nosotros como actos de resistencia y resultan puntos interesantes para dar cuenta de principios rectores: la autogestión, la asociatividad, el desarrollo de corredores del libro, la inversión de los núcleos de acción desde el punto en que uno se encuentra situado, el juego de la memoria sin nostalgia y romanticismo, el descreimiento y el "hazlo tú mismo".

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Los motivos y formas en la literatura del norte han cambiado y asumido nuevas actitudes que distan mucho del canon contemplativo del paisaje. Desde la frontera ariqueña al Desierto de Atacama pasando por Alto Hospicio y Antofagasta encontramos voces abiertas a la experimentación, al uso y explotación de metadiscursos y estrategias pansemióticas, intertextos ligados al humor, el sci-fi, el terror y otros géneros y procedimientos como el diálogo coloquial, el pastiche** “El pastiche es, como la parodia, la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico; es una máscara lingüística, hablar un lenguaje muerto; pero es una práctica neutral de esta mímica, no posee las segundas intenciones de la parodia; amputado su impulso satírico, carece de risa y de la convicción de que, junto a la lengua anormal que hemos tomado prestada por el momento, todavía existe una sana normalidad lingüística, el pastiche es, entonces, una parodia vacía, una estatua ciega" (Jameson, 1996: 38). , la parodia y la falsa biografía. Es claro que esto no es nuevo en la literatura nacional, sin embargo, si pensamos en el norte y las publicaciones a las que estamos acostumbrados, podemos hablar de movilidad y riesgo.

Urlo: Signos de terror en la frontera norte
 

Pablo Espinoza Bardi (1972) es un escritor fogueado en narrativa con tres colecciones de cuentos a cuestas y una trilogía de horror denominada Necrospectiva la cual suma dos entregas a la fecha. A lo largo de su carrera escritural ha publicado en antologías nacionales e internacionales con su prosa destinada al horror en sus manifestaciones cósmicas, gore y dedicadas a la figura del asesino en serie. Su más reciente obra, Urlo, es un mosaico que nos invita a penetrar en un mundo de degradación de la carne y las profanaciones que conectan crimen y homicida con impulsos sexuales primarios, pero, además, Urlo es una exploración de la génesis del asesino y sus motivaciones. El libro, como es claro, siente el tono hiperbolizado que hace honor al género B del cine y su galería de íconos de culto como Leatherface, Norman Bates, Michael Myers y sus contrapartes históricas, ahí radica uno de los primeros factores que hacen predominar el tono paródico y desmitificador, una de las características que predomina en todos estos autores, el afán desacralizador de discursos, tópicos y géneros.
Urlo se permite descreer de sus propios mecanismos creativos e incluso satirizar a sus lectores, el libro se inscribe de este modo en un tono metaficcional en que el autor desnuda sus intenciones y también los procesos que componen su acto creativo. Al respecto Eduardo Farías nos indica:

Advertencia: esta estética puede ser dañina a la conciencia. Todo crimen debe ser condenado y expulsado de nuestra civilización, pero, sin embargo, hay un atractivo en ello que hace coleccionar cómics, ver films, poner una atención única a aquellos documentales policiales, las notas rojas en los periódicos, porque hay un atractivo innegable. Espinoza Bardi sabe de aquello, haciendo de la literatura un instrumento acerado que cala hondo en el imaginario colectivo. Un maestro de las imágenes. Urlo es la muestra de haber alcanzado una madurez en el arte de avasallar la conciencia y desmenuzar la moralidad.

La región de Tarapacá y la estética Noir de J. J. Podestá

Novela negra de Juan Podestá, poeta, narrador y periodista, otro autor multifacético, se inscribe en la hibridez del pastiche, la imitación de estilos y estéticas, en este caso la del universo noir o de novela policial, apropiándose de sus lugares comunes, hitos y figuras míticas: el detective fracasado y la "femme fatale", apropiación a la que se añade la tematización de las vidas de cieros creadores nacionales y extranjeros marcados por un sino trágico, como María Luisa Bombal, Norman Mailer y Pablo De Rokha. Procedimientos que sirven para crear una atmósfera y un talante preciso en sus hablantes líricos. Novela Negra de Podestá tiene una primera edición en Bolivia vía Yerba Mala Cartonera, y una reedición temprana en Chile con Cinosargo. La obra demuestra el alto conocimiento del autor en torno a los discursos periodísticos y el léxico de la crónica roja, así como también del género que lo cautiva, las novelas de Dashiell Hammet, Raymond Chandler y Chesterton.
Resulta clarificador de la estética de la obra la siguiente cita del libro.

Asimismo como Norman Mailer acuchilló
a su esposa
Asimismo entierran algunos el lápiz
en el roneo
Asimismo el policía firma la
constatación de lesiones
Así también se firma el acta de
defunción
Así, los ejemplares numerados.
La extrapolación de los actos innegablemente todos desembocan en el escribir (esto desde el punto de vista de un poeta) el planteamiento es sólido, hundiendo sus raíces en el lado oscuro de la existencia humana.
Con la misma pistola se fueron
cagando los De Rokha
La muerte a veces es una pura
burocracia
Ir al registro civil de la cabeza y
firmar el documento
Sera la evidencia para el funcionario
Hay burócratas de la muerte
Como ese que lleva veinticinco años
pensando en suicidarse.

Al respecto, el poeta Ernesto González ha señalado:

Además suma o mezcla –como si fuera poco- fragmentos y ensayos del diario secreto del escritor. O más bien, las glosas de una novela o libro de cuentos “en construcción”, cargado de interesantes reflexiones literarias y escenas oscuras, turbias y en toda su crudeza (incluso en el uso del lenguaje). Todo el rato el lado B de la propia biografía y la ciudad del crimen y del suicidio.
No es un libro de poesía que trata de ser una Novela Negra. Es una Novela Negra encañonada por la poesía. Recordándonos que si puede existir una literatura social, debe estar cerca de los intestinos (y no del departamento de género en la universidad por ejemplo), hacerse cargo de la descomposición, ser bruto y políticamente a la contra (sobre todo de la misma “contra”) del Chile que quiere vestirse de seda en el Bicentenario.

En síntesis, Novela Negra literalmente realiza un juego alegórico al establecer los nexos formales entre el crimen y la escritura. Desde luego toma todos los códigos usuales, las imágenes, la construcción de ambientes, las referencias inmediatas dirigidas a la expectativa del lector, algunas de tipo universal, otras son alusiones más concretas y locales: las putas colombianas, Hans Pozo (el occiso) el Tila (un asesino en serie), los ratis (detectives), pero resemantiza cada uno de sus pasos y elecciones y, en esa medida, genera un diseño con una lectura profunda, metaconsciente del quehacer del escritor y el asesino, por eso queda preguntarnos: ¿qué diferencia hay entre ese que escribe a puñaladas la historia que leeremos mañana en la prensa o veremos relatada en la noticias, ante aquel que juega trepanando los cráneos o ese esposo celoso que destruye a golpes las relaciones ocultas de una mujer ficticia y su amante también hecho de palabras?

Namazu de Rodrigo Ramos Bañados: Desde Antofagasta novelar Tocopilla y las distopías del abandono

Bañados ha leído y descubierto cómo comunicar a los lectores, mejor que nadie dentro del panorama contemporáneo de la narrativa chilena, el pulso de la vida en el norte.
Zona en que el imbunchismo chileno del cual habla Joaquin Edwards Bello, toma connotaciones de desarraigo y apatía.
Edwards Bello dice: 

En general toda esa tierra es como un cadáver, como una momia. El paisaje, silencioso, ensimismado, anestesiado, es un paisaje que ha mascado la coca. Todo convida a la meditación y la tristeza. La gente piensa lentamente, ingenuamente y hasta las historias banales... Tienen una ilusión, un hechizo de espejismos en la memoria.

La alusión a las palabras de Edwards no es caprichosa. En otra de sus crónicas, nos compara con Japón. Una relación que no es extraña a Namazu pues Bañados realiza el paralelo entre el mensaje trágico que comunica el pez oriental que da título a la obra comparándolo con nuestro "kalule". Lo cual me lleva a pensar en las palabras de Hiromu: "Quizás todos necesitemos de una ola de 30 metros para volver al cauce".
Bañados traza así un nodo impensado entre un imperio del primer mundo y Tocopilla. Quizá la ciudad más olvidada de Chile y en la cual se resume toda nuestra miseria como comunidad. Tocopilla, reconocida por ser la cuna de Jodorowski y Alexis Sánchez, anida seres anclados a una idea de progreso que les fue prometida y luego negada. A cambio, la paradoja del triunfo minero descansa en el cáncer de los pobladores producto de la contaminación de las termoeléctricas. Los tocopillanos transitan en un espacio destinado al culto de lo horrible, masticando el resentimiento, orgullosos de un pasado que se piensa glorioso. Los hoteles de antaño, los bares y alguna visita ilustre que permite rastrear cierto abolengo en la herencia europea. Con patetismo poético, Bañados da cuenta del fracaso a través de la imagen de la FISA y los sueños de niñez de la hija de Magda; pero es el desfile de todo el "freakerío" provinciano por la plaza de Tocopilla, lo que marca el tono de la novela.
Ante el vouyerismo del peruano-japonés Kasunoki, marchan pecho inflado, los desarraigados nietos "emo-hardcore" junto a los anestesiados abuelos fundacionales. Se trata de una radiografía maligna del camino que hemos abrazado. De algún modo todos nos resumimos como parte de Chile en aquel desfile, sin embargo, hay en ese bestiario de Bañados, un personaje oscuro y delirante que brilla como un sol negro. Me refiero a Leo Rozas: "el escritor de chaqueta roja que desfilaba solo, con su libro premiado en Madrid bajo el sobaco y unos amplios lentes de sol que escondían su soberbia provinciana".
Citando a Edwards Bello por última vez, lanzo como el kalule una advertencia:

Chile tierra de temblores, llegó tarde al día del reparto del buen gusto y de la medida. No conoce términos medios. La naturaleza hace al hombre tosco y feo. El hombre ayuda a la naturaleza y se venga declarando la furia y belleza de la fealdad [...] algo que se ha roto. Símbolo de Chile: roto.

Namazu nos lanza al rostro, párrafo a párrafo, como en la técnica de ludovico, viñetas de nuestro error-horror nacional.

Los hijos suicidas de Gabriela Mistral y el laberinto de la falsa antología y taxonomías hiperbolizadas

Los hijos suicidas y en general los libros que componen la trilogía de falsas antologías de Fernando Navarro (Vicuña) Los Nortes que hay en el Norte y El Pequeño Odioso, dan vida a un corpus inusual no solo en el margen de la poesía nortina, podría fácilmente instalar su experimentación dentro del grueso del territorio nacional.
El libro se enmarca dentro de la línea de la falsa biografía practicada por Fernando Pessoa y en nuestra lengua por autores como Borges y Wilcock.
A la manera de Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters, La Sinagoga de los Iconoclastas del Argentino Italiano Rodolfo Wilcock y, más cercanas al fin de siglo, La Literatura Nazi en América de Roberto Bolaño o la obra ganadora del premio Lagar 2009 Colonos de Leonardo Sanhueza, la obra de Navarro Geisse se presenta en el caso particular de Los Hijos Suicidas de Gabriela Mistral (Inubicalistas, 2010) como un compendio de cinco poetas malditos de Vicuña, creadores muertos a temprana edad, presas de una dilatada agonía o de plano autoexiliados, artistas consumidos por su genio, recalco que se trata de cinco poetas malditos, si contamos al propio antólogo Leonidas Lamm.
Las figuras de los hijos suicidas podemos pensarlas en los términos que expone el poeta, novelista y dramaturgo Han Dong (nacido en Nanjing en 1961):

Con un toque de cinismo Han Dong señala que el suicidio del poeta Hai Zi en 1989 se debió a que no pudo distinguir la poesía de la vida ordinaria y que los que actúan de esa manera buscan siempre acciones extraordinarias. Ellos beben, luchan, bromean acerca de las mujeres, se dejan llevar, cultivan excentricidades… para probar que son poetas. Al final trascienden lo mundano y solamente muertos piensan probarlo. (Carrizales, 2013).

Los hijos suicidas, trabajo póstumo e inconcluso de investigación, nos relata los avatares de Lamm, estudioso de literatura exiliado en Europa, naturalmente desvinculado del devenir poético nacional y del reconocimiento de sus pares académicos, sin embargo, íntima y afectivamente cercano a escritores coterráneos de Gabriela Mistral y que con ayuda de Navarro Geisse, el investigador pudo rastrear para crear esta genealogía de voces desesperadas compuesta por Juan Miguel Godoy, el mismo Navarro Geisse en calidad de poeta y no en su rol de investigador, coautor de la antología y encargado del epílogo de la obra, Alfonso Pinto y Pedro Álvarez poeta de ascendencia diaguita. Sin embargo, el libro guarda más de una sorpresa en su condición de antología, pues por medio del epílogo preparado por Geisse, revela rápidamente su carácter ficcional en la medida que Alfonso Pinto, el único poeta antologado que en estricto rigor se suicidó disparándose, no es más que una entelequia creada por Álvarez y el mismo Geisse. Pinto es tal como indica el texto:

Y esto que voy a contar me parece ahora doloroso y retorcido, que conste. Pues bien, ahí va: uno de los autores recopilados es en realidad una entelequia creada por mí y por Pedro Álvarez. Alfonso Pinto, supuestamente único poeta de esta antología que realmente se habría suicidado, es en realidad un personaje que inventamos a partir de textos elaborados por Álvarez, siguiendo sus ejercicios de experimentación poética en base a crónicas rojas. Su biografía y la carta de suicidio son de mi autoría. Partió como un juego que hicimos al profesor en la primera etapa de su investigación. Posteriormente, cuando el análisis de los textos de Alfonso Pinto quedaron dentro del artículo del profesor que apareció en Komala, nos pareció que realizábamos un sueño de muchos escritores: fundir ficción y realidad, vida y poesía de forma potente, indistinguible. Pronto comenzamos a tener sentimientos de culpa y vergüenza que nos atormentaban (Navarro Geisse, 2010).

En esa medida la obra antológica reconoce su andamiaje ficcional y sacrifica academicismo en pos de develar al lector el delgado tránsito entre realidad e imaginación. Los autores se constituyen como en el caso de la obra de Lee Masters o de los delirantes poetas fascistas de Bolaño, en una lista hiperbólica de vidas en colisión. Recurso que tiende a la polifonía discursiva y la fijación fantasmal de un canon de autores o libros que se deben consultar. De este modo Navarro Geisse con los hijos suicidas cumple un doble rol, dar médula y estructura al libro a través de la falsa antología o antología novelada, mientras que promueve a la par, la parodia o desacreditación de los productos culturales y su arbitraria construcción de ídolos a través de premios, selecciones prestigiosas dadas por fundaciones o tesis académicas de alto vuelo.
Quizá allí radica la importante presencia de la figura de Gabriela Mistral en el título de la obra, pues a través de esta imagen icónica de la poesía universal, nacional y del norte, se busca criticar y parodiar la apropiación cultural de los gobiernos o en un sentido inverso, la invisibilización del arte y el creador por razones extraliterarias. El mismo Lamm lo insinúa en su prólogo a la antología de poetas jóvenes del Elqui:

La figura de Gabriela Mistral se convierte en paradigma al momento de analizar el destino de la imagen del intelectual exitoso chileno. Asombra lo fácil que es manipular la estampa de cualquier prócer con cierto renombre dentro de la población, ya sea para obtener beneficios económicos con marcas comerciales, o para echar mano de su figura cuando ya no problematiza políticamente a los gobiernos de turno.

Una interesante y experimental obra, con carácter antifundacional y desfundante que persigue, con su heteroglosia, afectar el rol canónico de la crítica y de gran parte del sector literario, bombardeando indiscriminadamente tanto al lector ingenuo como al más recalcitrante estudioso y promotor de rankings de calidad cultural, pues entre las palabras de Lamm sobre Gabriela Mistral, y los dichos de Navarro Geisse en su epílogo, uno tiende sin dudarlo, a problematizar el rol de crítico, editor e incluso promotor de antologías y preguntarse: ¿no se estará jugando el mismo papel de falso cristalizador, canonizando con los fines erróneos, jugando al pastiche de elevar nombres e invisibilizar a otros?

Conclusión

En síntesis, las obras reseñadas abren nuevos derroteros en la producción literaria del norte e instauran temáticas impensadas dentro del acervo creativo que se ha asignado, a veces de modo arbitrario a las provincias extremas, también generan tensiones interesantes en la delimitación de lo que entendemos por género, pues el cruce intermedial por el cual el comic, cine, discursos públicos y metatextos ingresan a la poesía y narrativa, permite nuevos actos cooperativos y proporcionan al lector claves de interpretación inéditas que priorizan la falta de clausura en lo escrito y a una sensación de semiosis latente.
En palabras de Carrasco:

“El texto literario no se considera aislado de los demás hechos textuales y no textuales, sino en activa interrelación con ellos, articulando disciplinas, contextualizando datos, relacionando y tratando de dar sentido a elementos, situaciones y momentos históricos distintos, medios verbales y no verbales, literarios y de otras formas de discursividad” (Carrasco, 2002: 199-210).

Son encuadres que innovan y en los cuales, tanto los contenidos escamoteados como los aludidos, se llenan de significado y guían hacia un final por completar. Las implicaturas cobran vigor y se solucionan en el código del destinatario. En esa medida, no es menor la tarea que toca a la crítica, llamada a investigar y ampliar las fronteras impuestas por el canon, completar los vacíos de décadas en antologías críticas y tesis, y dejar de suponer desde el cómodo lugar que anticipa un estancamiento en la literatura del norte, actitud que lleva a estudiosos a aludir a perpetuidad tan solo dos o tres nombres en sus bibliografías a fin de no tener que escudriñar, descubrir y enfrentar continentes que ponen en tela de juicio sus marcos teóricos a la medida.

Bibliografía

Bianchi, Soledad (1995). La memoria modelo para armar. Colección: Biblioteca Nacional.
Block de Behar, L. (1990). Dos medios entre dos medios (sobre la representación y sus dualidades). Buenos Aires: Siglo Veintiuno Argentina Editores.
Carrasco, Iván (2002). “Interdisciplinariedad, interculturalidad y canon en la poesía chilena e hispanoamericana actual”, Estudios Filológicos, 37.
Espinoza, Pablo (2013). Urlo. Arica: La liga de la Justicia Ediciones.
Farías, Eduardo (2013). "Urlo, lo nuevo de Pablo Espinoza Bardi". Letras s5.
González, Ernesto (2010). "Novela Negra (Yerba Mala Cartonera, 2008) De Juan Podestá Barnao" en Letras s5.
Jameson, Frederic (2001). Teoría de la posmodernidad. Trad. Cecilia Montolío y Ramón del Castillo. Madrid: Trotta.
Lamm, Leonidas & Navarro Geisse, Fernando (2010). Los Hijos suicidas de Gabriela Mistral: Antología Poética de Jóvenes del Valle del Elqui. Valparaíso: Inubicalistas.
Martínez Álvarez, Fidel, et al. (2007). “Hacia una Epistemología de la Transdisciplinariedad”. Revista Hum Med. Ciudad de Camaguey, v. 7, n. 2.
Podestá, Juan (2010). Novela Negra. Arica: Cinosargo.
Ramos Bañados (2013). Namazu. Valparaíso: Narrativa Punto Aparte.
Rojas Pachas, Daniel (2010) "Tebaida y Extramuros: Rescate de revistas del norte de Chile". Revista Sol Negro.
______________ (2012). "A propósito de un artículo de la revista 2010-2 y Los hijos suicidas de Gabriela Mistral: en verdad, ¿Cuántos nortes hay en el norte?". La Calle Passy 061.

[¿Has visto un dios morir? de Cristián Geisse]. Por Natalia Figueroa

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Natalia Figueroa nos presenta a Cristián Geisse, autor encubierto y parodista, a través de uno de sus cuentos. "¿Has visto un dios morir?" apareció en el libro En el regazo de Belcebú (Valparaíso, Ediciones Perro de Puerto, 2011). Lee la presentación y el cuento tras el salto.


Has visto un Dios morir

“¿Has visto un dios morir?” forma parte del libro de relatos de Cristián Geisse (Vicuña, 1977) En el regazo de Belcebú (Ediciones Perro de Puerto, 2011). Aparentemente, este sería el primer libro de ficción firmado por Geisse, seguido de El infierno de los payasos (Ediciones Altazor, 2013).
Sin embargo, Geisse ha publicado otros tres libros de los que no reconoce su autoría: Los hijos suicidas de Gabriela Mistral. Antología poética de jóvenes del valle de Elqui (Ediciones Inubicalistas, 2010), El pequeño odioso. Antología de poetas precoces chilenos (Ediciones Altazor, 2011) y, recientemente, Los nortes que hay en el norte. Antología de poetas nortinos (Ediciones Cinosargo, 2014). Cada uno de estos libros es una especie de novela que funciona como parodia del género de la antología de poesía: así, el contenido de los poemas, el arte poética al que cada poeta fingido adscribe y los estudios preliminares escritos por un ficticio y bien caracterizado antologador (Leonidas Lamm, H. H. Ochoa y Fernando Navarro Geisse, respectivamente) son elementos de un despliegue paródico sostenido.
Cristián Geisse, el verdadero autor, no entrega pistas para rastrear su autoría, por lo que algunas críticas a sus libros se han realizado desde este desconocimiento autorial. Aunque pueda pensarse que tanto la parodia como el hecho de no reconocer la autoría corresponden a un “mero gesto” (gesto lúdico, juvenil, simpático, provinciano incluso), sus libros están hechos con inteligencia, arte y conciencia de aquellos lugares comunes de los que pareciera reírse; conciencia que genera, en muchos casos, relatos y personajes hilarantes.
Geisse, que en su tipo de trabajo muestra afinidad con lo que realiza Mario Verdugo en la poesía, es un escritor con inventiva, que ficcionaliza enriqueciendo una realidad que otros autores imitan tan solo en sus aspectos más planos y superficiales.
Estas características, que me parece que constituyen un verdadero valor en la actualidad, llevan a Cristián Geisse a construir un imaginario en el que vemos pasar a personajes oscuros ligados fundamentalmente a la provincia y al campo, personajes vagos, angustiados, en muchos casos alcohólicos y drogadictos, que son llevados por acontecimientos que actualizan tanto el imaginario oral de Chile, como su propia pérdida.


¿Has visto un dios morir? 
Por Cristián Geisse

Valparaíso es algo sucio. Yo también, por eso me siento cómodo aquí. Todos parecemos flaites, o pungas, o rotos. He escuchado eso a muchas personas y ni siquiera me ha dado rabia. No es necesario andar perfumado, ni bien vestido, ni creyéndote la raja. Ahora, si eres vivo y conoces a los personajes claves, puedes entrar a distintos laberintos incluso más enmarañados que el de las subidas y bajadas del Puerto. Yo conozco un par de pasadizos secretos y las entrañas del monstruo al que llegas por ellos; callejones a los que nunca entrarán empresarios, políticos ni profesores universitarios. Yo sí. Pero eso viene después. Quiero hablar ahora de mi abuelo.
Lo trajeron hace poco hasta la casa, acá en el cerro Jiménez. Cerro pobre éste, pero qué más da. Más cerca del cielo, las casas destartaladas parecen van a estrellarse en cualquier momento con el plan, a caer cerro abajo hasta hundirse duro en el océano. Pero parece no más, porque la mayoría de ellas están clavadas al piso con garras de fierro. Los temporales las hacen tambalear, algunas efectivamente caen con los temblores, otras arden y desaparecen con los incendios. Pero la gran mayoría queda donde mismo. Unas atrincadas por ahí, otras apuntaladas más allá. Barretas, picos, martillos, cemento, alambres: suficiente para esperar el día del juicio en estas casas. Acá mismo llegó mi abuelo. Lo malo es que el único contento con su llegada fui yo. Mi madre le tiene miedo, mi hermana lo desprecia, el Pedro trata de ignorarlo, aunque le cuesta. Lo trajeron porque en el norte empezaron a decir que se había vuelto loco, aunque se sabe que dicen eso de la gente más interesante. A mi abuelo le daba lo mismo. Creo que siempre guardó un odio parido por el mundo entero. Se le vio siempre en la cara: negra y arrugada como una pasa, con una eterna mueca de desprecio en los labios. Creo que nunca lo he visto pelando los dientes. Y raro, raro como pulpo con pelo. Mi mamá se fue bien pronto de su casa en Vicuña por lo mismo: el viejo era rabioso y hacía cada cosa que a veces no podía de vergüenza. De todas formas siempre fue su hija favorita. Las demás –que también se arrancaron lo antes posible de él- no quisieron ir a buscarlo cuando llamaron del hospital. También le tienen miedo, pero en ellas, a diferencia de mi madre, no queda ni un poquito de ternura, cero compasión. Siendo la más pobre de todas, mi mamá tuvo que traérselo no más a Valparaíso, no lo iba a dejar botado. Llamaron avisando que se había paseado por todo Vicuña en pelotas, haciendo gestos raros, a pleno sol. Nadie lo supo nunca, pero mi tata había probado unos polvos alucinógenos con los que se pichicateaban los indios que vivían por allá antes de que los masacraran los españoles primero y los chilenos después. Y nadie supo eso. Lo que vieron las viejas chismosas y los peladores de siempre fue nada más que un viejo locumbeta haciendo el ridículo. Me dijo que había visto a las ánimas en pena vagando por todo el lugar, hablándole en una lengua rara que ya nadie comprende, pero que él algo entendió. Dice que sintió que tenía que empelotarse para entrar a su reino perdido y no vaciló: lo hizo y punto. Así es que mientras se paseaba mostrando las huevas por todo pueblo, parando el escaso tránsito y llenando de espanto a las viejas culiás, en realidad mi abuelo estaba en otro lado, en un lugar sin tiempo, una zona a la que no se entra así como así. La volada le duró más de tres días. En las noches se agazapaba por ahí, dormía cubierto con hojas de palmeras o cartones. También lo vieron en el río mirando el agua correr con cara de tucúquere. Se asustaron y fueron a avisar a una de mis tías que vivía cerca, pero nunca lo fue a buscar. Después un cabrero lo cachó en los cerros, detrás de unas lomas sembrando semillas invisibles. Avisó en Vicuña y los Ramírez que son parientes suyos por el otro lado, partieron a buscarlo y lo dejaron en el hospital. Tampoco se lo llevaron para su casa porque no querían echarse bultos encima. Pasó un tiempo y mi Tata dice que despertó arriba del bus, terneado y de corbata, no entendía bien qué pasaba, pero se dejó hacer. Después de la tremenda volada había quedado sedita. Además, ver a su hija favorita sentada al lado lo tranquilizó. Aterrizó de nuevo en este mundo sin hacer mayores comentarios, dijo que todo le daba igual porque ya había visto lo que quería ver. Y así llegó hasta Valparaíso. ¿Qué será de mi casa?, me dijo un día. Después chistó y se alzó de hombros. Chuto, dijo. No lo vi sonreír, pero parecía que se hallaba conforme. Lo que pasa es que mi tata rallaba la papa con eso de los indios y tenía una tremenda rabia guardada adentro. Quizás todavía la tiene, pero ahora ya no dice nada, ni siquiera a mí. Parece que nosotros, los Godoy, algo de esos indios tenemos. Digamos entonces que a nuestros parientes los hicieron recagar, hasta el punto de que la lengua rara que hablaban desapareció hace tanto tiempo que ya nadie sabe nada de ella. Eso volvía loco de resentimiento a mi tata. Despotricaba solo y nadie lo entendía. Yo sí, me había alcanzado a explicar que los famosos indios esos eran lo más avanzado de su tiempo. Bueno, quizás no tanto, pero casi. Eran pocos, pero eran cosa seria: una alfarería que te la encargo, no había mejor en todo Chile, hasta el día de hoy se dice eso. Lo malo es que eso es todo lo que queda de ellos. Mi abuelo rabeaba con lo de los diaguitas, que es el nombre que les dieron los estudiosos, porque no se llamaban así. Decía mi tata que así les puso el fruncido de Latcham, un investigador que vio sus restos por allá por el año del pico, cuando ya no se le podía preguntar personalmente a ninguno. Y mi tata hueveaba que todo eso es en realidad mentira, pero que todos los bolsa e´ caca creen toda esa mierda, y lo decía así, porque a veces se ponía seco para la chuchada. Porque de verdad era cuático, pero cuático, realmente cuático. Una vez, cuando era inspector de un colegio allá en Vicuña lo mandaron a cuidar un curso de niños chicos. Y justo se pilló un libro de esos que reparte el gobierno donde aparecía lo de los diaguitas. El libro decía –mi tata lo recitaba de memoria-: “los diaguitas habitaban entre los valles Copiapó y Choapa” ¡MENTIRA! gritaba después entre los niños chicos que lo miraban con los ojos redondos y la boca abierta, “elaboraban una alfarería similar a los diaguitas argentinos con los que se encontraban emparentados” ¡MENTIRA! volvía a gritar, “los diaguitas eran transhumantes y vivían de la ganadería y la agricultura” ¡MENTIRA! Así se paseó un buen rato por la sala, despotricando contra todo, hasta que no se aguantó más y con una tremenda vena palpitándole en la sien, rajó el famoso libro frente a todos. Después les habló lo que él sabía: a esos indios los habían masacrado primero los incas, luego los españoles, luego los chilenos. Se defendieron sí, pero igual los hicieron mierda. Quemaron La Serena, se refugiaron en campamentos secretos, pero igual los pillaron y los mandaron a las minas, los mataron de hambre, les violaron las mujeres, les reventaron a los hijos, los hicieron odiar haber nacido. Así pasa, niños, les decía, este mundo es duro y cruel, cochino y maldito, y si ustedes no aprenden a defenderse, van a morir aplastados como bicharracos. ¿Alguien sabe cómo le decían al sol esos indios? ¿Cómo le llamaba la madre al hijo, el hijo a la madre? ¿Cómo le cantaban al sol o a la luna? NADIE, porque los mataron y los golpearon tanto que se les olvidó su propia lengua. Ya no hay palabras en nuestro idioma de las que ellos usaron por tanto tiempo, no queda ninguna ¿y por qué? Porque les dieron duro hasta morir. Y estos indios no eran cualquier cosa, eran los más avanzados de esta parte de Chile, cuando Chile ni existía, pero igual los aniquilaron, los borraron del mapa, los hicieron desaparecer. Era el tiempo de la dictadura, así es que lo llamaron porque creyeron que estaba haciendo propaganda, y si no fuera porque el Director lo conocía de hace tiempo, cuando mi tata era maestro chasquilla y llegaba a su casa a hacer arreglos, lo hubieran puesto de patitas en la calle o quizás qué otra cosa peor le habría pasado. Después comentaban que tenía una secta con otros viejos igual de secos y arrugados que él. Bueno, eso era verdad. Se llamaba la Logia del Bando Fantasma. Se juntaban en la casa de mi abuelo y no hacían más que estudiar, según él, pero los vecinos empezaron a decir que hacían brujerías. Porque así son esos cochinos hijos de puta, lo único que saben es pelar y hablar de lo que no saben. Y empezaba a despotricar contra los imbéciles ignorantes que fueron los culpables de que los indios sintieran vergüenza de ser ellos mismos, malparidos, qué sabían ellos, por culpa de su miedo ahora todos tenemos miedo: brujería le decían, qué va a ser brujería, más brujería parece lo que hacen ellos adorando a un dios al que no se le entiende nada, primero te amenaza con las llamas del infierno y te promete que vas a sufrir por siempre si no lo sigues, y luego te dice que ames a tus enemigos ¿qué diablos es eso? Más encima no hay cosa más fome que una misa, la gente apenas entra quiere salir. Los indios que vivían allá en el valle en cambio, aspiraban sus polvos y conversaban con los dioses cara a cara ¡cara a cara! Te lo digo yo, que averigüé bien las yerbas que usaban y las probé, y hablé, hablé con ellos y con los dioses. ¿Has visto a un dios morir, muchacho? Pues yo sí, y te aseguro que no es nada muy lindo, hay noches en las que no puedo dormir de sólo acordarme lo que tuve que ver. Decía que fue bueno haber jalado esas yerbas, que de haber podido, las hubiera jalado de nuevo. Pero que ya no quería volver más a Vicuña ni al Valle. ¿Para qué? Por alguna razón terminé acá, ahora me da lo mismo, cualquier parte está bien para mí. Después de ver lo que vi, todo me da igual. Así decía a veces. Cuando yo le escuché a mi tata decir que volvería a jalar esas yerbas alucinógenas, se me empezó a ocurrir que algún día podría llevarlo a probar Ñache. Seguro que nunca han oído hablar del Ñache. No es Ñiachi, esa sangre de vaca con cebolla y cilantro que los huasos toman en los mataderos. Pero de ahí viene el nombre. Yo no estoy muy seguro de lo que es en realidad, ni como lo hacen, pero sé que es colorado como sangre y que te deja en una volada tan loca que no te olvidas más. Y es más loca que ninguna otra volada, porque alucinas lo mismo que los que están al lado tuyo, ves exactamente lo que el otro ve, es como caminar por el mismo sueño. Por eso no cualquiera toma Ñache y uno tiene que conocer a los claves para llegar a probarlo. Si uno que ya es Ñache te cotiza y te invita, recién entonces puedes llegar a los sucuchos donde se puede conseguir y tomar sin que nadie te moleste o te haga escándalos. A mí me pasó así: yo estudiaba diseño en un instituto, pero era muy pobre para comprar materiales, así es que me anduve aburriendo luego. Ahí conocí al Tonro, que andaba igual que yo, choreado porque aparte de pagar la tremenda turrada de plata por las mensualidades había que andar comprando huevadas a cada rato, y más encima, vivir pegado al computador. Y yo ni computador tenía. Los dos nos enyuntamos entonces porque llegábamos tarde a clases y empezamos a dejar de sentir interés al mismo tiempo. Conversábamos de todo, no sólo de minas y hueveo, sino también de religión y libros. Un día me preguntó si estaba volado, por una la talla que eché. ¿Por qué?, le pregunté. Chís, dijo secándose las lágrimas de risa, la volaíta en la que te fuiste, así hablan los que están fumados. No pasa, compadre, yo soy así a veces. Entonces tenís que probar Ñache. Esa misma tarde partimos al Barrio Puerto, al Suecia, un local de viejos chichas que pagan a cien pesos la caña. Todos torrantes y caídos al litro. Ni siquiera se dan cuenta de lo que pasa al lado suyo, o si se dan cuenta, les da lo mismo. Uno tiene que comprar un medio pato para disimular y después parte al baño. Empuja una plancha de cholguán, camina un rato por un pasillo oscuro, y llega a un salón terrible de amplio donde hay sillones y todo es un poco menos sucio que allá arriba. Lo cuático es que todos esos locales de Ñache están conectados: toda una red subterránea a los que se puede llegar entrando por distintos tugurios. El ñache es como una gelatina dura y roja, que te pasan en cuadritos junto con un cucharón de lata. Se pone encima de una vela hasta que se derrite, aunque no hay que dejar que hierva. Entonces queda como una yema de huevo roja, bien roja, que es cuando hay que mandársela de una adentro del gaznate. Te la tragas, esperas un rato, te fumas un cigarro o dos, y empieza el baile. Es de verdad como un sueño, con todas las cosas locas de un sueño, pero que puedes vivir junto con otras personas creyendo que todo es verdad. Cuando yo lo probé por primera vez con el Tonro, anduvimos en unas bicicletas hechas con cañerías, nos paseamos por un Valparaíso todavía más loco, donde habían escaleras en las que andábamos de cabeza, y nos enredábamos en una selva de volantines. Desde entonces que puedo entrar y salir de los salones ñache sin ningún problema. A veces uno llega y lo toma solo, pero es más fome. Si no hay nadie que te caiga bien, o que conozcas, puedes pasar por túneles a otros salones que están conectados con otros tugurios, así hasta que ubicas a alguien o te metes en algún grupo. Las combinaciones te pueden dejar loco, se mezclan sueños y hay gente que de verdad delira en sus voladas y uno está ahí para vivirlo con ellos. Por ejemplo está el Marambio, un negro zambo, inmenso, peruano dicen, que sube casi siempre a la misma volada: llega a una pensión pobre, paga la pieza y una vez dentro, se arrodilla y hace en el piso de tabla un círculo con una estrella adentro más otros signos raros y se le aparece el diablo, entonces le pide deseos. Así puede uno ir a una orgía, o bien tocar el saxofón como Charly Parker, que es lo que pide siempre el Marambio porque cuando está en la tierra es el negro más desafinado del mundo. A mí me tenía cachudo eso de ver al dios morir, mi tata lo repetía a cada rato, y se me ocurrió que con el Ñache podría llegar a ver una cosa tan alucinante como esa. Así es que esperé a que me volviera a salir con el mismo asunto, y cuando dijo nadie puede saber lo espantoso que es ver algo así, yo le contesté que tal vez yo sí, no hijo, me dijo, no es imaginárselo, es verlo, y para eso hay que estar ahí… y aquí, dijo apuntando con su dedo negro de uña blanca en la sien. Pues le digo, tal vez yo pueda. Me miró entonces como ladeando la cabeza, sin entender. De qué estás hablando, muchacho, me dijo. Le apuesto todo lo que quiera a que podemos volver a ver a ese dios morir, le respondí. Abrió unos ojos redondos y amarillos, con una cara que en otra ocasión me hubiera dado risa si no conociera bien a mi abuelo y no supiera que algo de espanto había en ella. Y suponiendo que de verdad pudieras verlo, ¿para qué harías una cosa tan idiota, hijo? Esas cosas te quitan años, te hieren duro y te pueden dejar sin ganas de vivir. Si yo le cuento cómo podríamos hacerlo, usted me promete que no se lo dice a nadie y que va a pensar siquiera en hacer el experimento conmigo. Echó la cabeza para atrás, arrugó la boca y abrió los ojos tanto como antes, poniendo una cara tan rara que esta vez casi me largo a reír. A ver, desembucha, me dijo. Entonces yo le conté lo del Ñache. Si bien, mientras le contaba no puso ninguna cara chistosa, en sus ojos yo iba viendo como no creía al principio, y como poco a poco comenzaba a sentir una curiosidad irresistible, que era lo que yo confiaba ocurriría y que terminaría ganándosela a mi tata Así es que finalmente aceptó partir conmigo al Suecia al día siguiente. Me dijo que no me prometía que viésemos al dios morir, pero yo tenía un plan para lograr la hazaña. Le avisé al Tonro y él armó el resto del cuento. Al otro día estábamos clavados después de almuerzo en el Suecia, lo malo fue que el Tonro llevó a otro amigo, un flaco espinilludo y cabezón con lentes y que según mi amigo era un clave para subirse a esta volada. Mi abuelo los saludó huraño y nos acomodamos entre los parroquianos. Pedimos las respectivas cañas y cuando mi abuelo ya iba como en la mitad de la suya, le dije que fuera al baño, empujara el cholguán y me esperara un rato. Cuando partí para allá, el Corcho, que es como le dicen al que vende las cañas y que está coludido con los del Ñache, como que me retó: no será muy viejo tu abuelo pa estos trotes, tontón, me dijo, pero yo confiado le contesté que no pasaba nada, que el hombre era como un roble.
Llegamos entonces al primer salón, pero estaban todas las mesas llenas y me dio julepe que se subieran muchos al carro, o que se mezclaran las cosas y que no se entendiera nada al final, porque así pasa a veces. Pero ahí aprovechamos de agarrar al Marambio, porque era parte de mi plan para ver al famoso dios morir. Caminamos entonces por un túnel y fuimos a dar al salón que queda debajo de La Aduana.
Mi tata quería parecer piola, como que nada lo impresionaba, pero le era imposible disimular. Andaba con los tremendos ojos y miraba para todos los lados con la boca bien cerrada pero arrugándola a cada rato sin poder evitar el asombro. Pedimos las calugas de Ñache, nos pasaron los cucharones y partimos a sentarnos en los sillones y mesas que se usan en estos casos. Allí prendimos nuestras respectivas velas. Yo le explicaba todo bien callado a mi tata: le puse a derretir su caluga mientras todos hacían lo mismo. Llegó el momento y nos mandamos para adentro nuestras respectivas dosis. Nos miramos las caras por un rato esperando. Le pregunté al amigo del Tonro qué hacía y contó que estudiaba antropología en la Arcis, pero justo cuando empezaba a contarme todo eso, empecé a verle dos caras y dos pares de lentes: la primera señal de que me estaba subiendo al macho. No pasó mucho rato hasta que el Marambio dijo vamos y estábamos caminando por la calle hasta que llegamos a un pasaje todo meado, donde golpeamos una puerta hasta que la abrieron con una pita de adentro y tuvimos que subir por una escalera hasta el segundo piso. Allí nos atendió un viejo bigotudo bien malagestado. Entramos con el Marambio a la pieza que pidió. Toda charcha la pieza, con catres de campaña, sin ventanas y una ampolleta de 40 watts apenas alumbrando las paredes verdosas y sucias. El Marambio entonces movió una de las camas y después la otra haciendo espacio. Buscó algo en los cajones del velador cojo de la pieza y como no encontró nada filudo, tomó un cenicero de latón y comenzó a rayar las tablas del piso como lo habíamos visto hacer tantas veces con el Tonro. Cuando terminó, se puso de pie y se sentó a esperar; por supuesto todos nosotros esperamos con él. No pasó ni medio minuto cuando de pronto nos dimos cuenta de que había llegado alguien, que otra persona más estaba con nosotros: era un negro muy parecido al Marambio, quizás más alto y más compuesto. Nos miraba a todos con cara de chiste y de un momento a otro peló los dientes y vimos que brillaban feo porque eran de oro, de un oro oscuro. Supimos ahí que era el diablo. Porque el diablo que venía a ver al Marambio siempre cambiaba, aunque era el mismo todas las veces: ya quiere tocar el saxofón este negro de mierda, dijo. Yo me adelanté a cualquier cosa y le conté que no, que yo quería pedir algo esta vez. Eso era algo frecuente entre los amigos del Marambio y era una manera de controlar las voladas y los delirios, por supuesto hasta donde se podía, porque uno no es totalmente dueño de uno mismo, ni siquiera cuando sabe que está soñando. Quiero que veamos lo que mi abuelo vio, dije. Yo miré a mi tata y caché que estaba medio pillado. Terminé entonces por pillarlo: quiero ver al dios morir, le dije. Yo sabía que una vez en esa, mi tata no iba poder evitar vivir de nuevo el recuerdo que según él no lo dejaba dormir algunas noches; yo estaba vivo que su cabeza iba a ser más rápida que él mismo y que con solo decir esas palabras la imagen y la volada que había tenido iba a llenarle los sesos y así íbamos a terminar viendo lo que quizás nunca debimos ver. Cuando volví la mirada de nuevo hacia mi abuelo lo vi en pelotas, con los ojos más grandes que nunca. Y los demás estaban igual, desnudos todos. El más feo era el Marambio que tenía unas estrías rojas a los lados de su tremenda guata negra. El diablo todavía estaba ahí y tenía el manso ni que tu callampón, tan grande que daba miedo. Y el amigo del Tonro, flaco como un galgo, lleno de zarpullidos y espinillas. Y el Tonro, gordinflón y fofo. Y yo mismo, feo también, con la cicatriz de unas puntadas que un día me dieron. Todos indefensos y asorochados. Y de pronto sol, un sol tremendo que quemaba duro nos dio en el cuerpo, agobiándonos y picándonos como pica en el norte. Pero no, acá todo era seco y muerto. Y el azul del cielo era tan claro que casi parecía blanco. Don Sata entrecerró los ojos con el ceño fruncido, poniendo las manos como visera. Ni a mí me gustan estas cosas, ahí se ven, dijo. Y partió solo hasta perderse tras de una loma. El amigo del Tonro, estoy seguro, era el más asustado de todos y no me queda la menor duda de que fue él quien empezó a ver esas ovejas sucias que llegaron balando y a las que unos huasos empezaron a alimentar con carne cruda. Después vimos como hacían lo mismo unos indios que también andaban en pelotas, con las encías sangrando y tan flacos que daban lástima. Y después no eran ovejas, sino que eran unas cabras tirillentas, roñosas, como a medio podrir. Llegaban gritando –no balando, gritando- y caían muertas al lado nuestro y no demoraban nada en llenarse de moscas. Me empecé a asustar, el asunto nunca se trata de pasarlo mal, pero a veces ocurre y se tienen este tipo de pesadillas que lo pueden dejar a uno realmente loco, cagado por varias semanas. Miré a todos los demás, el Marambio se agarraba la cara y el pelo con una mano y con la otra como que se rascaba la espalda, se notaba que no quería estar donde estaba. El Tonro me empezó a gritar que hiciera algo porque mi abuelo estaba mal, que no se nos fuera a morir. Y efectivamente, estaba de espaldas en la tierra inmóvil, con los ojos bien abiertos y sin decir nada. Pero yo me di cuenta de que peor estaba el amigo del Tonro: sentado, abrazándose las rodillas, totalmente cubierto de moscas de todos los tamaños y de todos los colores. El zumbido que se empezó a sentir entonces no dejaba escuchar nada más: millones de moscas haciendo ruido, pegándosenos al cuerpo, rodeándonos por todos lados. De pronto como que el tiempo quedó suspendido, nada se movía y una sensación horrible se apoderó de nosotros: una mezcla de miedo, de tristeza, impotencia, desolación. A lo lejos, entre los cerros totalmente secos, un animal gigante se dirigía hasta nosotros. Uno no podía saber bien qué animal era: primero era como un puma, después una llama, después una cabra. A medida que se acercaba se iba achicando. Un olor a sangre y mierda nos pegó duro en las narices. Los huasos y los indios lo esperaban sin decir nada, sin llorar, sin hablar. Cuando llegó hasta nosotros el dios –porque no había duda de que era el dios- tenía el tamaño de un perro, pero uno le miraba la cabeza y como que se le veía cara de hombre. Un indio le ofreció carne cruda y el dios lo miró con el cuello flojo y no le recibió nada. Después cayó de costado, y entre los pliegues de la piel de tiñoso que traía, se abría como un hueco por donde se le veían las entrañas, el estómago blando y parte de los intestinos. El olor nos pateó más que nunca, y vimos que un huaso se acercaba y metía la mano por el hueco, movía la cabeza y decía algo así como aaaaah, este animal no tiene vuelta. Yo miré hacia donde mi abuelo y lo vi a medio sepultar, con varios indios tirándole tierra encima, mientras él seguía tendido. Entonces vino lo peor. Era como si el sol se llenara de rabia y mandara oleadas y oleadas de un odio que terminó llenándolo todo. Los huasos nos miraban con reproche y los indios comenzaron a caminar con las cabezas gachas, alejándose de nosotros como repudiándonos. Mi abuelo estaba todavía a medio enterrar y comenzó a temblar de pies a cabeza. Ahora todos se tomaban las rodillas, menos yo, que permanecí de pie, paralizado. Ahí no se podía estar, de verdad daban ganas de morirse. Las moscas ya se habían ido, pero el olor seguía envenenándolo todo. Repulsión, náusea, asco. El dios agonizante seguía ahí cerca, tendido. De pronto, todo tembloroso se levantó mientras el olor pateaba más que nunca. Le tiritaban las patas y comenzó a caminar de vuelta por donde había llegado. El pelo se le caía y arrastraba las tripas que se le llenaban de polvo. Cayó un poco más allá y se convirtió en una especie de plasta de mierda negra que empezó lentamente a expandirse. Intentamos protegernos, salir de ahí, pero daba igual, la plasta se acercaba a nosotros como un líquido viscoso. Todo lo que ese líquido tocaba iba muriendo. Los que más sufrían con el showcito ese eran los indios que gemían desesperados, que tomaban la mancha negra entre las manos y se la ponían en la cara y comenzaban a podrirse de apoco. Yo intentaba correr lejos de ahí, pero no podía, igual que en los sueños. Me acordé que mi tata se había enterrado más allá y que la calabrina del dios ese lo iba cubrir y se lo iba a tragar. Sentí una angustia como no he vuelto a sentir jamás, como no espero sentir jamás. El Marambio gritaba y se reía al mismo tiempo. Eran los nervios, porque según supe después, despertó cagado y meado. El Tonro trataba de correr pero apenas se movía de donde estaba. De pronto se puso en cuatro patas y así como que avanzaba un poco más, igual era inútil, no parecía haber escapatoria. El amigo del Tonro seguía donde mismo y la sustancia negra se lo estaba comiendo. No decía nada, tenía los ojos abiertos y le corrían lágrimas negras por las mejillas. Mi abuelo ya había desaparecido por completo. Me vi de pronto en el salón de nuevo, pero la pesadilla no terminaba, porque el olor a mierda seguía y alguien me gritaba que mi abuelo se estaba muriendo, que había que llevarlo a la posta. Los demás estaban sentados, con los ojos bien abiertos, mirándome con rechazo. Nadie me quiso ayudar. Quizás nadie me pudo ayudar. Quizás nunca supieron cuando había terminado la pesadilla y cuando habíamos comenzado a volver. Me tuve que llevar a mi abuelo a la posta, porque le estaba dando un ataque. Carraspeando me decía que lo dejara morirse, y yo pensé por un segundo, por un solo segundo, en cumplir su deseo, pero después no. Atravesé el túnel y salí por la puerta del tugurio. Eran como las diez de la noche y no había nadie en la calle. No pasaban taxis y tuve que subirme a una micro para llegar al hospital. En urgencias les dije que mi abuelo había recibido una mala impresión y que le había dado un ataque, le hicieron de esos masajes, le pusieron una sonda y finalmente lo salvaron. Por supuesto quedó la gran cagada. Me dijeron que me fuera, que no volviera y me echaron de la casa. Pero mi tata sacó la voz y me defendió. No me echaron, pero ahora nadie me quiere, ni siquiera mi tata, que nunca volvió a ser el mismo. Si antes apenas hablaba, ahora ya no habló más, con nadie, ni siquiera conmigo. Siempre trato de sacarle conversación, pero nada. Algo se murió definitivamente dentro de él. Y todo es mi culpa. Los ñaches quedaron cagados para siempre y ahora ni el Marambio ni el Tonro quieren acercarse a mí. Quedamos todos muy mal por varias semanas. Para qué hablar del amigo del Tonro que semanas después se quiso ahorcar y que tuvo que dejar la universidad por la depresión. Hay algunos ñaches bien locos que cuando supieron lo que había pasado, me buscaron para que trajera a mi abuelo y viéramos al dios morir. Hasta plata me ofrecieron. Y es que hay algunos trastornados a los que les gusta tener malos sueños, son como esos giles que duermen con los brazos cruzados sobre el pecho para tener pesadillas. Por supuesto los mandé a la chucha. Yo tampoco me he olvidado nunca de lo que vi. A veces efectivamente me despierto a la mitad de la noche con esas imágenes acosándome. Pero hay que ser duro. Este es un mundo sucio y hay que ser sucio con él. Aguantárselas todas y seguir de pie.
Creo que algo bueno saqué de todo esto, porque después de la visión del dios pudriéndose, como que ya no siento miedo de nada, creo que nada peor puede pasarme. Trato de disfrutar de cosas muy pequeñas, el olor del pan caliente, las bugambilias cuando están más florecidas, qué se yo, cosas así. De pronto me vienen los tremendos bajones y hasta me pongo a llorar. Pero como les dije, hay que aguantárselas todas hasta donde se pueda. Yo, sinceramente, no le deseo a nadie vivir algo así. Mi tata tenía razón. Mi pobre tata tenía razón. Sé que en el fondo me perdona. Él no podía ser el único testigo de tanta miseria. Pienso que quizás le quité un peso de encima. Pero vaya uno a saber. Ojalá vuelva a hablarme algún día. Y vuelva a despotricar contra los hijos de putas que se cagaron a esos indios. Yo voy a despotricar con él, estamos cagados por haber nacido, le voy a decir, los hombres somos chimpancés desquiciados que aprendimos a hablar, nos gusta mucho la sangre, es nuestro vicio y no hay vuelta. Eso le voy a decir, pero esperando que él me diga que no, que eso sí que no, que todo se puede arreglar, aunque este mundo sea duro y cruel, cochino y maldito, y haya que aprender a defenderse para no morir aplastados como bicharracos. Ojalá pase, ojalá algún día se recupere de su abatimiento y me diga eso. Ojalá. No hay nada peor que sentirse rechazado por aquellos que debiesen amarte, pero que en vez de eso te repudian y te hacen sentir miserable.

[El vestigio como clave de acceso]. Por Cristián Geisse

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Fragmentos que abordan la contrahistoria del libro, obras y autores fantasmales de la literatura chilena se reúnen en Vestigio y especulación, conjunto de ensayos y artículos publicado por Chancazo este año 2014. Revisa la reseña realizada por Cristián Geisse (Vicuña, 1977), Licenciado en Literatura (PUC) y autor de un puñado de interesantes libros.

El vestigio como clave de acceso

Siento verdadera simpatía por este libro, por distintos motivos. Quizás los más importantes sean su origen anecdótico, su vocación contracultural y su alejamiento del inmanentismo textual.
De acuerdo a los editores, el germen de estos ensayos no detonó en las frías aulas de una universidad, sino en un bar, como se hace explícito en su introducción (9). La idea detrás de esta circunstancia que podría perfectamente haberse omitido, pienso, es que la universidad tiene que salir y estar afuera, abrirse al mundo y no pudrirse en su torre de marfil. Esto se proyecta en los artículos o ensayos que componen este libro, pues uno de sus objetivos es también cuestionar y desmantelar los cánones, la historia oficial, la fuerza de los poderes hegemónicos, los cerrados circuitos de circulación del pensamiento y la prepotencia de ciertas ideas que han provocado funestas consecuencias en importantes sectores humanos. La academia acá entonces, si bien realiza este trabajo desde su lugar privilegiado, lo hace a veces como fuerza vindicativa, buscando intervenir el poder simbólico y entregar importantes claves en relación con nuestros campos y polisistemas culturales. Se agradece entonces el gesto, tanto como el evidente esfuerzo intelectual, las sesudas elucubraciones, el análisis exhaustivo y el compromiso con los objetos de estudio.
Es muy coherente que tales objetos de estudio sean textos, obras y autores extremadamente elusivos, inconclusos, extraviados, “fantasmales” y “límbicos”. En general son manuscritos perdidos, paratextos sin textos, libros desaparecidos, producciones intelectuales silenciadas, autores sin producción textual, proyectos de obra interrumpidos y versiones descartadas de poemas. La enorme productividad a partir de objetos tan esquivos y difusos sorprende gratamente y estos se vuelven perfectos para dar esa otra mirada, tan necesaria siempre, desde lugares marginados, desde ángulos comúnmente descartados, despreciados o simplemente ignorados.
La reflexión sobre el fragmento –cuyo marco teórico es profuso y se encuentra vastamente analizado en todos los artículos- es un pie forzado que deriva en una de las contribuciones más importantes del libro: la idea de vestigio, definido como “una manifestación cuya materialidad ha sido fracturada o abortada, pero cuyo sentido, por medio de redes de asociación, puede de algún modo llegar a interpretarse, es decir, especularse” (14). A partir de este concepto y evidencia material se desarrolla un problema epistemológico que desmantela las categorías de unidad y totalidad, contribuyendo con su granito de pólvora al cuestionamiento de los frutos de la pasada modernidad. La hipótesis más general dentro de los ensayos del libro, de acuerdo a sus editores, es que tras esos quiebres o interrupciones que dan origen a los vestigios, “subyacen un conjunto de coacciones que encaran los fundamentos mismos de la práctica cultural”, coacciones y vestigios que dan pie a las mencionadas especulaciones y redes de asociación que están en el centro de la metodología de esta propuesta y que, a la larga, muestra un poder reconstructivo y proyectivo real y muy concreto.
El asunto, explica Hugo Herrera: 

“nos conduce a tres exploraciones. Primero, nos introduce a una contrahistoria del libro en sus diversas dimensiones, desde su aspecto como objeto hasta sus efectos como institución hegemónica del conocimiento. Este hecho, en segundo lugar, nos lleva a interrogarnos, a partir de la evidencia de ciertas coacciones materiales, por cuales han sido algunas de las condiciones históricas y limitantes de la enunciación, publicación, circulación y relación social del libro. Por último, y de modo más general, nos conduce a problematizar cómo, en distintos momentos y circunstancias de nuestras sociedades, hemos llevado a cabo el complejo proceso de la circulación del sentido, la construcción del significado y su valoración social” (199).

Esto se cumple en casi todo el conjunto que, además, tiene la virtud de llevar a cabo tales exploraciones en parte importante de la historia de la literatura chilena. De esta manera toma en cuenta temas que van desde la fuerza hegemónica de la monarquía en la Colonia, la oprimida producción intelectual de la mujer en el siglo XIX, las vanguardias en la provincia chilena de principios de siglo XX, los desaciertos en la edición de parte de la obra póstuma de la Mistral, la generación del 50 en uno de sus más extraños representantes, los libros secuestrados durante los primeros años de la dictadura de Pinochet, llegando también a la “generación dispersa” y la “poesía del paréntesis” en los años ochenta. Creo que se nos revela así de una manera profunda y bastante acabada, la cocinería y el claroscuro de las prácticas culturales y políticas chilenas en distintas épocas dentro de lo que podríamos llamar nuestra historia nacional.
A pesar de que para un lector excesivamente lego el libro podría parecer denso y hasta espeso, la verdad es que los ensayos de Vestigio y especulación pueden llegar a ser apasionantes, instructivos, llenos de hallazgos, amén de contundentes en sus proposiciones y en la rigurosidad de métodos y análisis. También se entregan en ellos claves importantísimas sobre la forma en que se ha hecho literatura en Chile y los notables alcances a los que puede llegar la crítica más seria y exhaustiva. Por lo demás todos los investigadores son jóvenes –algunos no llegan a los treinta y ninguno alcanza los cuarenta- que analizan literatura, política y sociedad, aportando cada uno de ellos con una perspectiva diferente, atreviéndose con hipótesis distintas en la aplicación de la hipótesis general, con base en un marco teórico propositivo y hasta original que da para mucho, para investigaciones incluso más allá de nuestras fronteras y de los que se puede esperar nuevos y productivos aportes.

Cristian Geisse Navarro (Vicuña, Chile, 1977). Licenciado en Letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura Hispánica por la Pontifica Universidad Católica de Valparaíso. El año 1997 fue becario de la Fundación Neruda para su taller de poesía en la casa museo La Chascona en Santiago. Mediante un proyecto ganador del Fondo del Libro del Gobierno de Chile, publicó una colección de textos literarios de Alfonso Alcalde durante el año 2007. El año 2010 publicó una antología ficticia de poesía titulada "Los hijos suicidas de Gabriela Mistral". El año 2011 la editorial porteña "Perro de puerto" publicó su conjunto de cuentos titulado "En el regazo de Belcebú". Durante el 2012 fue coeditor de "El pequeño odioso: antología de poetas precoces chilenos". Ese mismo año la Biblioteca Viva La Serena presentó "El debe y el haber", la primera exposición de su trabajo como artista visual

[Si el sol golpea las baldosas ciega]. Por Víctor Quezada

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El siguiente texto sirvió de presentación de Ninguna parte esta ceguera del poeta Simón Villalobos Parada (Santiago de Chile, 1980), plaquette publicada por Cuadro de Tiza Ediciones.

Si el sol golpea las baldosas ciega

Ensayé muchas formas de comenzar esta presentación, podría decir que perdí el tiempo ensayando maneras de comenzar a escribir este texto. Se ocultaba, quizás, tras esos vanos intentos, un deseo de semejanza. En “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” (conferencia dictada en 1978 en el Collège de France), Roland Barthes parte con un homenaje al célebre comienzo de En busca del tiempo perdido. Esa conferencia es bella por muchas razones, sugestiva por otras y de un profetismo ridículo por alguna. Pero no es este el lugar para extenderse en tales asuntos. Aunque, ¿por qué no podría ser el lugar? Barthes escribe:

Llega un momento (es un problema de conciencia) en que “los días están contados”: se comienza una cuenta atrás borrosa y sin embargo irreversible. Sabíamos que éramos mortales (todo el mundo nos lo ha dicho, desde que tenemos orejas para oírlo); de repente, nos sentimos mortales (no es un sentimiento natural; lo natural es creerse inmortal; de ahí tantos accidentes por imprudencia) (334-335).

Por supuesto, Roland Barthes murió atropellado por la furgoneta de una lavandería mientras cruzaba la Rue des Écoles a comienzos de 1980. Pero más allá de la anécdota, de esta cita podemos concluir un par de cosas. Primero, la conciencia de la propia muerte no es “conocible” en los términos de uno u otro saber; el discurso necrológico, el religioso o cualquiera de las formas de la escatología nada podrían enseñarnos sobre la muerte. No se llega a la conciencia de la muerte (o a tener conciencia de cualquier cosa) a través del conocimiento, pareciera ser que la conciencia nada tendría que ver con el conocimiento o sus modos de adquisición. Segundo, la autoconciencia, pues toda toma de conciencia implicaría un hacerse consciente de sí, llega con el fuerte sentimiento de una evidencia: la muerte, entonces, no se hace evidente sino hasta que nos sentimos mortales.
Este sentimiento no llegaría sino en momentos extraordinarios. Por decirlo junto a Roland Barthes, junto a Proust, junto a Dante (y a una larga genealogía de sujetos “sensibles”): la conciencia llega en la mitad de la vida, en “ese momento –en palabras del mismo Barthes- en que se descubre que la muerte es real y no solo temible” (336). Para Dante la mitad de la vida llegó a los 35 años, tras la pérdida de Beatriz; para Proust, lo mismo que para Barthes, llegó con la muerte de la madre (Marcel de 34 años, Roland, en cambio, de 62). La mitad de la vida nada tiene que ver con alcanzar alguna edad en particular, es obviamente una metáfora que nos sirve aquí, por un lado, para hablar de ese momento en el que la conciencia adviene y, por otro, de su único modo de aparición: el lenguaje.
Como afirmara Julian Jaynes hace ya tantos años, la conciencia “se funda en la habilidad del lenguaje para hacer metáforas y analogías”, cuestión de la que deriva, además, otra afirmación de importancia: la conciencia sería análoga a las conductas de los sujetos en el mundo real.
Imaginemos una situación particular ahora, imaginemos que miramos la refracción de la luz del sol en plena calle, quizás podamos pensar que ese reflejo reverbera como el sol sobre la superficie del océano y entonces:
la calle es el mar
y las sombras de los que vienen son olas
y sus cuerpos son bolsas negras de sangre y tú
obviamente eres un barco
El poema que cierra Ninguna parte esta ceguera integra esa serie de metáforas, cuestión que debería parecernos sorprendente en un contexto en el que, por ejemplo, la metáfora ha perdido su potencia como figura poética o, ya de largo, se ha vuelto un instrumento de “la dominación”. Pero no seamos cínicos, como era de esperarse, esta serie de metáforas es introducida por una oración condicional. El poema comienza: “Si el sol golpea las baldosas ciega” y, entonces: “la calle es el mar / y las sombras de los que vienen son olas”, etc. Quizás se nos quiera decir, a partir de esta modalización, que una poética analógica no es plausible sino a condición de otra poética “más fuerte”; que es inmoral referir analógicamente al mundo a menos que pongamos en cuestión el mundo y la manera en que lo referimos, lo identificamos, le otorgamos una visión definida y definitoria.
Una poética analógica de este tipo, más digna del político, del policía que del poeta, quiere anular la indeterminación de la escritura en la cifra de su develamiento; al basar su trabajo en la substitución de un término por otro, reemplaza el mundo por una imagen, como si la imagen del mundo fuera suficiente para conocerlo. Si el sol reverbera en la calle nos ciega y solo ciegos la calle es el mar y las sombras de los que vienen son olas.
El comienzo de un texto es importante así como su final es importante. En Ninguna parte esta ceguera se ha elegido, conscientemente, situar la única serie de metáforas en el último poema del libro. Según dijimos, esas metáforas solo ingresan al poema a condición de sancionar una distancia enunciativa, más que metáforas, son elementos de una configuración mayor en la que tendrían un papel irónico. Así, se nos dice, la poética analógica no es posible sino a condición de denunciar la ausencia de parte de un lenguaje, sino a condición de una poética más fuerte. Es un hecho del todo significativo, en este sentido, que la serie analógica finalmente se convierta en una secuencia de metonimias, en una concatenación de elementos contiguos. Volvamos sobre el poema:
Si el sol golpea las baldosas ciega
...............................................[…] y tú
obviamente eres un barco
un faro
una estaca metida en la arena
con la sensación de avanzar
mientras se queda y por los pasajes
bajan las micros, las personas cruzan
sus siluetas ya sin forma se hunden
dispersas contra la luz recostada
regresan, desaparecen, se restituyen
La cuestión consistiría tal vez en evitar las preguntas que la metáfora sugiere: “¿Qué es tal cosa? ¿Qué quiere decir?”, para mantenernos en movimiento, privilegiar la contigüidad, preguntarse: “¿Qué puede venir después?” (Barthes: 329).

Bibliografía
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